El señor Juan abandonó la gran ciudad de Madrid cuando su esposa, la señora Manuela, falleció. Allá, en los Madriles, todo le recordaba a ella, que de una mala tos se fue con Dios y solo le dejó para cuidar del bueno de Juanito y de la niña los peines, como llamaba a María en los tiempos felices, por esa rara afición que tenía de pequeñita por colocarse en el moño cuantas peinetas pillaba. Poco recordaba María de su madre: su hermosa sonrisa, una voz aguda y ese aroma nocturno a jazmín de cuando la acunaba en el balcón. Era muy niña cuando la desgracia se abatió en su hogar y sin madre ni rumbo la dejó. Tras las exequias, cuando el señor Juan regresó a Vila-real con su hijo y la pequeña María, le esperaban el abuelo Llorquet, convertido en un anciano gruñón, y su hermana, la tía Anna, sin más dote que su mal genio, una vieja casa a punto de caer en Onda y una pequeña huerta en un pinar olvidado al lado del convento del Carmen.
* * *
Aquella misma noche, María asomó a la cocina con una pequeña herida en la mano, se trataba de un corte de navaja hecho al afilar una estaca, esa que pretendía fijar como lanzadera de la red para cazar jilgueros. Se cruzó con Juanito, el cual salió de casa dando un fuerte portazo. El señor Juan, hombre serio de buen vestir y mejores maneras, con su estrecho bigote y monóculo, observaba consternado; anduvo rápidamente tras los pasos de su hijo y abrió la puerta haciéndose escuchar. Pero Juanito se alejó con dos mozos de apariencias altaneras calle abajo, sin hacerle caso alguno. Habían discutido de nuevo, algo que comenzaba a resultar frecuente y bastante incómodo para todos en casa; sería cosa de la edad del muchacho, que ya era todo un hombre, y en eso de descubrir mundo y buscarse un futuro que le agradara había salido a su padre.
El señor Juan agachó la cabeza, resopló, cerró la puerta y regresó a la cocina, donde tía Anna esperaba con los labios arrugados, los brazos en jarra y la cena preparada.
—El suquet se enfría —remugó ella.
—¿Has visto al niño? ¡Se ha ido de xulla con esos haraganes que tiene por amigos! ¡Y ya está! —soltó el señor Juan con enfado, recriminando tal acción.
—Ya no es tan niño —replicó tía Anna.
—Es el cumpleaños del hijo del… —fue a intervenir el abuelo, sentado a la mesa ante el plato de sopa humeante.
—Ya lo sé, pero habíamos quedado en ir de caza temprano.
—Sabes que no le gusta la caza, eso de pegar tiros no va con el muchacho. Juanito es más de picos pardos y un buen arado; además, tiene arte en eso de la costura, se le da bien el hilo y la aguja. ¿Por qué no le dejas ir a Valencia a aprender, tal cual desea? Hoy día, la costura no tiene por qué ser oficio de sarasas, hay grandes sastres —expuso el abuelo, troceando un buen mendrugo, sin dar más miga al asunto.
El señor Juan le miró por un instante, ciertamente consternado. Luego, apretó los labios y se sentó en una silla de anea ante la mesa, sin querer contestar.
María llegó en ese instante y se colocó junto al abuelo, con hambre.
—¿Y Juanito? ¿No quiere cenar? —preguntó inocente.
—Cenará fuera, con unos amigos —sonrió tía Anna.
El señor Juan comenzó a sorber la sopa, cucharada a cucharada, rumiando en su mente la decepción. ¿Cómo era posible que su hijo no quisiera acompañarle de cacería? Acababa de limpiar el viejo mosquete del abuelo, que parecía potente, muy potente, quería probarlo con él, llevarlo al monte de caza, debería estar contento. Muchas más cosas pensó sobre el muchacho, pero no dijo nada. Tal vez lo mejor sería descansar en su malsana obsesión por convertirle en un hombre probo y digno de Dios, pues parecía que se desviaba en demasía en temas más propios de mujeres que de hombres. Sopesó por unos momentos enviarle a un seminario, con el tío Pepe. Y negó con la cabeza: sabía que lo que debía hacer era dejarle volar. Al fin y al cabo, conocía a varios sastres y en nada les iba mal la vida, y bellas amantes tenían, además de esposa e hijos; no todos los costureros tenían que ser sarasas.
—Papá… —fue a hablar María.
El señor Juan miró a su hija.
—¡Calla y come! —le soltó con cara de mala leche—. En la mesa no se habla.
El suquet estaba muy bueno: caldo de pescado, aceite, ajo y pan.
—¿Saldrás de caza sin el muchacho? —preguntó el abuelo, terminada la sopa, retirando el plato hacia el centro de la mesa, tomando una manzana.
—Yo puedo acompañarte, papá —aseguró María, atrevida.
Si Juanito no quería ir, ella sí.
—¿Qué dices, María? —se sorprendió tía Anna.
—¿Por qué no? —insistió la joven, cuchara en mano.
—Porque no —respondió de inmediato su padre.
María quedó pensativa, arrugando el entrecejo, no comprendía aquella postura.
Tía Anna le soltó una colleja que la devolvió a la cruda realidad.
—¡Come! Y esta noche no te escapas de fregar los platos. Ja, mira con la niña los peines, pues no quiere ir al campo a pegar tiros.
—Dime, Anna, ¿por qué la niña quiere hacer cosas de hombres y el niño cosas propias de mujeres? —le preguntó el señor Juan con cierto enojo.
—Una buena vara de olivo te hace falta.
El abuelo miraba sin decir nada, comiendo la manzana.
—Demasiado consentidos los tienes —insistió tía Anna.
—¡Pero yo quiero ir contigo! —replicó María.
—Tú lo que tienes que hacer es ayudar a tu tía en las labores de casa y estudiar más; si no te gusta, a la huerta, a criar callos en las manos, que allí hay mucho que hacer. Y te tengo dicho que me hables en castellano, tienes que aprender la lengua del Imperio si un día quieres prosperar, llegar a ser alguien en sociedad. ¡Viajar! Si no la practicas asiduamente, no aprenderás nunca. ¿Y eso? ¿Qué te has hecho en la mano?
—No es nada.
—María —susurró el señor Juan, advirtiendo que no estaba para juegos.
—Es un pequeño corte que se hizo con las varas y los jilgueros —comentó el abuelo, quitando hierro al asunto.
—No es justo, quiero ir a cazar. Si Juanito puede, ¿por qué yo no? Me portaré bien, ya verás —lo volvió a intentar la joven.
El señor Juan tomó una manzana y la peló con la navaja, sin dejar de mirar a su hija de soslayo, y puso la fruta delante de ella. Las batallas de María con su padre, pues, no le resultaban a la jovencita tan productivas como las que la enfrentaban al abuelo; no había manera de vencer por más que lo intentara, ya pusiera ojitos, montara pucheros o un buen pollo.
—Hija, eres una señorita, una pequeña dama. ¿Cómo vas a ir al campo de caza? Deberías dejar volar esos pajaritos que tienes en la cabeza y centrarte más en las labores de casa, en ayudar a tu tía. Que, por cierto, ningún caso le haces. Ni cocinas ni limpias, pero bien que te comes los garbanzos que prepara y te vistes con los trapos que te lava y zurze. Mira que tienes ya una edad y aún no sabes ni freir un huevo. Eso no está bien —le recriminó el señor Juan.
—Pero…
—Anda, cómete la manzana y a la cama —le ordenó finalmente el señor Juan, y se volvió hacia el abuelo para señalarle con el dedo.
—¿Qué? —preguntó este al notarle, incluso, un poco sofocado.
—Tú, tú tienes la culpa. ¡Ya está bien! Tienes que dejar de salir al campo con ella… ¡A cazar! Así solo la convertirás en un marimacho con pantalones que nadie querrá como esposa. Para vestir santos se quedará, como su tía.
Tía Anna levantó una ceja al escucharle y resopló molesta.
—¿Qué? ¿Acaso no es verdad? Yo negociándole un buen marido a la niña y ella por ahí de correrías campestres, como si fuera un zagal —aseguró el señor Juan. Luego, se dirigió a su hija—. Si tu madre pudiera verte, toda una señora como era, una gran dama, pues vaya… ¡Menudo disgusto le darías!
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