Antonio Escohotado - Sesenta semanas en el trópico

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Sesenta semanas en el trópico: краткое содержание, описание и аннотация

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Pero seguir amando, más cada día, es lo único que consuela Hay trece horas de avión por delante, desde el ascua de luz parisina que vamos dejando atrás hasta los paisajes ignorados de Tailandia. Llevo el corazón muy maltrecho. Hace medio año me separé de una mujer a quien había prometido no dejar nunca. Antes de confesarle que hice un hijo con otra huyo a la cara opuesta del mundo, para no asistir al dolor causado por la confesión en mi antigua casa, un dolor que me resulta insufrible, desmedido, monstruoso. Tengo razones para romper ese matrimonio, desde luego, pero nada cambiará que podía haberme sacrificado y no lo hice. Es algo que repite el ánimo cada mañana cuando despierto, percibiendo el atardecer avanzado de la vida como una navegación diametralmente distinta de la previa. Siempre recorrí el filo de la navaja, guardado por una alegría estoica que repartía suerte en los peores percances. La propia estima quedó enganchada al dar el último salto, y ahora toca seguir con pasiones que gobiernan mezquinamente, como el metabolismo.

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Tras recorrer la lonja con cierto detenimiento, no diviso cámaras refrigeradoras. Sólo he visto neveras industriales en pequeños súpers de los caminos (donde se juntan pollos con palitos de merluza y sorbetes), y prometo no volver a pisar el mercado de Nathon. Adiós al segundo par de alpargatas, cuyo esparto topó con su resbaladizo suelo.

20/9

Horas después de cenar en el Eddie's, donde hacen una pasable cocina local, ensayamos dos drogas de diseño. Ellos una pequeña dosis de 2-CT7, regalo de Shulgin cuando nos vimos la última vez, y yo MDA en una dosis prudente (100 mg). Pero ni la dosis de ellos ni la mía —que debió completarse 'con cafeína— daban para despegar, con lo cual acabamos comprendiendo que no habría viaje en sentido estricto, sino un amable simulacro de lo que Jünger llama «acercamiento». Paseamos semidesnudos por el jardín, refrescados por una fina lluvia; yo rodé como una croqueta sobre la hierba (para probar que no había allí bichos molestos, como temían mis amigos), y los mosquitos ni nos rozaron.

Tras recogernos dentro, porque en la terraza sí comenzaron a zumbar, lo que teníamos sobre la mesa era Le Monde Diplomatique , levemente tocado por irradiaciones visionarias. Ahí estaba la forma actualizada del Komintern, que en vez de internacionalismo proletario preconiza una estrategia antiglobalización. I. Ramonet, su director, es un veterano militante anticapitalista que fundó con otros colegas el colectivo ATTAC, una asociación orientada a aprobar internacionalmente cierta tarifa sobre movimientos especulativos. Se trata de la tasa llamada Tobin —cuya viabilidad estudió James Tobin, premio Nobel de Economía hace décadas—, si bien Guillermo bucea en Internet y encontramos de inmediato una entrevista concedida por Tobin a Der Spiegel , donde lamenta la desinformación que llevó a instrumentalizar su criatura. Según él, el mundo ha cambiado demasiado para que su antigua propuesta sea viable sin graves inconvenientes, y menos aún en los términos preconizados por ATTAC. Ante todo, le parece «anacrónico» que se esgrima como caballo de batalla contra el capitalismo transnacional un medio diseñado para amortiguar sus periódicas crisis.

Pero anacronismo es quizás lo que aqueja primariamente al antiglobal, cuya oposición al librecambismo coincide en la práctica con intereses de multinacionales como las de alimentación, favorecidas de manera extraordinaria por aranceles que gravan la exportación agrícola de países poco desarrollados. Una amarga ironía es que su anticapitalismo coincida con la política comercial de Carrefour y United Fruit, por ejemplo. Las multinacionales son para ATTAC el corazón del mal contemporáneo, aunque sólo se sostengan gracias a la buena gestión de cierto patrimonio inicial (en otro caso quiebran o cambian de manos), y aunque den empleo a cientos de millones de personas. Por razones no bien explicadas, parece que las empresas deben ser locales, o cuando mucho nacionales. Si su eficiencia les permite ampliar mercado pasan de simples comercios a enemigos del género humano.

21/9

Causas de la pobreza y la riqueza. Darle vueltas al tema del año sabático —al fin y al cabo una simple formalidad administrativa— puede considerarse un antídoto para la zozobra del ánimo. Pero me mueve también la ambición de encontrar razones y datos útiles para los jóvenes. Formados desde la primera infancia por pantallas de televisión, y cada vez menos leídos (por no decir que analfabetos funcionales), necesitan un concepto tan distante como sea posible del conformismo y el sectarismo. Si pusiese mis vísceras a la vista exclamaría: Sed revolucionarios sin preconizar incoherencias, afanaos en cualquier revolución que no sea regresiva; reconoced la espontaneidad de la naturaleza, y confiad en la libertad humana como cauce primario para mejorar nuestra suerte. Mucho mejor que confiaros a tutelas dirigistas, delegando vuestra responsabilidad en timoneles mesiánicos, defended unas reglas de juego que creen libertad en vez de recortarla .

Las declaraciones enfáticas se exponen en cursiva. Aunque no sea conservador, ni en el pasado lo fuese, debo reconocer que la mayoría de mis ideas revolucionarias concretas (cambiar radicalmente esto o lo otro, de tal o cual manera) acabaron revelándose triviales o desinformadas. Sólo una suma de tiempo bastante y buena fe enseñan en qué medida la pretensión de retroceder hasta el principio, transformando de arriba abajo tal o cual resultado evolutivo, delata algún sesgo simplista. Pero esto no habilita para ignorar las posibilidades incumplidas por cada presente. Al contrario, quien venere la conservación vivirá entre el pavor y la ceguera. Liberal, libertario, ácrata, anarcocapitalista, revolucionario sin insensatez o crueldad... Hay muchas palabras para quienes prefieren ir con la evolución a frenarla por motivos pusilánimes, o inventársela a sangre y fuego como si fuesen demiurgos. Hayek atribuye a esta actitud «afición por lo vivo y natural, amor a todo lo que sea desarrollo libre y espontáneo». He ahí un talante no reñido con la prudencia que siempre inspira cultivar el conocimiento. Y he ahí algo transmisible a las nuevas generaciones.

El joven es capaz de plantearse qué hacer, e incluso de ponerse a hacerlo, porque sólo él dispone de aquella flexibilidad necesaria para iniciar e interrumpir. Lo activo predomina en él sobre lo contemplativo, condicionando cierto déficit de lucidez compensado por un superávit de ímpetu. A diferencia de adultos y viejos, que fingen con mayor o menor amabilidad escuchar, el joven escucha. Le va la vida en ello, porque ignora a menudo hacia dónde ir. Entre los quince y los veinte años ¿no hemos pasado todos por maratonianas conversaciones con los amigos, descubriendo lecturas, creencias y proyectos? Fue entonces cuando decidimos ser tal o cual cosa, aunque la herencia inclinase sutilmente los dados de cada apuesta.

22/9

Un conato de costumbre lleva cada atardecer al embarcadero de Mae Nam, la aldea más próxima, donde acuden un transbordador y varias lanchas rápidas con destino a Koh Phangan. Está casi en el extremo de una playa poco convexa, con una franja de arena variable según las mareas aunque estrecha, que se hunde rápidamente al entrar en contacto con el agua. No habrá ni dos metros haciendo pie, y una brisa sostenida encrespa sus oscuras aguas. Dejo la moto o coche alquilados muy cerca, me doy un chapuzón largo, nadando con toda la energía disponible, y recobro fuerzas con unos anacardos thai style . Como se sirven rehogados en aceite (por desgracia de coco), lo habitual es acompañarlos con un platillo de cebolleta y chile muy picados, que a veces se incorpora al plato. Pido que sirvan estos ingredientes aparte, para no padecer excesos de chile. Y si la cantidad de cebolleta es suficiente, cada cucharada de fruto seco resulta deliciosa.

El bar tiene una terraza que da al mar. Mirando hacia la izquierda hay dos o tres kilómetros de playa, jalonada por palmeras y almendros. El sol ya no toca esa zona, sino que se concentra en lo que hay mirando al frente: la abrupta y selvática mole de Koh Phangan. Embarcaciones de vela y motor surcan el estrecho. Llevo algunas tardes viniendo con un libro, el spray antimosquitos y una muda de bañador. A última hora, dado el pintoresco servicio del sitio (donde coexisten un teléfono de ducha para quitarse el agua salada con dos urinarios), suelo optar por enrollarme un pareo. El crepúsculo dura poco, de manera que cuando la lectura empieza a ser sabrosa se sume en tinieblas. Unos escasos foráneos —alguna pareja de mujeres, familias con niños, mochileros que van o vienen de Koh Phangan, robustos submarinistas de dos escuelas próximas— forman la clientela. Guisar está a cargo de mujeres, pero el servicio de mesas se lo rotan dos travestis que nunca aparecen con atuendo y maquillaje femenino. Son varones vestidos de varones, aunque eso mismo les haga más anómalos. El hecho de no disfrazar su vocación —«arreglándose» femenina o masculinamente— indica hasta qué punto son normales para el resto de los thai. Por lo demás, resultan atentos e inusualmente eficaces a la hora de cumplir comandas, algo que suele atragantarse a casi todos los camareros de sitios baratos, e incluso caros. Al tercer día me preguntan de entrada:

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