SOCARRATS
JULIO GARCÍA ROBLES
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamiento en un sistema informático, ni su transmisión por cualquier procedimiento o medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro o por otros medios, sin permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra».
Socarrats
© Del texto: Julio García Robles
© De esta edición: Editorial Sargantana, 2019
Email: info@editorialsargantana.com
www.editorialsargantana.com
Primera edición: Septiembre, 2019
Impreso en España
Los papeles que usamos son ecológicos, libres de cloro y proceden de bosques gestionados de manera eficiente
ISBN: 978-84-17731-24-3
Depósito legal: V-1955-2019
La novela histórica es un género con gran predicamento entre el público lector. Resulta evidente que tiene la virtud de acercar la historia al gran público que nunca leería un libro escrito por un historiador. Para el autor, sin embargo, no resulta un género fácil. Fabular con personajes históricos y en situaciones que tuvieron lugar en el pasado plantea notables riesgos, a no ser que se trate de novelas fantásticas ambientadas en siglos atrás; en ese caso, se puede hacer convivir a dragones con personas y todo está permitido. Si la novela histórica se centra en hechos del pasado controvertidos, que siguen a día de hoy generando suspicacias y enfrentamientos dialécticos, como es el caso que nos ocupa, el atrevimiento del autor es aún mayor. Si, además, se sitúa la acción en tu propia ciudad, entonces el grado de osadía del escritor es ya superlativo.
Todos estos ingredientes los tenemos en Socarrats. El día de la ignominia. La acción discurre a partir de las vivencias de un grupo de vecinos de Vila-real en los días previos al asalto de la villa por las tropas del conde de las Torres, defensoras de la causa del rey Felipe V, el primer borbón en el trono de los Reyes Católicos. Los hechos, más o menos, son conocidos por buena parte de los lectores que se acercarán a esta novela: la resistencia de la población de Vila-real a abrir las puertas a las tropas acabaría, después de un combate desigual, con la vida de casi trescientos vecinos y la quema parcial de la villa.
Tras la lectura, cada cual podrá seguir teniendo su propia visión, si la tenía ya previamente, de lo que supuso aquella guerra europea conocida como Guerra de Sucesión española. Pero, seguramente, también reconocerá la agilidad narrativa del autor para llevar hasta el final la acción; la habilidad para hacernos empatizar con una población civil que vio su pacífica vida interrumpida abruptamente por una guerra que le era ajena; la sutileza para hacer de esta novela algo más que el relato novelado de unos hechos históricos, porque, efectivamente, la historia que nos trae Julio García Robles nos conduce a reflexionar, una vez más (nunca es suficiente), sobre la naturaleza de las guerras. Ninguna guerra está destinada a ser justa o injusta; ninguna guerra está destinada a ser ganada o perdida. Toda guerra no tiene otro destino que perdurar la anterior, hasta convertirse en un ciclo sin fin que nos demuestra la estupidez humana y la hegemonía de la lógica de la violencia sobre la de la razón y el diálogo a través de los siglos.
Esta es, en suma, una historia de sacrificio, el de aquellos que lucharon por su familia, por su casa, por su tierra, frente a un enemigo depredador guiado por hombres cegados por su ambición y faltos del más mínimo sentido de la humanidad, virtud que desaparece en cuanto la guerra se adueña del escenario y convierte a los hombres en lobos para otros hombres. Y esta es, definitivamente, una historia sobre los hombres y mujeres de Vila-real que, en un enero de aquel ya lejano 1706, pusieron por encima de todo su dignidad, un valor que ninguna ignominia podrá nunca devaluar.
Eduardo Pérez Arribas,
profesor de Geografía e Historia del IES Francesc Tàrrega.
«… y no había camino, ni encrucijada, ni árboles solitarios donde todos los días no se hallasen cadáveres colgados de sus ramas por el encono de los botiflers, llamados así los partidarios al rey Felipe; y de los maulets, adictos al archiduque Carlos. Intolerantes y ensangrentados, como todos los partidos de opiniones exageradas, grabaron sus principios políticos sobre el pecho de sus enemigos con las armas de los asesinos, y levantaron sus respectivas banderas manchadas con la sangre de los justos, a cuya sombra se invocaba el trono de su rey por una parte, y los derechos de un pretendiente por otra, devorando las riquezas del país, proclamando uno y el otro la justicia, señalando el asesinato de los pueblos como el sello de un martirio en aras de un rey que les arrebataba sus fueros, y ante las tumbas que otro príncipe abría para subir a un trono donde se sentó Carlos I. Se improvisaron fortunas colosales y todo era lícito para la ambición. La rapiña de los funcionarios públicos, el escandaloso desprecio de la justicia y el insultante boato de los que manejaban los caudales de la nación hacían creer que el país era un patrimonio destinado a unos pocos, como premio por sus furiosas declamaciones contra la Casa de Borbón o la de Austria. El poder y las riquezas se transferían de unos a otros según las alternativas que ofrecía la lucha de los dos partidos, tan ciegos como fanáticos y tan perjudiciales a sus principios como fatales para el país que por desgracia era víctima de su encono».
Historia de la ciudad y Reino de Valencia,
Vicente Boix, 1803
Capítulo 1
2 de octubre de 1700,
Palacio Real de Su Majestad el Rey de España.
Postrado en su lecho, un joven y a la par envejecido Carlos II dictaba su testamento de forma melancólica, a la luz de una vela, frente a sus consejeros de confianza y al escribano real, el cual, con gran interés, plasmaba sus palabras sobre aquel pergamino de lustroso papel, con pluma de cisne y tinta negra de nuez de agalla.
«Reconociendo, conforme a diversas consultas del Ministro de Estado y Justicia, que la razón en que se funda la renuncia de las señoras doña Ana y doña María Teresa a la sucesión de estos reinos fue evitar el perjuicio de unirse a la Corona de Francia; y reconociendo que, viniendo a cesar este motivo fundamental, subsiste el derecho de sucesión en el pariente más inmediato, conforme a las leyes de estos reinos, y que hoy se verifica este caso en el hijo segundo del Delfín de Francia: declaro ser mi sucesor al duque de Anjou y como tal, le llamo a la sucesión de todos mis reinos y señoríos, sin excepción de ninguna parte de ellos. Mando y ordeno a mis súbditos y vasallos que, en el caso de que Dios me lleve sin más sucesión, le tengan y reconozcan por su rey y señor natural y se le dé, sin la menor dilación, la posesión actual, precediendo el juramento que debe hacer de observar las leyes, fueros y costumbres de dichos mis reinos y señoríos».
Apenas terminó el escribano de plasmar aquellas palabras, el rey miró entorno suyo, como quien no mira a nadie, de forma indiferente; se alzó del lecho, anduvo titubeante y se sentó ante la mesa del escribano, soltó una ventosidad y un pequeño gemido, tomó entre sus dedos aquella pluma y la mojó en el tintero para esbozar su marca, y cuñó el documento con el sello real. Después, anduvo hasta la palangana, la desplazó a un lado, recogió un orinal y lo posó sobre una silla. Allí mismo defecó. Y se alargó por un buen tiempo mientras sus súbditos esperaban pacientes con la cabeza agachada o mirando de lado, evitando observarle, soportando el hedor. Regresó al lecho sin más palabras ni poder enderezar el cuerpo.
Читать дальше