En esa subida tenía que ir esquivando los muchos residuos que invadían el estrecho arcén. Tuercas, tornillos y piezas varias desprendidas de los vehículos, poco revisados en aquella época, sin olvidar los cristales de botellas, latas y otras guarrerías que la gente tira por las ventanillas sin ningún pudor.
Además, tenía que vigilar a los coches que pasaban rozándome cuando se adelantaban unos a otros, manifestando poco o ningún respeto por el bicikletero que circulaba por el arcén, arcén que dentro del túnel se estrechaba aún más, aumentando el peligro pues no estaba iluminado y pasaban a toda leche. ¡Adrenalina a tope!
Km. 84, portilla de la Canda.
Después de Lubián me pare otra vez antes de emprender la subida a la Portilla de La Canda y, poco antes del túnel, volví a poner pie a tierra al iniciar el paso sobre el largo viaducto. Soplaba un viento fortísimo que me impedía seguir una trayectoria recta por la calzada. Sobre el puente no había arcén, y así, a patita, bien arrimado al quitamiedos, continúe chino chano hasta la boca del segundo y último túnel que me encontré en todo el recorrido.
Poco a poco (muy poco a poco) fui avanzando hasta que al fin llegué a La Agudiña donde me esperaba una sorpresa. ¡El camping estaba a diecisiete kilómetros! Y para más inri ¡en lo alto de un monte! Después de recorrer más de cien y con todo lo que había sufrido por programar mal la comida y descansos, desistí de ir y me alojé en el hostal a pie de carretera.
A pesar del cansancio, no pude dormirme enseguida. Había una puerta que golpeaba sin parar en el bar situado en el bajo. A la una de la madrugada, bajé a quejarme harto de tanto golpe. El bar estaba a rebosar y la puerta era la de la cocina que visitaban sin parar los activos camareros para buscar las tapas que los camioneros, conocedores de su exquisitez, paraban a degustarlas. Se excusaron y a partir de ese momento (se ve que calzaron la dichosa puerta) pude dormir del tirón, tanto, que me desperté a las diez de la mañana.
Salida de La Agudiña hacia Verín, jueves 16. Ochenta minutos más tarde ya estaba en el Alto de Fumaces. El descanso nocturno me fue bien, y el desayuno equilibrado antes de salir mejor, aunque, como casi todo el recorrido transcurría de bajada no tuvo mucho mérito.
Después de dejar Verín, sin apenas haberlo visto, continué por la N532 llegando a Feces de Abaixo, parando para comer algo ligero justo antes de entrar en Portugal, en un Snack-bar de los muchos que encontraría en el país vecino.
Ése era de dudosa reputación visto que, al entrar, los parroquianos dejaron de hablar y pasaron a observar descaradamente al forastero que acababa de invadir su chiringuito. ¡Algo relacionado con la cercana frontera tendría que ver! Al rato, al comprobar que el intruso viajaba en bicicleta, hasta entablaron conversación interesándose hacia dónde se dirigía, quizás pensando que la mochila podría servir de mula, ya que insinuaron que no iba del todo llena.
Lo que menos quería era buscarme problemas en aquel tugurio y con aquella gente (y menos aún con los aduaneros), por lo que, aprovechando el alboroto creado por la llegada de un grupo de jubilados, apuré mi consumición y salí pitando sin mirar atrás.
Paso fronterizo de Feces de Abajo.
Al poco llegaba a la raya, que es como llaman a la frontera de un lado y otro de ella. En la aduana, el guardia civil de turno no quería poner el sello en mi libreta de ruta al no ser un documento oficial, pero insistí y al final accedió a ello. Los portugueses no fueron menos y también lo sellaron. Muy majos todos.
Ya en tierras lusas, seguí con viento lateral y poco tráfico hasta llegar a Chaves localizando enseguida el Campismo San Roque, pequeño, pero bien preparado y céntrico, situado a orillas del río Tâmega.
Chaves, ciudad muy comercial, en la que convivían muchos pequeños locales con todo tipo de artículos expuestos en sendas mesas a la puerta, o colgados en la fachada, por lo que era fácil saber qué vendían en cada uno de ellos sin necesidad de letreros que lo anunciasen.
El castillo del siglo IX, muy compacto, situado en lo alto de una colina, da fe de que fue construido como defensa de la villa. Su torre del homenaje alberga un museo histórico-militar inaugurado hacia 1978, después de un largo periodo de restauración del conjunto, pero el monumento que realmente representa a esa villa, y que aparece en su escudo, es su puente romano de finales del siglo primero. Las inscripciones en las dos columnas cilíndricas, a un lado y otro en el centro del viaducto, certifican su construcción durante el reinado del emperador Trajano, siendo el símbolo principal de la villa, desde cuando se denominaba Aquae Flaviae.
Cené en la terraza de un restaurante de la Alameda de Trajano, al pie del puente del mismo nombre. Fue muy buena: sopa de verduras y ternera a la parrilla, crujiente, muy rica, acompañada de arroz, que en Portugal lo preparan de múltiples maneras y todas buenas. A pesar de la insistencia del hombre que me sirvió para que terminase los platos que, según él, me hacían buena falta para mover mi máquina, no pude finiquitarlos.
Regresé al camping para dejar la bici constatando que se había llenado de turistas extranjeros, incluidos los otros ibéricos. Tras ello, emprendí un paseo a pie por los alrededores para conocer mejor la villa y digerir la copiosa cena antes de ir a dormir.
Salida de Chaves a las 8h. Después de pasar por el parque del castillo, siguiendo el consejo del recepcionista del camping. Desde lo alto, se puede ver la ciudad y la campiña circundante casi a vuelo de pájaro. Tras disfrutar de la panorámica, continué por una carretera muy sinuosa, verdadera montaña rusa, por suerte sin viento. Parada en el Alto do Rabagao a repostar agua de una fuente que vi anunciada, aprovechando para regalarme la vista con el valle a mis pies.
Por esos montes portugueses, vi cómo habían mejorado con la explotación de los pinos resineros. (Siempre nos darán lecciones nuestros vecinos lusos). Para recoger la resina que supuran los árboles, por las “heridas” infringidas, habían acoplando unas bolsas de material soluble en el proceso de obtención de la colofonia que, una vez llenas, tiraban tal cual al bidón de recogida. Ese producto final era muy empleado el siglo pasado en la industria cosmética, química e incluso de automoción (neumáticos). En Nogarejas y alrededores usaban unos recipientes de barro, con formas muy diversas, siempre cóncavas, que dificultaba el vaciado de la resina pegajosa para pasarla al bidón de transporte a la fábrica. Esa operación se efectuaba con una especie de cuchillo plano, nada adaptado a la forma del recipiente que, además de perder tiempo, nunca aprovechabas todo el producto pegajoso. Fue una actividad muy importante que aportó mucho a las arcas de los pueblos con monte resinero. Tanto, que los que trabajaron en ello, como mi suegro, tuvieron una buena pensión gracias a la “caja” que se creó para tal fin. La pensión por campesino, agricultor o cualquier otro trabajo relacionado con el campo ¡de donde comemos todos! No daba ni para pipas.
En 2019, me consta que se vuelve a retomar la explotación de los pinos resineros, aunque de manera muy tímida, por esos emprendedores que no quieren abandonar sus pueblos. En Nogarejas tienen un museo dedicado a esa actividad: Centro de Interpretación de La Resina, que vale la pena visitar.
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