Juan Gomes Soto - Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl

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Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando el 18 de febrero de 1518 doblaban el cabo San Antonio, allá en Cuba, abandonando la seguridad de un hogar, ninguno de aquellos intrépidos aventureros sabían lo que iban a encontrar en su caminar hacia la conquista de uno de los imperios más grande de la recién descubierta América. Su valentía, su ambición y su fe les guiaban por unas tierras totalmente desconocidas y pobladas por hombres aguerridos en la defensa de su tierra.
Después, con el tiempo, alguien apagó la luz de la historia y la oscuridad ocultó la relación de esos hechos. Hoy se ha encendido y los personajes y los momentos que ocurrieron en aquella conquista deben salir para rendir homenaje al hombre que capitaneó aquel grupo de valientes que consiguieron para España la mayor gesta que se recuerda.

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La parturienta se presentó jadeando y sudorosa. Pensaba que el niño ya estaba allí. Luego comprobó que el parto todavía había de durar. Ordenó que todos los preparativos estuviesen listos, y ayudando a Xochiquétzal a meterse en la cama rezó para que todo saliese bien. Aquella ciencia que practicaba no contaba con las bendiciones de los dioses. Todos soñaban con un hijo, un príncipe que alegraría la vida de su señor, ya que no había tenido nada más que hijas con la reina.

Xochiquétzal, con todo su cuerpo bañado en sudor, abrió sus ojos aún llorosos, su rostro reflejaba el dolor por los esfuerzos del parto, cuando descubrió ante ella la figura de un niño tan hermoso que deslumbraba ya recién nacido.

Se encontraba sin fuerzas y hundida en el dolor. Su imagen era la de una mujer pálida con los ojos perdidos en la lejanía. Por unos momentos la belleza de Xochiquétzal se había perdido en los bosques de la naturaleza. Pero la ilusión de poder ver a su hijo hizo que recuperara la fuerza.

Intrigada por la imagen del niño, Xochiquétzal interrogó a la parturienta.

—¿No creéis que tiene la piel demasiada blanca? —dudó—. ¿Y el cabello no lo tiene muy dorado? —Su rostro reflejó las dudas que aquel niño le planteaba.

—Sí, mi señora. El niño ha nacido con la piel más clara de lo normal y el cabello es dorado como los rayos del sol. Es un niño bendecido por los dioses, y quién sabe si no vive en su interior algún dios que ha querido visitarnos.

Xochiquétzal sonrió a duras penas, ella bien sabía que el niño era un dios.

La explicación de la parturienta no había sorprendido a Xochiquétzal. ¿Acaso no sería posible que su hijo fuese un dios siendo ella una diosa? Quizás fuese un mortal, puesto que su padre sí lo era. Desechó aquellos pensamientos. Acababa de nacer y quizás más adelante, con el tiempo, la piel oscurecería y su cabello se tornaría más oscuro. La debilidad de su cuerpo hizo que se durmiera dulcemente.

La parturienta llamó rápidamente a Tepexcolco para solicitar a un sanador. La reciente madre había perdido mucha sangre y su aspecto no era muy halagüeño. Tepexcolco, asustado, mandó llamar a los mejores sanadores que hubiese en la ciudad. La salud de esa mujer era algo muy importante para su rey y él no podía fracasar en su cometido. Después ordenó llamar a su rey, pues debía de estar al tanto de lo que ocurría en las estancias de su amada.

Mixcóatl acudió a la zona del palacio en las que Xochiquétzal se debatía entre la vida y la muerte. Comprobó que aquella mujer luchaba por rehacer su vida y después miró al niño que había nacido sano. Abrazó tembloroso el cuerpo de su amada y acarició sus cabellos. Rogó a todos los dioses para que la protegiesen de la muerte y después de besarla en la frente cogió al recién nacido y levantándolo al aire le dijo:

—Hijo mío, serás un gran príncipe y algún día un gran rey, me sucederás en el gobierno de este vasto imperio que he conquistado para ti. Pero no quiero perder a tu madre. Si muere ella por tu nacimiento, una estrella desgraciada amparará nuestros caminos y las desgracias se enfrentarán a nosotros. Tepexcolco, quiero que vengan los mejores sanadores del reino. Deseo que la salven y que ella vuelva a la vida. En caso de que ella muera, ordenaré que todos la acompañen en la pira funeraria. Empezando por ti, parturienta. —Una mirada de odio traspasó la estancia y se fijó en la pobre mujer que ya sentía sobre su cuerpo la espada de la muerte.

La parturienta, abatida, inclinó su cabeza y pensó que su sentencia de muerte ya estaba firmada. Xochiquétzal luchaba pendiente de un fino hilo y sabía por experiencias que aquella débil hebra se rompería en cualquier momento.

Tepexcolco informó que ya había realizado lo que su señor le indicaba. Los mejores sanadores de la ciudad se encontraban en la sala contigua esperando que les autorizasen la entrada para intentar curar a la enferma.

La noche se volvió profunda. Xochiquétzal respiraba con dificultad. Había perdido mucha sangre en el parto y su cuerpo presentaba una gran debilidad. De vez en cuando recobraba el conocimiento y en la soledad del silencio reclamaba a su hijo junto a ella. Los sirvientes le acercaban al niño, pero ya no tenía fuerzas para sujetarlo. Ni el llanto de la criatura conseguía reanimarla y rescatarla para la vida. Su mirada se nublaba y no era capaz de percibir la figura de su hijo. Poco a poco la vida se le escapaba y el dolor le traspasaba lo más profundo de su alma. Dejaba atrás al hombre que amaba más que a su vida y al fruto de ese amor. El hijo que acaba de venir al mundo.

Xochiquétzal moría al amanecer. Fallecía cuando nacía el sol en el firmamento y todos los pájaros del mundo comenzaban a trinar gozosos por la nueva promesa que acompañaba al día. Ella ya no tendría aquellas promesas de felicidad que todos los días les había traído el dios sol. Había bebido el elixir de la felicidad con demasiada rapidez y ahora su vida se había apagado como una antorcha sin resina.

Mixcóatl cayó de rodillas al suelo y sus lágrimas rodaron por sus mejillas llegando hasta el frío suelo de mármol, que se convertía en un río de dolor. Tepexcolco le daba la noticia y no encontraba palabras para consolar a ese gran guerrero, aquel rey, como un hombre débil, gemía y maldecía a la vida que le robaba lo que más había querido. Para qué quería todo un reino, para qué todos los tesoros acumulados en sus palacios si a partir de ahora no tendría a Xochiquétzal para compartir con ella la felicidad que le había aportado en todo el tiempo que ella le había acompañado. Su llanto traspasaba las paredes del palacio y todos los habitantes de la ciudad lo escuchaban, enterándose de la desdicha de su rey. Corrió como un loco hasta la habitación de Xochiquétzal y allí encontró su cuerpo sin vida, lánguido e inerte. Se abrazó a ella y deseó la muerte para acompañarla en el viaje tan siniestro. La vida, que era caprichosa y cruel, le había quitado al ser más querido, pero también era generosa y le había proporcionado al más deseado: un varón. Un hijo al que había de proteger, cuidar y enseñar para que el día de mañana le pudiese suceder. Debería de seguir viviendo con el dolor dentro de su corazón, pensó mientras permanecía en la cama abrazado a la mujer que había amado con esa pasión. Con su muerte, Xochiquétzal se convirtió en la diosa del amor.

—Tepexcolco, buscarás a una nodriza que amamante a mi hijo para que crezca sano y fuerte, y tendrás que jurarme por todos los dioses que le cuidarás y le protegerás aun con tu vida, para que algún día sea rey de este imperio. Pase lo pase vivirás solo para protegerle. Mi vida ya no importa, solo la de él; es lo importante.

—Sí, mi señor. Juro que así lo haré. ¿Ha pensado mi señor en el nombre que le pondrá al niño?

—Mi hijo se llamará Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl. El primer nombre por el año de su nacimiento. Así quedará registrado en la historia de este mundo. Algún día será un dios y gobernará sobre muchos pueblos con su sabiduría e inteligencia. No quiero que gobierne con la fuerza, como lo he tenido que hacer yo, quiero que se gane el cariño y la voluntad de las gentes y gobierne en paz.

Los años desgranaban las cosechas y las lluvias aportaban nuevamente la promesa de buenas recolectas. La soledad de Mixcóatl se veía ensombrecida por las envidias y las luchas por el poder que aquel rey dormido y abatido había dejado crecer bajo sus pies. Habían pasado ya unos años desde que le abandonó la mujer tan amada, y su apatía había llevado al reino a una situación de desamparo ante otros pueblos enemigos suyos. Su propio pueblo había caído en el letargo de la indiferencia y sus enemigos, que habían esperado este momento durante muchos años, se lanzaron como chacales contra aquel rey-dios que se había convertido en un hombre vulgar y desamparado.

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