Libardo Enrique Pérez Díaz - Pensar en escuelas de pensamiento

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El texto que usted tiene en sus manos es la segunda publicación formal que se deriva del trabajo realizado por los ocho colectivos interdisciplinares que constituyen el proyecto Pensar en escuelas de pensamiento. En él encontrará un conjunto de reflexiones, apuestas, interpelaciones, pero, sobre todo, evidencias de una red de sueños que se imbrican a partir de múltiples niveles y lógicas de interconexiones complejas. Esta producción colaborativa se estructura a partir de un capítulo inicial, titulado «Escuelas de pensamiento: creadora de creadores», en el que Fabio Humberto Coronado, precursor de esta empresa del pensar, se plantea un interrogante fundamental sobre el papel de la universidad colombiana en la generación de escuelas de pensamiento. Coronado se pregunta: ¿por qué la universidad colombiana, con más de quinientos años de historia en el ejercicio de la educación superior, no ha generado prácticamente ninguna escuela de pensamiento de clase mundial?

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de la escuela.

Estos rasgos explicitados por Wiggershaus al caracterizar la Escuela de Fráncfort nos sirven de pretexto para nuestra disquisición en el ámbito universitario. De su planteamiento podemos derivar varios temas a examinar: el primero, si una escuela de pensamiento tiene origen en una persona o en un grupo; el segundo, si se inscribe en una tradición o hace parte de una innovación; el

tercero, si una escuela de pensamiento es cuestión de élites o de masas; el cuarto, si sus creadores son profesores júnior o sénior; y el quinto, si se visibiliza por obras de autor o por expresiones colectivas.

Persona o grupo: vivimos la era de los emprendimientos humanos colectivos, en los cuales la primacía la tiene el trabajo de grupo sobre el individual. Se premia más la iniciativa de conjunto que la de la persona en solitario. Es una especie de florecimiento del plural sobre el singular. Pero si bien este es un distintivo de nuestro tiempo, hablando de la creación de escuelas de pensamiento estas se distinguen por tener indistintamente su origen en uno o en varios individuos, primando en unas el genio individual, en otras el grupo constituido por gente notable, y en otras ocasiones la mezcla de los dos con diferentes intensidades. Sea lo uno o lo otro, lo cierto es que en las escuelas de pensamiento lo que encontramos es gente no convencional —no son necesariamente individuos bohemios o esotéricos, pues llevan vidas convencionales— pero su pensamiento es divergente, se aproximan a mirar las cosas de una manera nueva. Es natural que las relaciones interpersonales y las labores creativas se potencien, ya que son equipos humanos que se salen de la normalidad.

Tradición o innovación: en la idiosincrasia colombiana todavía hace carrera, en especial entre los políticos y entre todo aquel que anhela dejar su huella indeleble para la posteridad, el que las cosas comienzan con ellos. Es lo que el editorialista de El Espectador (2010) denominó “el síndrome de Adán”, inspirándose en el supuesto de que si Adán fue el primer hombre, fue el encargado de ponerles nombres a las cosas: “vio un fruto verde o rojo y lo llamó manzana, vio un animal rastrero y lo llamó serpiente, contempló absorto a la hembra que salió de su costilla y la llamó Eva, oyó la voz del ser omnipotente y le dio un nombre secreto, que en hebreo no se debe pronunciar jamás, pues su solo sonido tendría la misma potencia de Dios”, lo cual, traducido a la colombiana, se aplica a aquellos que “creen que al cambiar el nombre cambian la realidad o le conceden algún valor mágico al objeto, que como por arte de magia, pierde el apelativo que le ha dado la tradición popular para convertirse en un objeto nuevo”. A manera de ejemplo, el editorialista citaba, entre otros, los cambios de nombre de la capital de Colombia a lo largo de su historia (Bacatá, Santa Fe, Santa Fe de Bogotá, Bogotá), y el debate que se dio por el querer substituir el nombre del aeropuerto El Dorado por el de Luis Carlos Galán.

No es poca tentación tal síndrome cuando de escuelas de pensamiento se trata. Como afirma Vásquez (2012), “[…] reconocerse como continuadores o renovadores de una tradición en el pensamiento” (p. 100) vendría a ser el inicio del buen camino. En virtud de su propia naturaleza, una escuela de pensamiento combina necesariamente tradición e innovación, integra lo clásico con lo nuevo. El quid del asunto radica en la mayor o menor proximidad a las fronteras, pues el conocimiento nuevo se desarrolla en las fronteras; es allí, en las fronteras intelectuales y sociales, en donde las personas innovadoras son más libres para dejar vagar su imaginación, para responder de forma creativa y audaz a las urgentes necesidades de un país. Se trataría entonces, inspirándonos en las conclusiones del 45° Capítulo General de los Hermanos Lasallistas (2014), de una tradición e innovación que van más allá de las fronteras: de la frontera geográfica, de la

cultural o religiosa, de la frontera del prestigio académico y social, de

la de las estructuras preestablecidas, en fin, de la frontera personal, para ir a un lugar que desafía nuestra comodidad y, en ocasiones, la falta de medios, para generar un espacio de libertad y creatividad, para realizar un proyecto común compartido, para crear un mundo futuro más habitable, justo y solidario.

Élites o masas: el gusto contemporáneo no es muy amigable con todo lo que lleve el apellido de élite. Se da cotidianamente una hipersensibilidad a que todo tiene que ser popular, democrático, igualitario, cortado con el mismo rasero. Nos olvidamos que desde los tiempos bíblicos la humanidad aprendió que los talentos están repartidos de manera diversa y que todos no nacieron para ejercer las profesiones y oficios con los mismos grados de excelencia. “Zapatero a tus zapatos”. En una universidad no todos están predestinados para ser creadores de escuelas de pensamiento. En esto hay mucho de gusto, talento, dedicación y disciplina. Hacer parte de una minoría selecta, de una élite en un campo del saber, conlleva la responsabilidad de destacarse del común de los mortales, no por el simple prurito de considerarse superior a los demás, sino porque se ha demostrado que se ha “puesto la camiseta” y se ha “corrido la milla extra”, la cual siempre está hecha de arduo trabajo, tesonera constancia, fatigas sin cuento, horas robadas al sueño, sacrificios para sacar adelante una creación, una innovación, algo nunca visto. Toda universidad, en virtud de la finalidad que la sociedad le ha otorgado, educar en lo superior y para lo superior, está obligada a contar con cuerpos de élite: “Pero no en aquellos que quieren aprovechar una oportunidad institucional para hacer gala de lo que no son o nunca han sido, sino en aquellos que verdaderamente tienen el deseo de integrarse a un proyecto que principalmente requiere de la humildad, la sencillez y el compromiso que la sabiduría adquirida con esfuerzo y tesón, otorga y proporciona” (Coronado, 2013, p. 277).

Júnior o sénior: ¿Usted ha escuchado hablar o ha leído a los gurús de la guerra de civilizaciones o de la lucha de generaciones? Yo al menos sí. Y créanme que no deja de sorprenderme la seguridad sofística con la cual sostienen sus argumentos. Al menos en esta Universidad uno percibe un gran esfuerzo cotidiano y callado por lo contrario, un diálogo entre el experto y el no experto, entre los más jóvenes y los que ya peinan canas. Una conversación posibilitada por nuevas relaciones, no las asimétricas que se dan entre quienes saben y los que no saben, sino por el contrario, aquellas surgidas del considerarse pares en la búsqueda de la verdad. Si júnior es un profesional joven y, por tanto, con menos experiencia que otro, y un sénior es un profesional de mayor edad y, por tanto, de más experiencia que otro, es recomendable que las escuelas de pensamiento sean lugares de encuentro entre generaciones de jóvenes y veteranos profesores. Como lo aconseja Coronado (2013), “también es necesario aprovechar la experiencia de quienes la tienen y crear sinergia con el personal más joven para establecer una relación simbiótica que se constituya en la fuerza invisible motor de esas mentes inquietas y brillantes que harán de su proyecto de vida un constante repensar de la escuela, para darle forma, proyectarla y posicionarla” (p. 278). Conforme aumenta ese intercambio de experiencia, también puede hacerlo la creatividad. Se trata de darles a todos la oportunidad de trabajar en conjunto.

Obras de autor o expresiones colectivas: ¿quién en Colombia no ha escuchado desde niño la cantaleta de que la vida es para “sembrar un árbol, tener un hijo y/o escribir un libro”? Detrás de ella se esconde el normal anhelo inconsciente de trascendencia e inmortalidad, del ser fértiles y fructíferos en los años que la vida nos depare sobre esta tierra. Las escuelas de pensamiento existen cuando son fértiles, sus frutos son los que las hacen visibles, de lo contrario seguirán estando diseñadas en el papel. Como bien señala Berdugo (2013), “la escuela de pensamiento surge o se constituye con el fin de generar conocimiento, promover el estudio, la investigación de un fenómeno, de un problema, la enseñanza de una disciplina, de forma novedosa, diferente a la existente, a través del empleo, apropiación o construcción de teorías, categorías, enfoques teóricos y metodológicos” (p. 276). La universidad colombiana lo será tanto más cuanto trabaje denodadamente por seguir siendo fuente y no solamente reflejo de los saberes. Dime cuántas escuelas de pensamiento has creado y te diré qué tipo de universidad eres. En tal sentido seguirá siendo válido el que una escuela de pensamiento logra su consagración cuando posiciona en el campo intelectual autores, ya sea de forma individual o colectiva.

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