El diálogo del poeta con la Naturaleza avanza en dos sentidos contrapuestos: Para hablar de sí mismo, utiliza imágenes que provienen de la Naturaleza; para hablar de la Naturaleza, utiliza imágenes que provienen de otro campo semántico, particularmente del comportamiento humano. José Juan Tablada escribe el siguiente haikú:
¡Del verano, roja y fría
carcajada,
rebanada
de sandía!
El hombre anima a la Naturaleza, la dota de atributos humanos, le otorga carácter, temperamento, personalidad, emociones, sentimientos, pensamientos, habilidades, gestos, lenguaje, para que la Naturaleza hable y entonces podamos, por fin, entenderla.
A continuación, comparto dos poemas de mi autoría que dialogan con la Naturaleza. El primero es una prosa poética en la que las imágenes de los fenómenos naturales y sus acciones sirven para describir los estados anímicos humanos. El segundo es un poema dedicado a la luz, ese fenómeno natural al que he animado con cualidades humanas; en los dos textos hay tal entrelazamiento de los campos semánticos que ya no pueden existir el uno sin el otro.
Te preguntas por qué bautizan a los huracanes con nombres de personas: Gilberto, Paulina. Después recuerdas el día aquel, no muy lejano, en que arrasaste puerto conocido, rompiendo sus pequeñas embarcaciones, tirando sus refugios, deslavando sus ilusiones, sepultando sus sueños. Y cómo después, arrepentida, lloraste durante varios días, sin que nadie pudiera consolarte, toda tú convertida en tormenta tropical.
La luz
Viaja la luz por su centro disperso,
reconoce su alma de partícula,
su crepitar silente, inobservable,
su adentro de fotones confundidos.
Se desliza en mi hombro y en mi mano
con pundonor de hormiga,
desteje en amarillo los hilos de mi suéter,
todo lo abusa, luz, homóloga al poema,
su bullanga de miel lo lame y lo seduce.
Bufanda atrabancada
se escapa por debajo de la puerta,
engaña al piso con su aceite tibio,
finge ser aire y polvo sobre el aire,
dice venir del sol
y viene, es la verdad
del furioso aletear
de su propio bramido.
Hórreo de granos impalpables
gravita, carga, se abandona,
yace intensa en la superficie del acero
y encuentra la supremacía
en la copa de árbol incendiado.
Llaga vieja, pasión sobre las calles,
aliento al mediodía se multiplica,
vuelve todo llanura, invocación, espejo.
Danza de estrella
se pierde en la ciudad,
maraña clara o laberinto
esculpe las ventanas
con su barniz de agua.
Yo escucho su blasfemia,
su dentera de ser como la fuente,
de andar desordenada por los camellones,
escucho al aire y sé que es la luz
que da vuelta a la esquina con vehemencia.
Se jacta, viciosa y libertina
de la tarde y su atavío inútil,
tan pasado de moda, tan ruinoso,
de la estación del tren entre la sombra,
del barco que se queja,
del veredicto serio de las horas.
Tuerce, extravía, lesiona los minutos,
se prende emocionada
de la última teja,
rasguña los tinacos,
suplica y se rebela,
llama al reloj “añejo, vetusto, carcamal”.
La lluvia de la noche
laquea los edificios
pero ella se emancipa con una carcajada,
pinta su rostro
de anuncio luminoso,
se desmiembra en las casas
bajo pantallas tenues,
se cuela por los cuerpos,
los toca y acicala,
los esculpe en arena,
los derrumba.
Vuelve a su viaje interno,
a su sabiduría,
a su propio y circular oráculo.
Y yo que miro todo esto
no la veo.
En un sentido o en otro, nuestro diálogo con la Naturaleza muestra el profundo sentido de desprotección, la orfandad que nos caracteriza como especie consciente de su irrevocable destino y la rendición necesaria ante las leyes cósmicas que nos incluyen, o bien, el denodado esfuerzo de negarlo. El arte en general, y la poesía como una de sus manifestaciones, son la expresión más legible de esa lucha pasional, el lugar común que todos habitamos.
CAPÍTULO 2
Literatura: fértil vientre contra el ecocidio y el olvido
Javier Reyes Ruiz
El estallido de la actual crisis civilizatoria ha provocado que perdiéramos, especialmente a partir del siglo xx, la confianza en el destino. “El navío Tierra navega entre la noche y las tinieblas”, dice Edgar Morin (1999). En el contexto de un indispensable cambio de época, requerimos recuperar el sentido de la utopía (en cuya esencia está la convicción de que es necesario construir un mundo distinto), no sólo para reconectarnos con los sueños colectivos, sino para retomar lo que hemos ido perdiendo en las últimas décadas: razón y rumbo. Es posible prever que las utopías del siglo xxi estarán marcadas por la insurrección de la espiritualidad y las emociones, no para arrinconar a la razón, sino para ponerla en equilibrio. Y a diferencia de siglos pasados, frente al extendido deterioro ambiental de la biósfera, las utopías de hoy no podrán ignorar el papel protagónico que juega la Vida, esa bondad suprema, como la llamaba Xavier Villaurrutia, que es la que permite que el mundo sea el mundo. Y en este contexto, la literatura se conecta no sólo como territorio en el que se debaten las utopías, sino como espacio en el que se describe y analizan las virtudes y las profundas contradicciones de las sociedades humanas.
Jaime Labastida inicia uno de sus libros (2015: 15) expresando que cuando el humano adquirió el lenguaje articulado empezó a “hablar(se) a sí mismo para edificar el amor, comprender el sueño y luchar contra la muerte”. Miles de años después seguimos con esos viejos empeños, pero nuevas circunstancias nos obligan a darle prioridad al enfrentamiento con la muerte, es decir, a apostar por la vida. Y en tal sentido, hoy resulta impostergable que la literatura, esa creación profundamente humana, se levante como voz y como arma, sin perder la belleza y la verdad como parte de su esencia, para edificar un proyecto civilizatorio que sintonice menos con la muerte.
¿Cuál es la función de la literatura en un mundo en el que pareciera que la vida ya no es una prioridad? ¿Siguen siendo útiles las obras literarias, en medio de una realidad cargada de sin sentido humano y deterioro ecológico? ¿No sería mejor salir a sembrar un árbol o limpiar un río que aposentarse a leer un libro?
Este capítulo parte de la premisa de que la literatura sigue plenamente vigente como compleja expresión humana, no sólo porque el ejercicio de escribir y de leer permite continuar la saga de descubrimientos del sentido de la vida, sino porque impulsa la invención y los sueños. Por eso no basta con salir a sembrar árboles o limpiar ríos, es indispensable escarbar en nuestra interioridad, reconstruirnos permanentemente en los otros, reubicar nuestra presencia humana en el seno de la naturaleza que también somos; y en este trayecto la literatura es un motor fundamental, sobre todo aquella que es optimista pero no ingenua, que sin perder la capacidad de denuncia, sea franca partidaria de la esencia de la vida.
Aunque la literatura ha sido siempre una madeja de posibilidades y propósitos, destaca que se convirtió también una lograda forma en que el humano ha conseguido atrapar el tiempo vivo de cada época. Es por ello que frente a la crisis que enfrentamos la literatura puede brindar múltiples contribuciones. Voy a referirme sólo a dos de ellas: su aporte al entendimiento de la vida y su colaboración para crear y arraigarnos en territorios que le dan sentido al ser y estar en el mundo.
1 1. La primera se refiere a que aporta una mayor comprensión sobre la vida y sus posibilidades. Con la literatura hemos aprendido que la vida es mucho más profunda y compleja que el inconmensurable latido de la biósfera. Hoy estaríamos muy limitados en la comprensión del significado y la complejidad de la vida sin los aportes de los enormes naturalistas y biólogos como Van Leeuwenhoek, Charles Darwin, Hans Sloane, Paul Ehrlich, Jared Diamond, entre tantos otros. Pero también sabríamos mucho menos de la esencia de la vida sin Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Pessoa, Nabokov, Neruda, Borges, por citar unos entre miles.
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