Una húmeda y cálida sensación la invadió piernas abajo.
—Estàs bé? —preguntó el abuelo preocupado.
—Sí, no —respondió ella, con cara constreñida.
—¡Tenías las perdices a tiro!
—Iaio, me duele —susurró la joven con cara lastimosa, y soltó el mosquete para salir dando cortos pasos, toda sofocada, bajándose los pantalones para esconderse tras un arbusto.
El abuelo quedó en silencio, con los labios estirados, perplejo, sin saber qué pasaba ni qué hacer. Tal vez le había sentado mal el desayuno a la niña, o alguna de las numerosas bayas y frutos silvestres que habían tragado recorriendo el monte. Un grito corto, de susto, surgió tras el arbusto seguido de extraños grititos y gemidos nerviosos. Alarmado como nunca, el anciano corrió a socorrer a su nieta sin dejar de llamarla, para quedar con la boca abierta.
—Tengo… Tengo sangre —murmuró ella con los dedos de las manos manchados de sangre y los pantalones por las rodillas.
Aquella fue la primera cacería de María con un arma de fuego, un día feliz que nunca olvidaría y no por las perdices que volaron, sino porque ese día conoció lo que era la menstruación. ¡Castigo de Dios! Y, por primera vez en su vida, echó de menos a su madre, a esa persona que la ayudara ante aquellos dolores de vientre que sentía, que le hablara de la sangre que manó de su intimidad. Sabía de la regla por los chismes de sus amigas pero nunca se la había imaginado así, tan dolorida, tan sucia.
No, no era lo que esperaba.
El abuelo, más apurado que nada, tremendamente sofocado, apenas pudo calmarla en aquella situación, sacándola un poco de la ignorancia y haciendo gala de la suya propia. Si bien, superado el susto inicial, comenzaba a mostrarse más preocupado por otros menesteres, pues por su cabezonería la había llevado de caza y ahora la tenía que regresar de tal guisa.
—No es nada, ya verás, tú tranquila, es cosa de mujeres, es normal. Vamos a casa y lo hablas con la tía Anna. No te preocupes: te lavas, unos paños y ya está. No se te ocurra decirle a tu padre que subimos al monte con el mosquete, y mucho menos que has disparado. Mejor le decimos que hemos estado paseando por la ermita de la Mare de Déu de Gràcia, a rezar… Eso igual no le enfada.
A pesar del sofoco, del dolor y de aquella inesperada sangría, María fue dichosa en aquel día. A su salida al monte y a los tiros con el mosquete se unía que… ¡Ya era toda una mujer! En casa, por vergüenza, nada comentó con su padre, ni con Juanito, ni tan siquiera con tía Anna, ni con nadie. ¿Qué decirles? ¿Cómo? Prefirió callar, ocultarlo y el abuelo, pues nada dijo.
Con el transcurso de las semanas, en casa parecía que había pasado la época de discusiones para Juanito y que ahora le tocaba el turno a María, pues siempre estaba la muchacha liada con su padre. No amanecía día que no tuvieran una u otra: que si bien por la ropa, las labores del hogar, los estudios, cuando no por su cabezonería en querer salir tanto de casa. Aun así, la muchacha siguió con las salidas al monte con el abuelo. En aquel otoño fue aprendiendo el arte de la caza, sus secretos y provechos; donde afinó, y mucho, la puntería. Escuchó nuevas fábulas al calor de una pequeña hoguera, almorzando pan y queso. Recorriendo los barrancos del río Millars y de la Serra d’Espadà fue conociendo las sendas, los árboles, las hierbas y los bichos, cobrando pieza a pieza, acompañada por ese amigo especial que había encontrado: el viejo mosquete del abuelo que tanto humo y ruido hacía y que bien morado le tenía el hombro con su brusco retroceso. Atrás quedaban los días de muñecas y tirachinas.
Aquel invierno también trajo algo nuevo para María o, mejor dicho, lo acrecentó: ese curioso interés por los chicos, por dejarse ver por la calle y en la plaza de la Vila; y, más aún, esa imperiosa atracción que sentía, en especial, por uno de los jóvenes del poble… o por varios, según el día y el estado de humor en que se encontraba. Entre las chicas, sus amigas Maribel y Rosita, vecinas de su misma edad, más o menos, sabían que ya era toda una mujer, pues estas cosas eran a menudo el tema principal de conversación entre las jóvenes féminas, cuando no los chismes sobre los chicos más guapos y fuertes o sobre el rarito del pueblo. Luego, tocaba misa y confesión. Aunque nada o bien poco contaban al cura con respecto de sus sueños húmedos, sobre los pecados lujuriosos cometidos con los dedos, aquellos con los que calmaban sus ardores. Maribel y Rosita, ante todo, eran buenas chicas, temerosas de Dios, y debían seguir siéndolo. No eran pelirrojas, sino morenas, así que no tenían excusa para hacer el mal. María, por su parte, observaba a menudo a sus amigas con cierta envidida, pues le parecía que lucían ya buenas «peras» y las suyas eran demasiado pequeñas en comparación.
En casa, solo el abuelo era consciente de que María ya no era una muchachita; bien sabía que era una joven deseosa por devorar el mundo. Pero eso fue hasta que el descuido, los dolores y la evidencia de las toallitas en su segundo periodo la delataron: tía Anna, avispada como era, no tardó en percatarse. Y todo acabó para la joven, pues ya no era niña, sino hembra. Se armó una buena discusión en el hogar, que continuaba día sí y día también. Su libertad se esfumó de pronto: apenas podía salir de casa y menos a cualquier hora o, simplemente, todas las horas eran inadecuadas para que una muchacha estuviera en la calle, y más si oscurecía. ¡Qué diría la gente! Y lo que era peor: ¡qué pensaría la gente! Tenía que cuidarse y más de los zagales que podrían rondarla, que nada bueno pretendían. Así se lo hacía entender tía Anna una y otra vez bajo la atenta mirada del señor Juan, ante la perplejidad de Juanito y la paciencia del abuelo, al que nada le gustaba aquella especie de continua reprimenda hacia su querida nieta.
—¡Ya está bien, hombre, dejad a la niña! —exclamó finalmente el abuelo.
—No, no està bé! —replicó el señor Juan, con cierto enfado.
—Solo es una cría, bien la conocen en el poble, nada le tiene que pasar. Además, es Navidad!
—¿Navidad? Estoy harto de tus tonterías con la chiquilla y de esas salidas al campo. ¿Acaso creéis que estoy tonto, que no me entero de nada? ¿Crees que no sé que le has enseñando a disparar el viejo mosquete? ¡Se acabó!
—No te pongas así. Estaba conmigo, ¡segura!
—¿Segura?
—¡Pues claro! Además, en el poble tampoco tiene que pasarle nada. Ya es mujer, sí, pero tampoco es para tanto. María es muy buena chica, decente, y no es tonta.
—Eso pensaba la Carmen de su hija, tan modosita y beata, y mira, en cuanto se han descuidado, el bombo que le ha hecho ese crápula, el hijo del Eladio, un desgraciat que no tiene donde caerse muerto —carcajeó tía Anna.
—No deberías decir esas cosas delante de María —expuso el señor Juan.
—Ya es una mujer, debe aprender.
—Precisamente tú no eres quién para dar lecciones —la regañó el abuelo.
—¿Qué dices? —saltó tía Anna, indignada.
—Ya está bien. Silencio los dos. María será una mujer, tal vez, pero para mí sigue siendo una niña, mi niña. No saldrás a la calle sola, se acabó el andar por ahí danzando como una cría.
—Si fuera un zagal, nadie me diría lo que tengo o dejo de hacer. Mirad Juanito, hace lo que quiere —sollozó María.
—No, no nos equivoquemos: no es por eso —replicó el señor Juan.
—¿No? —preguntó Anna, incordiante.
—O sí, vale, también. ¡Maldita sea! Pero la cuestión es que cada vez se ven más extraños, milicia y gentes de armas por las cercanías del poble. No debes salir de casa sola, y no es porque seas una chica, sino porque la guerra cada vez está más cerca. Ayer hubo una fuerte discusión en Ca la Vila y algunos vecinos salieron malparados, y en Nules y la Vall dicen que varios descerebrados se liaron a tiros. ¿Lo entiendes?
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