Julio García - Socarrats

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María es una jovencita revoltosa, enamorada, que apenas está descubriendo los secretos de la pubertad cuando se ve 
sorprendida por los horrores de la guerra. Junto a su abuelo Llorquet, amigos y vecinos tratará de impedir por todos los medios que el temido conde de las Torres entre en el poble y lo asalte.Novela de ficción
inspirada en los hechos reales que acontecieron en el asalto de la noble villa de Vila-real el 12 de enero de 1706, durante la
Guerra de Sucesión Española, donde el autor imprime ese carácter y estilo propio, dinámico, con escenas fuertes, crudas, y con esos momentos dulces y bellos que caracterizan sus relatos."Esta historia nos traslada ante los avatares de una batalla heroica que marcó para siempre esta ciudad y su destino: el enfrentamiento de un pueblo contra un ejército".

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Aquellas palabras sorprendieron a María. No solo descubrió que su padre sabía que salía de caza con el abuelo, algo que tenía totalmente prohibido, sino también porque, aunque no era consciente de la magnitud del asunto, supo que se estaba concertando su boda. Quedó tan perpleja y espesa que, algo raro en ella, quedó muda. Fue a decir… Pero no, se levantó, despacio, salió de la cocina y subió las estrechas escaleras que la llevaban a su habitación sin decir palabra alguna.

—Ya se fue sin fregar —remugó tía Anna.

—Dime, hijo, ¿le estás buscando marido a la niña fuera del poble? —preguntó el abuelo, perplejo, recorriendo la cocina hasta la boca de la chimenea.

—¿A qué viene esa pregunta ahora?

—Tu interés en que aprenda castellano y siempre le hablas de viajar.

—Lo tengo comentado con unos conocidos de Madrid. Son íntimos amigos del tío Pepe, es suya la recomendación; se trata de un buen muchacho, de familia noble, de saberes, cultos y respetados. Y adinerados, que bien importante es.

—¿La vas a enviar del poble? —interrumpió el abuelo, disconforme.

—Eso no es cosa suya, padre.

—¿No habrá un marido decente aquí para María que la tienes que alejar de nosotros? —replicó tía Anna.

—¿Un marido decente? Pero ¿quién ha de querer en el poble a una Llorqueta pelirroja y de malas costumbres en su familia? ¿Acaso quieres que acabe con un cualquiera, sin dote ni señorío? ¿O que acabe como tú… convirtiéndose en una solterona que vive con su hermano, aguantando al ganso de su padre y las tonterías de sus sobrinos?

—Mejor se quedaría la niña aquí con su familia, solterona como su tía, con quienes la aman en verdad, antes de irse prometida con quien no conoce. ¡Y tan lejos! —respondió tía Anna, limpiando la mesa con mala gana.

—Juan, no mandes a la niña fuera, le buscaremos un buen novio en el poble —le pidió el abuelo—. Ya verás que sí. Y piensa que si hoy eres un hombre de respeto en el pueblo, tal vez sea por lo que tu padre se esforzó para ello, ese ganso que dices, que sin nada se quedó trabajando y pagando los viajes y estudios de su hijo.

—¡Ah! Me voy a dormir, estoy cansado y no tengo ganas de discutir —replicó el señor Juan, y se alzó de la mesa.

—Anda, ve y descansa un poco, a ver si se te aclaran las ideas, esas ideas tan tontas. ¡Mandar a la niña fuera! ¡A Madrid! ¿Será posible? Yo esperaré a Juanito —le dijo tía Anna.

—¿Irás de caza? —preguntó el abuelo en alto.

—¡No! —respondió el señor Juan conforme salía de la cocina.

Serían las seis de la madrugada, a la tenue luz de una vela, cuando una mano comenzó a ladear el hombro de María, una y otra vez. Adormilada, la joven alcanzó a soltar unos decires incomprensibles y se dio la vuelta, tapándose con la manta por encima de la cabeza.

—¿Vienes de caza o no? —escuchó a la oreja.

Sus ojos se abrieron hasta el infinito, volvió la cabeza y allí estaba, en pie, su abuelo, vestido de cazador, con el viejo mosquete y el zurrón al hombro.

—La leche está caliente, en la cocina. No hagas ruido o tu padre se despertará y, entonces, adiós a la cacería.

De un salto, María abandonó la cama y tomó ropa del armario, la que usaba para ir al monte. Se vistió rápidamente con ese pantalón roído, una camisa que le quedaba grande, un jersey de gruesa lana y un viejo chaquetón. Después, se calzó sus viejas botas de piel de conejo, a la pata coja. Al momento, salió de la habitación vestida y compuesta, con la cara sonriente, y bajó con sigilo las escaleras, seguida del abuelo, en busca del baño y la cocina.

Fue maravilloso, como todos los días que salía fuera de casa, de aquellas cuatro paredes en las que la quería tener confinada su padre, y más grande le parecía la aventura si se alejaba algo del poble. Para ella, lo de menos era la caza. ¿Qué caza, si nunca abatía pieza alguna? Ella disfrutaba por el mero hecho de salir a trotar por el monte, notar el aroma del rocío tempranero, del romero y el tomillo; por ver los pájaros, escuchar sus cantos y, de vez en cuando, ver algún conejo o un zorro cruzarse en una cañada, cuando no una bandada de perdices salir volando. Y lo más importante: el esmorzar. Mientras tragaba queso, embutido y pan, con el hambre que desataba el madrugón y la marcha, reía escuchando con interés todo lo que comentaba su abuelo, el cual sabía tanto de bichos que la dejaba con la boca abierta: «Si te cae la escupiñá de un sapo, te quedas calva…». A la muchacha le encantaban las fábulas y leyendas que le narraba con tanto ardor, en especial aquella del canto del cisne: morir de amor expirando una canción; o la del zorro y la liebre, que tanto le hacía reflexionar: «Anda con cuidado con quién te invita a cenar, no sea que resultes ser la cena». Arrugaba el entrecejo cuando le hablaba del escurçó que se moría de frío y del labrador que lo salvó, dándole calor, y aun así, le picó: «Soy una víbora; sabías, pues, que soy venenosa y mortal». Aprendía cuando escuchaba la fábula de la rana y del escorpión cruzando el río: la generosidad no siempre es correspondida y, a menudo, por naturaleza, sin maldad, resulta fatal por necesidad. Pero si había una historia que le producía repelús era aquella de la serpiente peluda que se alimentaba de la leche materna a través del engaño, esa bicha que mordía el pezón de una mamá dormida mientras colocaba la cola en la boca del bebé para que este no llorara; así comprendió cómo se pudren las encías en tantos niños y el porqué los dientes se hacen negros y caen.

Las historias de bichos estaban muy bien, tal cual el almuerzo en el río y la caminata por los senderos del bosque, pero aquel día, para alegría de María, sin apenas creerlo, aprendió el uso del mosquete, a preparar el tiro y disparar, cargando la pólvora, metiendo el plomo y dando fuego al percutor. La joven caía a tierra, de culo, con el retroceso de cada tiro y se levantaba remugando, estirando el dolorido brazo, feliz ante las risas de su querido abuelo. Aunque ella insistía una y otra vez, no acertaba a nada y quedaba mirando la presa huir o volar sin dejar de mascullar palabras vanas malsonantes, aunque en esto último siempre fue buena.

A pesar de conocerla muy bien, el abuelo quedó impactado del esfuerzo que hacía su nieta por aparentar y ser. Hacía un frío terrible, del carajo y algo más, pero ella parecía sufrir calor de lo sobrada que andaba; las sendas espinosas del valle de secano, donde abundaban las aliagas, eran anchos caminos para la muchacha. Nada le parecía duro, ni una sola queja, todo era actitud y sacrificio. No podía decepcionar a su abuelo, pues la llevaba al monte a pesar de los dictados de su padre, a pesar de ser una chica, y eso significaba mucho para ella, más cuando la mayoría de sus amigas y vecinas no sabían lo que era ir más allá de la muralla de la villa, pues llevaban una vida en la cocina entre guisos y escobas, en la huerta liadas con las malas hierbas o zurciendo calzones y calcetines.

Llegados a un estrecho recodo de la senda que daba al río, hallaron un grupo de perdices picoteando alrededor de unas matas de carrasco. Se acercaron con cautela para no asustarlas y se colocaron de cuclillas junto a un madroño. El abuelo le cedió el mosquete con una grata sonrisa de aprobación. Ella engrandeció los ojos y tomó el arma; con una sonrisa y la lengua asomando entre los labios, apuntó detenidamente a una de las pedices, la que le pareció más gorda. Entonces, de pronto, un fuerte dolor la hizo gemir y alzarse entrecortada, doblada como una espiga, con la mano en el vientre; se ladeó indispuesta, con la cara blanca, y quedó sentada sobre una roca.

Las perdices volaron.

¿Qué le estaba pasando?

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