Y ¿por qué no?, citar también que la incertidumbre del posible vacío que se origina al poner en primer plano aquello que en apariencia se sale de los excesos de la racionalidad académica y parece insustancial y vacuo de contenido aplicativo, puede llegar a ser (y así lo espero) algo muy creativo. En este caso, corro un riesgo que pienso que vale la pena, aunque solo sea para facilitar el tránsito de un cierto oscurantismo arcaico con intereses poco claros hacia un siglo que pueda ser de nuevo un renacimiento de las Luces; pero de eso ya han pasado veinte años y creo que, ya hemos dejado marchar demasiados trenes, ¡subamos de nuevo!
De todas formas, me resulta muy difícil presentar un tema en el que pretendo desconceptualizar, o bien ayudar a superar algunos tópicos, o ponerlo todo patas arriba para luego reordenarlo diferente con nuevos conceptos. Suena a excusa, ¿verdad?
La realidad relativa del tema surge después de observar, analizar y tratar, a lo largo de más de cuatro décadas, la postura corporal de infinidad de personas; todas ellas aquejadas de diversos tipos de dolor: crónico, funcional, idiopático, psicológico y un sinfín de denominaciones, vanas para la persona que sufre y también para el profesional inconformista que pretende salir de lo protocolario y es poco dado a los aspectos protocolarios clínicos y tipificadores al uso.
Había y hay un común denominador en el tema, y es que todos llevamos encriptado y grabado «a flor de piel» algo así como un guion completo de vida que, por más que se intente esconder, está en la piel de forma perenne. En su ubicación y distribución (al modo de la clasificación del análisis transaccional de Berne extrapolada a la piel), posee múltiples localizaciones ordenadas en cartografías, que aparecen llenas de relaciones parentales; entre otros, allí están todos sus correspondientes traumas, abandonos, traiciones, desamores; tiene asociados y reflejados en su superficie todos los diversos sufrimientos; como también los tienen todo el sistema perceptivo, sensorial, sensitivo y los propios sentimientos.
En definitiva, todo se corresponde con una postura corporal y un posicionamiento vital personal, con la historia de vida. Todo está dibujado de manera peculiar en el reflejo de la piel, e incluido en una muy extensa red de relaciones, muchas de ellas aún desconocidas.
Pero lo más destacable es, sobre todo, que el sistema es muy reactivo al tacto terapéutico directo (eso sí, con una cierta metodología, entrenamiento y conocimiento del tema). Hemos de saber de qué hablamos cuando hablamos de postura y piel, y tocamos su superficie desde una intencionalidad terapéutica.
Diré también que no todo son heridas y sufrimientos; la piel también está llena de afectos, caricias, recursos de todo tipo y un sinfín de conexiones (aunque en algunas ocasiones el manejo de ello que hacen determinadas personas tampoco parece ayudarlas).
Como estamos viendo, todo lo citado hace de la piel un pergamino vivo, con una expresión atemporal de lo que sucedió y con una jerarquía ordenada desde lo que podemos llamar lesión primaria, que con frecuencia tiene que ver con las diferentes memorias cicatriciales de las personas que, de alguna forma, no se han sentido amadas, o no como ellas querían o necesitaban.
De ese abanico amplio nacen la complejidad y la dificultad de poner título concreto y ordenar «de manera estructurada» el tema que pretendo desarrollar y direccionar con cierto rigor para ver sus posibilidades metodológicas y aplicativas en psicoterapia.
Pero voy a aventurarme y voy a utilizar la piel como excusa de pasaje a través del cuerpo del individuo, en un intento de entender más que ocurre en ella como grabación resonante del interior, y proceder de forma concreta con el dolor y sufrimiento asociado a la historia de las personas; eso sí, desde otros escenarios algo diferentes a los convencionales.
De ello surge una narración compleja, tupida de heterogéneas personas, con sus diferentes posturas, sus caracterizaciones particulares y sus correspondientes personalidades, caracteres y relaciones asociadas.
Dice, desde la atenta observación, la escuela Yogachara de Asanga del siglo iv: «Todos los fenómenos emanan del espíritu que los percibe».
Creo en la idea de C. Jung respecto al inconsciente colectivo (y también en muchas otras cosas del maestro), y en el juego de los arquetipos; aunque no hago de ello una bandera, lo utilizo como modelo, y a la vez dejo, siempre que puedo, el espacio personal para que surja una síntesis con muchos otros modelos junto al que creo haber ayudado a edificar.
Llegado a este meeting point —libre de conceptos, espero—, y luego espero un poco más, sin prisa alguna, respetando el tempo, y es entonces que surge eso que es significativo de un tema; en este caso de una cartografía que se expresa a modo de pergamino vivo de la piel, con una línea del tiempo segura, fiel, que nos guía; porque va ligada a todas las memorias tisulares y a la marea global del movimiento intrínseco del cuerpo, y la resultante es que tiene repuestas fisiológicas y emocionales notorias, perceptibles e interpretables.
La mano sensitiva del terapeuta, ubicada en el lugar preciso, se condiciona con su influjo informacional: cambios en la trama tisular en las que mediante la percepción van apareciendo escenas completas, con todo tipo de matices, desde el marco mental del paciente en consonancia con los diferentes estratos de los tegumentos, que el paciente puede ir verbalizando según lo que siente, o no, y que suele ir seguida de un «darse cuenta» de la persona.
Es un trabajo perceptivo, de escucha atenta, sin prisas, pues hemos salido de una dimensión espaciotemporal de los tejidos a un espacio casi meditativo en el que todo aparece; en el que los dedos de la mano perceptiva, de alguna forma, sienten, ven y piensan; están en sintonía con el suceso y ayudan a la búsqueda del recurso necesario. En ese momento, la piel es como una pantalla táctil, y la otra mano, la motora, trabaja con diferentes ventanas, dejando que se instrumentalice desde el interior de la persona lo que sea necesario para facilitar que se produzca un cambio en su cobertura.
En principio, solo actuamos sobre un minúsculo starter de una zona precisa de la piel, a partir del cual todo se enciende y cambia. Necesitamos, además del aprendizaje terapéutico previo, desarrollar una atención perceptiva consciente. Y luego, tras unos instantes, se puede hablar en relación con lo vivenciado, justo lo necesario, invitando entrar en la charla banal y el discurso; hay que dejar más bien que se complete el trabajo desde el silencio creado.
Espero que esta breve narración práctica haya podido situarnos en el punto de partida de cómo actuamos y hacia donde nos dirigimos. De todas formas, es una experiencia intransferible desde el relato, y la única solución es la propia experienciación del terapeuta. Por lo tanto, creo que retomando diferentes aspectos de lo que hemos ido viendo, podemos decir que, a modo de expresiones del mundo, llevamos «a flor de piel» reflejos de paisajes variopintos que nos cubren como un collage, que no vemos ni notamos pero que, de alguna forma ignota, intuimos, y que por instinto nos puede llevar a cubrirnos, a taparnos, a protegernos; con coberturas de la personalidad, de la cultura, de la moda, de nuestra propia sombra, etc. Pero lo que tapamos o pretendemos tapar con la excusa de la desnudez es una herida dolorosa e hiperestésica que no queremos o no podemos ver ni tocar, ni que la toquen, por eso hay que cubrirla.
A veces, también ocurre que la tapamos refugiándonos en la inconsistencia del aparentar; no importa si tenemos calor o frío, si es desasosiego o vergüenza, utilizamos la excusa fácil de la meteorología, el ambiente, personas o dolencias diversas para cubrir apariencias.
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