Mauricio Koch - Baltasar contra el olvido

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Baltasar contra el olvido narra la historia de una voluntad contra aquello que se extingue. La novela acarrea, de manera implícita, una pregunta acerca del acto de narrar: ¿se puede contar la densidad de un acontecimiento sin una inflexión que verbalice la experiencia vivida? Así como el título anuncia una lucha contra el olvido, que todo lo arrasa, de ese modo la novela propone otro interrogante: ¿qué recordamos no solo de un hecho sino, sobre todo, de una narración? En este caso el relato se impregna de una lengua cotidiana y pueblerina, y a través de ella conocemos la experiencia filial junto con los hábitos y las miserias del lugar. La oscilación entre relato y discurso oral se torna necesaria hasta configurar una modulación que es, sobre todo, un punto de vista. Sabemos que la manera de decir postula una visión del mundo y una ética. Baltasar se propone resistir la muerte evocando la figura de su madre. Procura traer al presente los más ínfimos detalles del pasado, casi a contracorriente de su deseo juvenil. Observa sin cesar los lugares en los que estuvo su progenitora como si la mera contemplación de los sitios compartidos prolongara su existencia. Incluso esa memoria obstinada logra obtener pequeñas gemas al traer a la conciencia algún matiz olvidado. Pero Baltasar no solo es un observador pertinaz de aquello que se fue, sino, sobre todo, un observador del lenguaje. Esa atención al fluir del discurso remite al aspecto crucial que atraviesa este texto: narrar requiere de un tono singular que, más que designar los hechos pretéritos, permite que emerjan a la superficie a partir de una música verbal que los vuelve memorables.

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La violaron y la mataron. O la violaron y se murió mientras la violaban. Después escondieron el cuerpo mientras pensaban qué hacer, hasta que resolvieron tirarla en ese campo.

A los dos o tres días, cuando la cabeza se me desembotó un poco y pude volver a trabajar o, mejor dicho, no es que pude: quise volver para pensar en otra cosa porque si no me iba a enloquecer, empecé a enterarme de los rumores, de los nombres de los sospechosos, de lo que pasó la noche que mi mamá no volvió a casa. Mi abuela iba todos los días a la comisaría a preguntarle al comisario qué habían podido averiguar. Él le decía que esas cosas llevan su tiempo, pero que se quedara tranquila que estaban investigando y que iban a encontrar a los culpables.

Pasaron más días, pasó un mes, se iban los meses y no había ningún detenido. Los rumores empezaron a ser otros: que habían arreglado, que el caso iba a quedar en la nada, que el principal acusado había vendido campos y animales para pagarles la coima a los abogados y a la policía. Mi abuela volvió a la comisaría: que no era sencillo, le dijeron otra vez, que estaban tomando declaraciones, que por el momento no había nada firme. Pero si en el pueblo todo el mundo repite los mismos nombres por algo será, ¿no? ¿No los van a detener? No tenemos pruebas, señora, no nos podemos manejar por habladurías. Decir se dicen muchas cosas, pero de ahí a que sean ciertas hay un largo trecho, ¿me entiende?, le dijo el comisario.

Pasó más tiempo. Seis meses, ocho, un año. La gente como es lógico ya hablaba de otras cuestiones, la plata que nunca alcanza, una tormenta de granizo descomunal que arruinó la cosecha, una historia de cuernos entre empleados de la municipalidad, la próxima carrera de autos en Victoria, y nunca se encontraron las famosas pruebas que el comisario le había prometido a mi abuela. Ya nadie hablaba de mi mamá. No hubo presos, aunque todos en el pueblo sabían –y saben hasta el día de hoy– que la habían matado, quiénes fueron, dónde y cómo. Pero para la policía no había pruebas.

El Leo y yo íbamos con ella a todos lados siempre. Salvo cuando estábamos en la escuela, adonde nos llevaba llueva o truene hasta la puerta y no nos sacaba el ojo de encima hasta que una maestra o la portera le hacían señas de que se podía ir tranquila, y hasta que yo empecé a trabajar en la bicicletería de don Eugenio, los dos íbamos con ella a todos lados siempre. No nos dejaba nunca solos en casa. Ya éramos grandes, pero igual nos hacía ir con ella. El Leo siguió hasta el final, hasta que pasó lo que pasó. Nos decía que éramos un peligro viviente, dos abombados que un día íbamos a prender fuego la casa o una calamidad peor. Porque así de espamentosa era, siempre con el Jesús en la boca: un trueno, ¡Jesús, desenchufen todo que se viene el tiempo!; nos pelábamos una rodilla, ¡Jesús, hay que llevarlos a la sala!; tosía la abuela, ¡Jesús y María Santísima! Por eso nos arreaba día y noche para acá y para allá como a dos vacas lecheras: a comprar fideos al almacén, a la farmacia a buscar la pastilla para los dolores; que a la cooperativa, que a la quiniela, adonde fuera ella nosotros también, mareados de tanto ir y venir, subir y bajar por las calles del pueblo. Yo adelante, tentado por todo lo que veía y desesperado de ganas de escaparme, y el Leo atrás, perdido en la polvareda. Loca la volvíamos. Yo veía algo que me gustaba y corría, y Leo al revés, algo le llamaba la atención y ahí nomás se quedaba, babieca acariciando un perro o persiguiendo una torcaza con la gomera, o capaz saltaba un alambrado para robar mandarinas, o se metía en algún negocio, porque el Leo es caradura y con todo el mundo se para a conversar, no como yo que siempre fui más tímido. Y ella en el medio, con sus pasitos cortos y apurados, rápido, siempre rápido, refunfuñando entre dientes o a los gritos, a mí esperá zanguango y al Leo apurate pavote, todo el rato, cada día. Cuando la hacíamos enojar mucho nos puteaba largo o nos tiraba una naranja por la cabeza, o una cebolla, lo primero que encontraba en la bolsa de los mandados cuando la sacábamos de las casitas, como decía, ustedes me sacan de las casitas, y con el Leo nos reíamos y la imitábamos o le hacíamos morisquetas, y eso la ponía peor, furiosa la ponía, hasta que nos amenazaba con dejarnos sin comer y entonces, a veces, nos calmábamos un poco.

Yo soy el mayor, tengo diecisiete ahora. El Leo tiene catorce.

Ella era la loca y nosotros, los hijos de la loca: los loquitos. Así nos conocían todos y así nos llamaban. Ahí va la Renata con sus loquitos.

Desde que me fui de mi casa y cerré esa puerta para siempre, todos los días trato de acordarme de algo nuevo de ella. Lo hago como un deber de la escuela: un recuerdo por día. Cuando me quedo solo en el taller donde trabajo, o a la noche antes de dormir, escarbo y escarbo hasta que aparece un hilito de memoria que andaba por allá perdido y tiro de él hasta desovillarlo y lo anoto en mi cuaderno azul. Quiero acordarme de todo, pero de todo todo, no sólo de lo triste y lo bueno, por eso les pregunto también a las pocas personas en las que confío cómo la recuerdan, para que me ayuden. Porque no les voy a dar el gusto a ellos. Mientras yo viva eso no va a pasar, y pienso vivir muchos años para verlos morirse uno por uno y sentir que mi mamá sigue viva y ellos no porque nadie los quiere ni se los acuerda.

Eso me prometí.

Ayer a la mañana encontré un pichón de gorrión en el patio. Lo vi de casualidad cuando cruzaba medio dormido para abrir el taller. Lo levanté pensando que en una de esas estaría enfermo o herido, pero parecía lo más bien, sólo que no podía volar porque aún no había emplumado. Seguro se había caído del nido con la lluvia de la noche anterior. Miré para arriba buscando a la madre, que supuse andaría recelando por ahí cerca pero no la vi, así que me lo llevé adentro y le di unas migas de pan y agua con un gotero. Como no tenía jaula, agarré una caja de cartón, unos trapos viejos que corté en tiras y le armé una cucha. Sospeché que, siendo gorrión, pájaro ciruja si los hay, eso le iba a gustar, y no me equivoqué. Durante el día lo tuve cerquita y lo vigilaba, y cuando me tocó salir a hacer un trabajo me aseguré de taparlo bien por si algún gato lo olisqueaba. Se pasó todo el tiempo apichonado en un rincón, pero hacia la tarde ya pareció mejorar.

Hablaba mucho la Renata. Todo el día sin parar. Rapidito y entre dientes decía las cosas. Decía y decía.

Decía que se lo gaste en remedios/ decía me voy a dormir rápido porque a las siete tengo que estar limpiando en lo de doña Delia/ o Teresa/ o Paula/ o Susana/ decía manga de vagos levantensé que ya tocó la campana larga y ustedes dos todavía en la cama/ decía ese es un medio litro con espuma, agrandado como alpargatazo en el agua/ decía este pueblo es más aburrido que chupar un clavo y yo me voy a morir acá, y se murió/ no, no se murió, la mataron/ decía dejá de hurguetear en mis cosas/ decía ¡esto me revienta!/ decía hay gente que tiene muchos chororoces, que quiere decir que dan muchas vueltas para hacer las cosas y no sé de dónde sacó esa palabra porque nunca se la escuché a nadie, solo a ella/ decía don Oscar el almacenero es un viejo baboso y Mingo el carnicero me da asco/ a veces, casi siempre a la tarde cuando estaba tranquila y se sentaba a tomar mate con la abuela, me decía tesoro vení a tomar mate/ si alguien se metía en lo que no le incumbía, ella decía es un culijete/ si era un poco lento, que era un opa/ a nosotros, al Leo y a mí, dos por tres nos decía opas/ dos opas son ustedes/ los domingos a la tarde decía tengo ganas de comer pororó/ y hacía. Y comíamos pororó mientras mirábamos la tele.

A los nueve años entré a trabajar en la bicicletería de don Eugenio Roth. Mamá se quedó tranquila porque don Roth es buen hombre y a ella le daba confianza. Pero asimismo a cada rato iba a ver cómo estaba, a preguntar si me portaba bien y a retarme por si acaso. Yo al principio inflaba las gomas, cebaba mate, cambiaba gomines y engrasaba las cadenas; con el tiempo aprendí a pegar parches, arreglar frenos, reemplazar rayos y reparar platos y piñones. Más adelante, a los once, cambié de rubro y empecé con las abejas: me hice apicultor. Había que trabajar en verano a la siesta, con un sol que partía la tierra, porque eso atonta a las abejas y no pican tanto cuando uno las anda jodiendo. A mí me gustaba. Al principio me la pasaba comiendo miel y vivía con dolor de panza porque la comía directo del panal, que es lo más rico que puede haber en el mundo, pero la cera que tragaba junto con la miel era lo que me hacía mal. Don Julián me lo hacía saber, pero a mí no me importaba porque la miel me gustaba tanto que no podía parar, y cuando él no me veía yo agarraba los panales y me los zampaba. Hasta que un día me hinché como sapo y me tuvieron que llevar a la sala, me pusieron suero y me dejaron una noche entera internado. Desde ese día no volví a probar la miel. La veo y salgo disparando.

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