Ana Patricia Noguera de Echeverri - La vida como centro - arte y educación ambiental

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Este libro va a contracorriente de los discursos catastrofistas con los que frecuentemente se asocia a la educación ambiental, pues apuesta por la renovación discursiva y el diálogo interdisciplinar para encarar el panorama devastador. Los autores de esta obra consideran que un acercamiento a la Naturaleza desde el arte permite una concientización social más profunda y perdurable al no estar restringido a procesos puramente racionales.
El arte, con su capacidad fabuladora nutrida de realidad, ofrece un asidero vital para los procesos educativos, especialmente en tiempos de crisis. Además posee, como afirma Alberto Ruy Sánchez, una calidad de afirmación esencial y una fuerza inédita para la sensibilización ante las amenazas ambientales.
Los autores, más inquietos por ver el alba que por el asomo del crepúsculo, asumen que el mundo, a pesar de todo, sigue exudando sonidos y colores que nos iluminan la memoria y nos permiten ilusionarnos con mejores presagios.

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Un amigo platica la siguiente anécdota: cuando sus padres lo llevaron por primera vez a la costa, siendo un niño pequeño, al descubrir la inmensidad del mar, exclamó emocionado: “Mamá, ayúdame a mirar”. El ser humano será siempre ese niño inerme, desprovisto de recursos, armado sólo con su poesía para entender lo que sus sentidos le aportan cuando de la Naturaleza se trata.

En el arte, hay quienes se han obsesionado con un tema y han logrado comunicar a los demás mortales el carácter sagrado de un fenómeno. El pintor inglés William Turner dedicó su vida a pintar la luz. Los cielos de sus óleos y acuarelas doblegan nuestro espíritu como si estuviéramos ante un amanecer real. Es cuando nos sorprendemos del talento de ciertos seres privilegiados que son capaces de tales creaciones reservadas a los dioses. Los pintores impresionistas, como Claude Monet y Camille Pissarro, lograron reproducir, no el paisaje real, sino la vibración emotiva que él comunica, creando una técnica que revela la impresión subjetiva de lo mirado por el hombre. Desde las escenas bucólicas del Renacimiento hasta los paisajes mexicanos de José María Velasco y Dr. Atl en los siglos xix y xx, la pintura del paisaje reproduce una indecible felicidad una y otra vez visitada por los seres humanos.

Ahora bien, si la Naturaleza es, para el ser humano, ese objeto de respeto y devoción que la ha llevado a colocarse como el tema más visitado en el arte, el mayor de sus lugares comunes; si todo humano quiere pronunciarla, compartirla, registrarla, reproducirla, venerarla y exaltarla, ¿por qué la destruimos?, ¿por qué estamos acabando con ella? Además de admirarla, el ser humano ha tratado de controlarla imaginariamente a través de sus creaciones como si en ellas pudiera ejercer el dominio de un entorno que lo abruma y lo sobrepasa. La Naturaleza nos sorprende, pero también nos atemoriza. Nos recuerda que somos Naturaleza y moriremos. La escalada civilizatoria hacia el dominio de lo natural es una negación de la naturaleza personal. Hemos desarrollado un mundo sintético y tecnológico sujeto a leyes diferentes a las naturales: flores de plástico que no se marchitan; edificios que se elevan sobre las frondas de los bosques (nuevos bosques donde los humanos nos sentimos protegidos); sustancias y aleaciones que distribuimos entre la población como amuletos contra el inexorable deterioro paulatino de la vida individual. Sólo algunas culturas, las menos, conciben la existencia como una expresión efímera y honorable de lo amplio natural y otorgan una importancia primordial a lo colectivo sobre lo individual y a lo natural sobre el progreso. Otras sociedades, ciegas a la desgracia, tienen a sus poetas y a sus artistas que recuerdan cada tanto la gloria en la que fuimos concebidos. Los escuchamos, admiramos sus obras, pero inmediatamente olvidamos. En estas sociedades nos gusta lo natural, pero lo queremos encuadrado en un documental de televisión del Discovery Chanel; deseamos jardines ordenados, mascotas domesticadas, cantos enjaulados en un cd, casas libres de insectos y pesadillas.

Pero ¿no somos también Naturaleza? ¿Cómo huir de nosotros mismos? Por más que lo intentamos, no logramos ser los muñecos inmortales que quisiéramos ni las máquinas omnipotentes que abatirían el transcurrir del tiempo. Lo dijo el poeta Netzahualcóyotl con profundas y sencillas palabras:

¿Es que acaso se vive de verdad en la tierra?

¡No por siempre en la tierra,

sólo breve tiempo aquí!

Aunque sea jade: también se quiebra;

aunque sea oro, también se hiende,

y aun el plumaje de quetzal se desgarra:

¡No por siempre en la tierra:

sólo breve tiempo aquí!

Y retomando la misma tradición de respeto a la Naturaleza y pulcritud estilística, el poeta Octavio Paz consonó cinco siglos después:

Soy hombre: duro poco

y es enorme la noche.

Pero miro hacia arriba:

las estrellas escriben.

Sin entender comprendo:

también soy escritura

y en este mismo instante

alguien me deletrea.

Porque somos Naturaleza, las imágenes de la Naturaleza funcionan como espejo de nuestro mundo interno. La laguna apacible muestra con su quietud la paz que en algunos momentos logramos o anhelamos. El fuerte oleaje es el movimiento de los impulsos que apenas contenemos, las tormentas y los huracanes representan con fidelidad nuestras pasiones. Cuando el poeta escribe un poema que refleja un fenómeno natural, o el elemento natural es el objeto de su asombro o de su disertación, de manera inconsciente está, al mismo tiempo, haciendo una descripción de su estado anímico, de los conflictos que lo habitan, de los deseos que lo mueven o de los temores que se ocultan de su propia consciencia. A su vez, el lector de un poema sin saberlo se asoma, como Narciso, a un estanque que refleja no sólo su rostro sino también un fragmento de su alma.

Tomo al azar el libro Alfabeto del mundo , de Eugenio Montejo; lo abro en una página cualquiera, la 31. Leo el poema Acacias :

Acacias

Estremecidas como naves,

acacias emergidas de un paisaje antiguo

y no obstante batidas en su fuego

bajo la negra luz de atardecida.

Yo miro, yo asisto

a este mínimo esplendor tan denso,

yo palpo

la intermitencia de las arboladuras,

su fuego girante, delirante;

enmarcadas en un éxtasis grave

como desposeídas lanzadas al abismo,

así de grande,

en un follaje poblado de sombras agitadas,

las miro

frente a la piedad de mis ojos

bajo los huracanes de la Noche.

Cierro la página y me quedo escuchando el eco de algunas palabras y sintiendo los efectos de la lectura en mi alma. Como si hubiera ingerido una sustancia que corre lentamente por mis venas. En mi disfrute o sufrimiento del poema intervienen el poema y mi alma, el alma del poeta está presente, el poema es su experiencia, él nombra una visión, recrea un suceso, pero no lo describe de manera objetiva, dice lo que su alma vivió en y con el suceso; el estímulo es externo, pero suscitó algo en el interior del poeta, lo estremeció; la poesía no está en la flor, no está en el poeta, está en el encuentro de ambos, y está de otro modo en el encuentro del lector con el poema.

Pude haber elegido otro poema y pude haber pasado de largo, sin embargo, éste me capturó. Lo hizo porque hay algo en su factura que alude a una verdad emotiva, y también porque en mi vida yo tengo mis acacias, es un decir metafórico, quiero decir que algo de mi propia experiencia se engancha a las imágenes que el poema me ofrece y en mí, lector, comienza una cadena de asociaciones múltiples, cargadas de sentido, una red de recuerdos, la evocación de huellas personales íntimas.

El poeta observa la Naturaleza y sabe que es parte de eso que ha estado siempre. Siente esa unidad con el mundo y se vuelve infinito, el tiempo desaparece; el paisaje antiguo nos remite a la presencia del mundo desde todos los tiempos, cuando el poeta todavía no estaba, pero ahora está para mirarlo. Y el paisaje antiguo es también el inconsciente del poeta de donde emanan emociones como flores.

Me detengo en el verso que dice: “Yo miro, yo asisto”. Es un poema escrito en primera persona y sin embargo se abre a la vivencia humana. “Yo miro”, es el Yo del poeta, pero es también mi Yo pues me apropio de inmediato de esa acción primigenia que conozco tan bien. ¿Qué miro? El mundo. La poesía es el puente entre el Yo y el mundo. “Yo asisto”, dice el poeta y detiene el tiempo porque el verbo asistir involucra no sólo la mirada sino el cuerpo todo, y más allá del cuerpo, el ser. Yo asisto a un suceso, me quedo quieta, me dejo envolver por lo que pasa afuera, me entrego a esa visión. Las acacias estremecidas del poema son flores, son árboles, tienen colores blanco o amarillo, verde claro y oscuro, pero también son mi existencia, mi fragilidad ante la Noche inmensa, por eso escrita con mayúscula. Las acacias son también el instante en plenitud, el esplendor tan mínimo y tan denso de la vida, su finitud, su presencia efímera al igual que la mía. El poeta anima a las acacias, les pone alma, las dota de sentimientos humanos, siente piedad por ellas porque siente piedad por sí mismo y yo siento entonces piedad por mí que fui desposeída y “lanzada al abismo”, pequeña y vulnerable.

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