Ana Patricia Noguera de Echeverri - La vida como centro - arte y educación ambiental

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La vida como centro: arte y educación ambiental: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro va a contracorriente de los discursos catastrofistas con los que frecuentemente se asocia a la educación ambiental, pues apuesta por la renovación discursiva y el diálogo interdisciplinar para encarar el panorama devastador. Los autores de esta obra consideran que un acercamiento a la Naturaleza desde el arte permite una concientización social más profunda y perdurable al no estar restringido a procesos puramente racionales.
El arte, con su capacidad fabuladora nutrida de realidad, ofrece un asidero vital para los procesos educativos, especialmente en tiempos de crisis. Además posee, como afirma Alberto Ruy Sánchez, una calidad de afirmación esencial y una fuerza inédita para la sensibilización ante las amenazas ambientales.
Los autores, más inquietos por ver el alba que por el asomo del crepúsculo, asumen que el mundo, a pesar de todo, sigue exudando sonidos y colores que nos iluminan la memoria y nos permiten ilusionarnos con mejores presagios.

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El acto primero que debe remontarse es el de un mundo escindido, porque eso es la civilización moderna, y que por ende convierte al alma de sus miembros en un “rompecabezas sin sentido”. No sólo porque sitúa al individuo separado de los “otros”, sino porque en el individuo mismo rompe sus balances intrínsecos. Estamos frente a la esencia de la crisis del individuo, que es una de las tres crisis mayores junto con la social (se vive la más despiadada de la desigualdades de la historia) y la ecológica (el equilibrio roto del ecosistema global) a la que nos ha llevado la civilización engendrada, multiplicada y expandida por Occidente. La educación, en medio o adentro de este panorama devastador, o instruye para tomar conciencia social y ambiental –remontar la adversidad y “hacerse cargo” de la realidad–, y encara la circunstancia, o se convierte en un mero mecanismo edulcorante, en un anestésico o congelador de las conciencias, en una fuga hacia el vacío. La tarea para un educador verdadero es entonces ardua, múltiple y compleja, pero no imposible.

El mundo está dividido, sobre todo porque en la modernidad el pensamiento ha subyugado al sentimiento, hasta llegar al extremo de “pensar que se siente”. Dicho de otra manera, la razón siempre está por delante y por encima de la pasión, y la ciencia por encima del arte; y esto se expresa casi en todas las prácticas educativas o pedagógicas y en todos sus niveles. Lo que en las primeras etapas de la historia humana era una síntesis, el sentipensamiento –un balance entre los dos actos supremos del ser humano, y entre estos y su soporte somático, el cuerpo–, hoy ha quedado desarticulada. Sus consecuencias son terribles; condenan a la humanidad a mirarlo todo desde el racionalismo, desde el imperio de la razón, y de manera separada del sentir; se gestan individuos rigurosamente razonables, bajo fórmulas separadas de la intuición, la ética y la estética.

Lo que una educación por la vida requiere es restaurar ese balance entre el pensar y el sentir, ciencia y arte, y en estos tiempos de emergencia se trata de poner ambos al servicio de seres dedicados a la participación, el involucramiento, la emancipación y la salvación de la especie y del planeta. Se trata de ir afinando procesos educativos dedicados a formar militantes, no diletantes, comprometidos legítimamente con la defensa de la naturaleza, es decir, practicantes de una ecología política. Lo anterior significa que el educador ambiental debe tener habilidad, capacidad, claridad y conocimientos suficientes para involucrar a los educandos, no sólo desde el punto de vista cognitivo sino también desde el afectivo. La nueva noción del sentipensamiento obliga al educador a echar mano tanto de las ciencias como de las artes para articular su discurso y prácticas pedagógicas, y por supuesto una elevada dosis de imaginación y de sentido común.

El libro que recién abre el lector intenta inscribirse en este torrente de innovación que ya se ha señalado. Se aproxima a un tema que ha estado en general ausente, que deja atrás la idea de que la conciencia ambiental (y con mayor precisión, socioambiental) sólo se logra instruyéndose en los panoramas develados por la investigación científica, y se vuelca a explorar los posibles roles y contribuciones de la actividad artística, no sólo la información veraz y el conocimiento, sino que además explora la incorporación a través de la emoción, la intuición y el sentimiento.

Lo conforman ensayos centrados en la literatura y, en menor medida, en la música y en la fotografía. Aunque el libro deja fuera campos tan importantes como la danza (bio y ecodanza), la escultura y el teatro (nótese que fue en México donde surgió el primer grupo de teatro ecológico registrado: Ecoludens , ver: www.ecoludens.blogspot.com, cada capítulo realiza aportes y exploraciones de gran interés, y ofrece múltiples reflexiones desde ángulos diversos marcados por la trayectoria y experiencia de cada autor.

Como una primera inmersión al tema, celebramos su aparición y deseamos que la obra encuentre un amplio número de lectores y, sobretodo, que impulse acciones efectivas en defensa de la naturaleza mediante una educación atenta por igual a la ciencia y al arte.

CAPÍTULO 1

La Naturaleza: ese lugar común

Carmen Villoro

El arte en general y la poesía en particular han abrevado siempre de las imágenes que otorga el mundo natural. Los criterios de belleza, en diferentes culturas, están basados en atributos propios de la Naturaleza: armonía, fuerza, equilibrio. Considerada por el hombre una obra de arte de Dios, la Naturaleza lo asombra, lo postra, lo inquieta. El hombre ve en ella una sublime manifestación de lo sagrado que rebasa su capacidad de entendimiento. Minúsculo y frágil frente a sus fuerzas, sobrecogido por su majestuosidad, el ser humano le ha rendido tributo dibujándola, pintándola, reproduciendo sus pautas en la música y la danza, describiéndola en la literatura, cantándola en la poesía.

La pintura paisajista, que surge con el Renacimiento, hace una apología de la Naturaleza como antes lo hizo el arte sacro de las figuras religiosas. El campo, el bosque, el mar, son tratados como escenarios donde se manifiesta la grandeza de la Creación. El gran reto de los pintores de academia ha sido retratar la luz, elemento natural relacionado en todas las culturas con lo divino. Cómo se han esforzado para poder plasmar los efectos del viento en pastizales y velámenes de barcos, en el oleaje y el vuelo de los pájaros. Qué rigor en la técnica para transmitir la consistencia del fuego en las hogueras y las temblorosas llamas de las velas, el colorido de la tierra y sus productos vegetales, la textura de las montañas y las transparencias del agua de ríos, mares y cascadas. Los naturalistas han capturado animales, árboles, frutos y flores en ese intento de transmitir su belleza y su gracia. En esta necesidad de registrar y mostrar a través del arte la grandeza de lo natural, se ha rendido tributo también al cuerpo humano como una más de sus formas.

La Naturaleza convoca nuestra sensibilidad de manera instantánea y apremiante. Nuestros sentimientos responden de inmediato a sus estímulos. Todos los seres humanos somos tocados por el dibujo de una flor. Todos hemos querido hablar de un árbol. Todos hemos aliviado nuestro dolor con el sonido del agua. No hay quien no quede prendado por el movimiento del fuego. Lo natural es el tema más común en el arte y el que con mayor facilidad despierta nuestra sensibilidad. Somos más proclives a escribir un poema sobre una rosa que sobre un cenicero o un armario. Por ello mismo, tendemos a repetir lo que ya otros han dicho, una y otra vez a lo largo de la Historia.

El ser humano tiene la impresión de no estar suficientemente equipado para comunicar lo que la Naturaleza le lleva a experimentar. Por ello ha depurado la técnica hasta niveles de excelencia, pero al darse cuenta de que ni a través de los más sofisticados recursos de que dispone puede captarla, ha optado por conformarse con rozarla tangencialmente, representarla simbólicamente, elaborar metáforas y analogías que permitan apenas vislumbrarla, atisbar en ella por un instante efímero, entenderla de manera parcial y siempre provisional e incompleta. La Naturaleza es demasiado grande pero el hombre la quiere poseer como el niño que se aferra al regazo de su madre.

Como todos los seres humanos, he estado en medio de un entorno natural que rebasa mi lenguaje. En Iguazú caminé imantada por el sonido cada vez más poderoso de las cataratas hasta que se volvió más fuerte que mis pensamientos. El agua mojaba mi cuerpo que se hacía pequeño a medida que la visión de la caída de agua crecía en majestuosidad y estruendo. Rendida ante la imponencia de aquel cauce colosal lloré todo lo que pude a falta de palabras, intercambié la mirada con mis compañeras de viaje que se entregaban, atónitas, al poder de lo inefable. Cómplices, unidas por la experiencia milagrosa, sólo atinamos a callar. El sentimiento religioso que despertó en nosotros al estar en medio de las cataratas de Iguazú es similar al que comparten los feligreses al interior de una catedral gótica, y similar es la comunión del sentido del ser como una partícula de un todo inconmensurable.

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