Juan Gomes Soto - Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl

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Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando el 18 de febrero de 1518 doblaban el cabo San Antonio, allá en Cuba, abandonando la seguridad de un hogar, ninguno de aquellos intrépidos aventureros sabían lo que iban a encontrar en su caminar hacia la conquista de uno de los imperios más grande de la recién descubierta América. Su valentía, su ambición y su fe les guiaban por unas tierras totalmente desconocidas y pobladas por hombres aguerridos en la defensa de su tierra.
Después, con el tiempo, alguien apagó la luz de la historia y la oscuridad ocultó la relación de esos hechos. Hoy se ha encendido y los personajes y los momentos que ocurrieron en aquella conquista deben salir para rendir homenaje al hombre que capitaneó aquel grupo de valientes que consiguieron para España la mayor gesta que se recuerda.

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Una mañana oscura y grisácea, con un cielo que amenazaba una fuerte tormenta, se desencadenó la ira que algunos de sus enemigos tenían encerrada en sus corazones.

—Mi rey, señor. Algo grave está sucediendo. —Tepexcolco llegaba a palacio alterado, con el rostro desencajado y la mirada perdida.

—¿Qué sucede, Tepexcolco?

—Las gentes de Ihuitimal se han sublevado. Han comenzado las matanzas y creo que vendrán hasta palacio para mataros. Debéis huir, mi señor. Son muchos los guerreros que le secundan y vos apenas tenéis partidarios —la voz de Tepexcolco se quebró y sus ojos se inundaron de lágrimas. Había combatido toda la vida por aquel rey y, sin embargo, ahora, en los momentos más amargos, era un pobre viejo que casi no podía luchar. Aún sonaban en sus oídos las palabras que su rey le había predicho: la derrota había llegado y su pueblo le daba la espalda.

—No, Tepexcolco. No puedo huir. Mi destino ya está fijado en las estrellas y debo esperar lo que los dioses han dispuesto para mí. Pero tú todavía tienes que servirme con un último encargo. Llévate a mi hijo Quetzalcóatl y ocúltalo en alguna ciudad hasta que sea mayor y pueda luchar para recuperar lo que es suyo. Si lo encuentran los partidarios de Ihuitimal lo matarán. Así que date prisa y llévatelo antes de que sea tarde. —Mixcóatl hundió la cabeza entre sus manos y allí en la negrura de su pensamiento vio por unos instantes el rostro de Xochiquétzal, que le llamaba con una sonrisa dulce. Por unos instantes pensó que su muerte sería un acto de amor, por fin se encontraría con ella, aunque fuera en la otra vida. Así que no opondría ninguna resistencia a su destino y aceptaría aquella muerte como su última voluntad.

—Sí, mi señor. Así lo haré. Que los dioses os protejan. —Tras una gran reverencia, Tepexcolco salió deprisa hasta las dependencias del niño, al cual arroparon con ropas más corrientes, ocultando sus cabellos con una peluca negra y untando su piel con grasas para oscurecerla, para que así que no fuese reconocido y mezclado con varios niños, hijos de criados, se marcharon del palacio por un pasadizo secreto que los comunicaría con el exterior de la ciudad.

Poco tiempo después cientos de guerreros enfurecidos y encabezados por aquel malvado de Ihuitimal entraron al palacio gritando, pasando a cuchillo a todos con quienes se encontraban. No respetaron ni a mujeres ni a niños. Todos murieron en ese día funesto para la vida de ese reino.

Mixcóatl moría en su trono atravesado por un puñal de obsidiana en la garganta. Su mirada, perdida en la niebla de la muerte, buscaba con ansiedad encontrase con la mirada de Xochiquétzal, quien le esperaba ardientemente en el paraíso de los dioses del firmamento.

Tepexcolco y el cortejo que ocultaba al joven Quetzalcóatl huyeron por caminos poco transitados para no ser descubiertos, sin saber que, en palacio, Mixcóatl y la mayor parte de la familia real caían asesinados por Ihuitimal, quien, a partir de ese momento, usurparía el trono de aquel imperio. Ihuitimal había ordenado buscar al niño-príncipe, el único que, junto a su hermana Quetzalpétlatl que se escondió en un lugar secreto y que habían conseguido escapar, para que fuese asesinado. Todo el palacio fue removido, en cada rincón y en todas las estancias buscaron afanosamente para encontrarle. Pero Quetzalcóatl ya no estaba allí. Su cuerpo joven y vigoroso marchaba veloz por los caminos en pos de la salvación de su vida. Aquel niño, ágil y ligero como un pajarillo, revoloteaba por los campos del reino en busca de un lugar más seguro.

Tepexcolco y toda la comitiva que ocultaban al joven príncipe caminaban por senderos junto a los maizales y a través de los campos donde los frijoles y los frutales crecían en su larga marcha. Durante el camino comían tortillas, algunas aves y bebían chocolate, la bebida de los dioses, que los criados preparaban para él. Caminaban con una meta: Teotihuacán, el lugar donde los dioses se reunieron. Las leyendas narraban que había sido construida por los dioses y allí decidieron crear la Tierra y las gentes.

Allí tenía sacerdotes amigos que le protegerían. El camino era largo y la marcha lenta, pero anduvieron por senderos seguros, pues estaban convencidos de que los partidarios de Ihuitimal le estarían buscando para darle muerte. Cinco largos días necesitaron para llegar sanos y salvo a su destino.

Tras pasar todas las penalidades que la huida les había proporcionado, Tepexcolco y su personaje real llegaron a Teotihuacán. Allí les darían refugio y cobijo, allí nadie les encontraría, pensó.

—Nezahual, amigo mío. —Tepexcolco abrazó a aquel viejo sacerdote—. Debo pediros que acojáis a este joven en vuestras estancias y le eduquéis como mejor podáis. Los dioses os lo premiarán. No me preguntéis su nombre, solo puedo deciros que es un príncipe chichimeca y su vida corre un gran peligro. Nadie ha de saber que se encuentra aquí.

El niño quedó sorprendido al ver esas pirámides gigantescas que los hombres habían construido en esa ciudad. Se trataba de un mundo mágico donde los hombres adoraban a los dioses desde aquellas alturas. Allí podría aprender a hablar con los dioses.

—Dime, Tepexcolco, ¿qué son esas pirámides de piedra tan gigantescas? —preguntó Quetzalcóatl intrigado.

—Esas pirámides las construyeron los hombres de estas tierras para así poder alcanzar el cielo y hablar con los dioses —reveló Tepexcolco—. Esta tan gigantesca es la pirámide del Sol y esa un poco más pequeña, es la pirámide de la Luna.

—Pues yo subiré algún día a ellas y desde allí alcanzaré el cielo y hablaré con los dioses.

—¿Para qué quieres tú, Quetzalcóatl, hablar con los dioses?

—Quiero preguntarles por qué permiten realizar esos sacrificios tan horrendos. —Quetzalcóatl miró pensativamente hacia la cima de la pirámide del Sol que, orgullosa y desafiante, se postraba delante de él.

Aquella respuesta dejó pensativo a Tepexcolco. El príncipe no era un niño normal, sería un pequeño dios dentro de su diminuto cuerpo.

Pasados los años, Quetzalcóatl vivía feliz en Teotihuacán, una ciudad muy grande, pues tenía unos doscientos mil habitantes. Crecía y era un niño listo y poco a poco se había convertido en un muchacho con grandes aptitudes para el conocimiento. Tepexcolco no había dudado en ningún momento que los mejores profesores que habitaban en la zona le enseñaran todas las materias conocidas. Nezahual era un buen sacerdote y astrólogo. Aprendió los secretos del firmamento, la ciencia de la agricultura, los del calendario y todo aquello que consideraba importante para que el niño alcanzase un grado de madurez e inteligencia para el cargo, que estaba seguro, en un futuro tendría que desempeñar.

Algunas veces preguntaba por su madre o por su padre. ¿Todos los niños tienen padre y madre?, ¿por qué yo no he de tenerlos? El pobre Tepexcolco, quien había tenido que hacer de ambos padres, no sabía qué responderle.

Los años transcurrían en la placidez y la felicidad que le aportaban los juegos y las enseñanzas. Añoraba a aquellos padres desconocidos, pues no recordaba nada de su niñez. Los años habían borrado los recuerdos que su mente guardaba, pero Tepexcolco había suplido a sus padres, con todo su corazón y su paciencia. El niño se había convertido en un joven cuyas aptitudes eran generosas y sobresalían por encima de los demás jóvenes. Aprendió a escribir los jeroglíficos, el calendario solar y la aritmética basada en el número veinte. Su cuerpo atlético recordaba al de su padre, con la diferencia de que su piel era muy blanca y el cabello rubio, como el maíz maduro, algo que sobresalía en la ciudad.

A pesar de todo, Quetzalcóatl recorría todos los días plácidamente la plaza del Sol y al llegar a la gran pirámide se quedaba extasiado contemplando aquella grandeza. Desde su cima el cielo estaba muy cerca y él soñaba con tocarlo con sus manos. No le importaban los palacios, sobre todo el de Quetzalpapálotl, ni las demás pirámides. Solo la gigantesca construcción le atraía con todas las fuerzas. Esas piedras tenían una fuerza que le llamaban y su corazón se sentía feliz al poder contemplarlas.

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