Miguel Domínguez - Bicicleta, mon amour

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Desde muy joven, disfrutaba pedaleando por los alrededores de su ciudad, hasta que estas salidas de varias horas se quedaron cortas e inició recorridos de varios días. Acababa las etapas en campings o albergues que se encontraba por el camino, huyendo de los hoteles que ya frecuentaba por trabajo.
El 13 de julio de 2015, un hecho acaecido en la familia acabó con los viajes de largo recorrido. Desde entonces, ya no sale más de dos o tres horas seguidas, pero, al igual que a Bergman y Bogart; ¡Siempre les quedaría Paris!, a nuestro protagonista; ¡Siempre le quedarán los viajes por seis países del sur de Europa!
Gracias a las libretas de ruta y las fotos tomadas, ha podido recopilar unos cuantos en este libro ilustrado.

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El primer viaje de este nuevo siglo XXI lo preparé mejor que el de 1990. Programé varias alternativas de fin de etapa, aunque sí me fijé dos objetivos: visitar la ciudad de Llívia por primera vez y llegarme hasta la capital andorrana. El circuito rodeaba la sierra del Cadí por el este, a la ida, haciéndolo por el oeste, a la vuelta.

La bici también fue más apropiada, aunque repetí llevándolo todo en la mochila atada sobre el porta-bultos. Poco práctico, cierto, ya que el centro de gravedad, muy alto, obliga a ir con más cuidado que con las alforjas colgadas del trasportín, pero después de tantos años, quería comprobar si tendría las mismas sensaciones. Lo que si adopté fue el uso del casco y de ropa más idónea, bien visible de día y de noche, sin olvidar el accesorio más importante: el retrovisor.

Salida de Sabadell el lunes 9, en dirección a Caldes de Montbui. Prefería pasar por el interior, por carreteras tranquilas que discurren por zonas boscosas, aunque más abruptas, en vez de la N152 más directa, pero muy transitada y, por ende, más peligrosa.

Al pasar por Sentmenat presencié algo muy desagradable. Cuando ya abandonaba la población, vi como un coche paraba en el lateral de una rotonda, bajaba un perro y al instante se cerraba la puerta volviendo a arrancar el auto a toda velocidad. El pobre animal salió corriendo detrás y los dos desaparecieron de mi vista. Imagino que los humanos (por llamarlos de alguna manera), a disfrutar de sus vacaciones, y el peludo, una vez agotado por seguir a sus amigos, sin entender por qué no le esperaban, en el mejor de los casos, iría a refugiarse por la campiña cercana, asilvestrándose.

En San Feliu de Codines, encontré un mirador desde el que se podía apreciar el valle por el que discurrían varias rieras que, serpenteando entre huertos, praderas y bosquecillos, terminaban por fundirse todas en el río Tenes.

Poco después, vi un letrero anunciando el monasterio de Sant Miquel del Fai y no me lo pensé dos veces. Me habían dicho que era un lugar digno de visitar. No podía dejar de comprobarlo estando a solo siete kilómetros, aunque estuviese en el fondo del valle y tuviese que volver a subir, pues no era la misma vertiente por la que seguía mi ruta. Por desgracia, ese día estaba cerrado. Solamente pude apreciar las vistas durante la bajada, ver el entorno y su singular cascada, que tampoco era muy caudalosa esa mañana. En todo caso, mereció la pena el desvío. Una familia de Barcelona, que había ido ex profeso, estaba muy cabreada por el cierre. Eso pasa cuando no programas bien tus escapadas.

Continué por un camino forestal que debía conducirme de nuevo a mi ruta. Era una pista pedregosa, que en un buen trecho me hizo poner pie a tierra para evitar aterrizar sin quererlo, hasta que enlacé con la carretera de Sant Quirze de Safaja, que ya no abandoné hasta mi ruta, la C59.

Al llegar a Castellterçol, lo primero que recordé al ver el letrero, fue una especialidad catalana muy rural, que había degustado años atrás, recién llegado a Cataluña: butifarra a la plancha con judías secas, acompañadas de una rebadada de pan de hogaza, tostada y enriquecida con ajo, tomate y aceite de oliva. Como era hora de comer, me detuve con la intención de repetir con esa delicatessen; aunque ese día no fue en el mismo sitio, pero igual de sabrosa.

La primera vez fue en una masía cercana a ese pueblo, en pleno bosque, que tenían alquilada unos compañeros de trabajo y a la que acudimos algún fin de semana de invierno. Los niños disfrutaban como lo que eran; enanos. Corrían por la pradera con el perro del pastor, emulando a Heidi, Pedro y sus amigos. Pasábamos las veladas contando historias y cantando, acompañados por el guitarrista de turno, y motivados por la queimada de ron. Con el calor de la chimenea (y del mejunje gallego), acumulábamos calorías antes de subir a las habitaciones gélidas, que cada familia tenía asignadas para dormir, todos juntitos en camastros enormes y cubiertos con varias mantas.

Con todo el tiempo invertido (que no perdido), al llegar a Moià decidí dar por terminada la primera etapa.

Encontré alojamiento en un hostal, en Montvi de Baix, a las afueras, al norte, donde me atendieron muy bien. Me facilitaron aparcamiento para la bici en una nave llena de cachivaches agrícolas y de hostelería, lo que corroboraba que, además de posaderos, eran agricultores. Los aperos de campo estaban en buen estado, no abandonados, denotando su uso reciente pues, a pesar de haberse reconvertido emprendiendo una nueva actividad no habían abandonado sus orígenes.

Una vez instalado, regresé a Moiá para visitar la villa y cenar, cosa que hice en la terraza de una plazuela muy animada. No pude rellenar mi cuaderno de ruta, me distraía continuamente con lo que allí acontecía: parejas paseando, críos jugando, gente tomando el fresco charlando mucho, y alto, por ahí venia la distracción; no podía evitar oír las conversaciones, algunas muy jugosas. Al menos cené bien.

Cuando regresaba al hostal, por la carretera solitaria ya casi de noche, me encontré con un grupo de niñatos quinceañeros que salían en bici de una urbanización buscado jaleo, sin duda. Enseguida empezaron a seguirme gritándome de todo, por lo que, como si de un sprint a meta se tratase, arreé sin parar durante los mil y pico metros que me faltaban para llegar al hostal. Allí dieron media vuelta al ver que entraba en el aparcamiento iluminado y concurrido. Fue poco rato, porque la adrenalina hizo que la bici volase como si llevase a E.T., pero lo pasé mal.

Comenté el incidente al hostelero quien me dijo haber tenido conocimiento de alguna gamberrada de ese grupo de veraneantes de Barcelona, que se dedicaban a acosar a los solitarios, e incluso hacer parar algún coche, simulando un accidente.

—Se lo comunicaré a la Guardia Civil —me dijo, pasan cada mañana.

Como el bar estaba animado, aproveché para anotar al fin las peripecias del día, al tiempo que me tomaba una copa tranquilizadora. No estuve mucho rato, el justo para mis notas. Los parroquianos se fueron marchando y pude ir pronto a descansar en silencio.

Emprendí la marcha desde Moiá hacia el norte. La mañana estaba soleada, aunque los más de setecientos metros de altitud obligaban a abrigarse bien.

Poco después de pasar por L’Estany, tomé hacia Santa Eulalia, al este. Continuaban siendo carreteras boscosas con escaso tráfico, pero con un ambiente rebosante de olores de resina, hojarasca, tierra húmeda, y de un silencio solo roto por el canto de los pájaros, el toc toc del picapinos buscando larvas en los troncos, o el de algún bicho que huía raudo entre la maleza al oírme llegar.

Así de acompañado iba, disfrutando del entorno, mientras pedaleaba salvando las cuestas, suaves pero continuas, sin nadie que dijese: ¡venga, venga, venga que no llegamos!

Enlacé con la N152, ya en las cercanías de Vic, por la que seguí hacia Sant Quirze de Besora y Ripoll, final de etapa.

Me alojé en un camping cercano. El Ripollés creo recordar, al que se accedía por un camino estrecho, muy empinado y en muy mal estado debido al agua que bajaría por él a raudales los días de tormenta. Todo eran roderas y hoyos hasta la misma entrada, dificultando la circulación de todo tipo de vehículo. Eso explicaba las escasas caravanas instaladas y seguramente ninguna de paso.

Aun así, fuimos varios los ciclistas que allí pernoctamos ese día desafiando la cuesta de acceso. Cuesta que subí dos veces porque, cuando estaba montando mi tienda, aun sin estrenar, se acercó un caminante diciéndome que había tenido una igual de la que no guardaba buen recuerdo, agregando que, al no tener doble techo era muy ligera, pero no apta para noches frescas, y menos aún con posibilidad de lluvia como la que se avecinaba.

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