En poco tiempo me quedé solo. Ni cuenta me pude dar de lo rápido que pasó. Mataron a mi mamá, tiempo después se llevaron al Leo al internado y a los pocos meses se murió mi abuela. De tristeza se murió. Yo ahora vivo en la casa de don Iriarte, que desocupó una pieza para mí. En mi casa viven otros, unos que vinieron de Buenos Aires y se metieron sin preguntar. Durante un tiempo estuvo abandonada, pero después vinieron estos porteños que son como marabunta para terminar de arruinarla. Una plaga, los porteños. Los reconocés por dos cosas: por lo agrandados que son para hablar y porque cuando les decís el precio de algo nunca lo quieren pagar. Igual yo ya no la quería a la casa; después que se murió mi abuela no fui más y dejó de importarme. Ahora trato de no pasar por ahí porque me hace mal y porque no quiero ver cómo está, aunque me han dicho que parece tapera.
La cosa es que me quedé solo y no voy a decir qué bueno, aunque por un lado mejor porque ahora los boludos de siempre no me joden tanto con que la puta de tu mamá esto, el opa de tu hermano aquello, ni la gente dice cosas a mi espalda que yo igual las escucho o tarde o temprano me entero.
Al Leo lo internaron en un lugar para chicos como él. El Leo es un pan de Dios, pero en la escuela era un cabeza dura y la vivía haciendo renegar a mamá con las malas notas, siempre a punto de repetir, o repitiendo nomás, pero no por vago sino porque no entendía. Vos le hablás a él, le decís las cosas y él te escucha, sí sí te dice, se da vuelta y hace otra, no lo contrario sino lo primero que se le cruza. Y las maestras no le tenían paciencia. Y así anduvo un tiempo boyando de acá para allá, haciendo las mil y una hasta que una comisión en la que estaba la directora de la escuela y otra gente decidieron que lo mejor para él era que estuviera internado, porque según ellos mi abuela sola no podía, y sobre todo porque hubo algunos que dijeron que estaban cansados. Hasta los dieciocho tiene que estar ahí. A mí me da risa, me acuerdo y me da una risa. Me acuerdo cuando se metía en los negocios y así como entraba manoteaba algo, un alfajor, una torta negra, una naranja y se ponía a comer adelante del dueño; él no tenía conciencia de que eso estaba mal. Tenía hambre y comía. Y siempre andaba con hambre. Los dueños armaban escándalo, ya de lejos lo veían venir y lo sacaban carpiendo. Pero yo sí entendía, y ahora que soy grande con más razón, y a todos esos que tanto lío hacían por un alfajorcito los tengo bien junados, y siempre alguno que otro tiene problemas con la luz, porque de eso nadie está librado, entonces yo le recuerdo a don Iriarte y él se ríe mientras me guiña un ojo.
El Leo es como mi mamá. Yo no porque a lo mejor salí a mi padre, aunque no sé quién es mi padre ni me interesa. Del Leo sí sé; o tampoco sé, porque mi mamá nunca me lo dijo, nomás escuché comentarios por ahí o me lo decían en la escuela o en la cancha los mogólicos de siempre. Del mío parece que no saben porque si no con tal de burlarse también me lo hubieran dicho. ¿Y mamá? Mamá limpiaba casas, hacía mandados, carpía terrenos, lavaba ropa a mano, ayudaba en la cocina. Y siempre con nosotros a cuestas, la piel de Judas, como nos decía. ¿Estaba loca? Un poco tal vez sí, por culpa nuestra. ¿Era retardada? Esa palabra la escuché tantas veces. ¿Tenía problemas? Como todos. ¿Sufría? De eso sí estoy seguro: más de una vez me dijo que cuando ella no estuviera no dejara nunca de cuidar al Leo.
La gente del pueblo se preocupa únicamente por las noticias que dan en la tele, por eso cuando escuchan sobre un asesinato en Buenos Aires o en otros países dicen qué barbaridad Dios mío y se agarran la cabeza y se preguntan cómo nadie hace nada. Y sin embargo acá han pasado cosas graves y nadie dijo ni mu, ni nadie hizo nada. A lo que pasa al lado le hacen la vista gorda. O les importa hasta por ahí nomás, no sea cosa que los llamen de testigos. Chusmean por lo bajo mientras se toman un vino en el club, eso sí saben. Porque acá hubo robos grandes, incendiaron la escuela primaria, violaciones sé de unas cuántas, ¡qué lo que no hubo! Con el tema de la política, por ejemplo, una noche prendieron fuego a un hombre conocido por todos que estaba para postularse: lo ataron a la cama, lo rociaron con nafta y a otra cosa mariposa. A la semana ya nadie hablaba porque el chisme del momento era otro. Nunca se supo quiénes fueron los culpables, aunque circularon varios nombres. Tiempito después murió un chico ahogado en un arroyo. Quince años tenía. Dijeron que se había tirado a lo hondo sin saber nadar, que había tomado cerveza y se había acalambrado, que se había golpeado la cabeza contra una piedra. Pero también se dijo que lo mataron los que andaban con él, que le quisieron hacer una broma, se les fue la mano y se abatataron. O que quisieron violarlo y él se resistió. Quién sabe qué pudo haber pasado porque otra vez lo mismo, no se investigó. No sabemos qué pasó porque la policía no averiguó nada. Todos son lleva y trae de los vecinos. Los policías arman escándalo por un auto mal estacionado, por un borracho que hace pis atrás de un árbol, pero cuando de verdad tienen que moverse para algo importante se les pincha la goma del patrullero o se les pierden los anteojos. ¿Por qué será? Y así nunca hay condena y lo que tenemos son rumores y chismes que no paran de crecer: todo el mundo sabe cómo pasó, por qué pasó y quiénes fueron. Todos conocen a alguien que estuvo, que vio, que escuchó. A cualquiera que te crucés por la calle le podés preguntar y seguro te da la lista completa con nombre y apellido: quién prendió fuego la escuela, quién robó en la casa de Graciela, quiénes ahogaron al chico. Y el que no te lo dice es porque tiene miedo, pero que sabe sabe, por lo bajo todo se sabe. Ahora, si tienen que ir de testigos no van. Y no hace falta ser Dios para saber por qué. Dicen que Dios sabe todo, pero no va a venir él personalmente a denunciar y a meter presa a la gente, para eso están los que ocupan los cargos, ¿no?
A veces mamá tenía que hacer trámites o ir al médico en Nogoyá y nos llevaba con ella. Salíamos con el primer sol, en el San José de las siete. Ni bien llegábamos, con el Leo le tirábamos del vestido para que nos comprara revistas en los kioscos, autitos de colección, cocacola y bombón helado; todo lo que veíamos nos hacía brillar los ojos y queríamos pero ella nada, como que ni nos escuchaba. Pero había algo que no nos hacía faltar, por eso rogábamos que terminara cuanto antes los trámites y enfilara hacia la plaza para ir a la panadería. En mi pueblo no venden facturas, las panaderías no sé por qué no hacen, y al Leo y a mí nos vuelven locos, sobre todo los vigilantes con crema pastelera y dulce de membrillo. La panadería está al lado de la catedral de Nogoyá, cruzando la plaza. Es una casa vieja que se viene abajo, llena de manchas de humedad y con el cielo raso inflado, que ni cartel en el frente tiene siquiera, nada que diga que ahí hay una panadería más que el olorcito que se siente de lejos. Mamá compraba una docena de facturas y nos sentábamos en un banco de la plaza a comerlas. Con el Leo comíamos mientras mirábamos a las chicas que pasaban, una más linda que la otra, Nogoyá es así. El Leo se enloquecía y con todas se quería ir. Las acompañaba, les convidaba facturas, les levantaba las polleras; mamá lo retaba y lo traía de la oreja. A las once y media, la hora de ir a la terminal para tomar el micro de vuelta, al Leo siempre le daba una pataleta y zapateaba que no quería y que no y mamá se enojaba y le decía que si se seguía haciendo el pelotudo lo iba a dejar ahí, y el Leo decía que no le importaba y se ponía a gritar más fuerte, como chancho, y mamá entonces le decía que le iba a partir la cabeza si no hacía caso y el Leo se burlaba y mamá peor, ya furiosa le gritaba que iba a llamar a la policía. Así. Siempre terminaban así nuestros viajes a Nogoyá.
Читать дальше