Xochiquétzal le miró a los ojos y en su mirada reflejaba la gratitud por el momento que estaba viviendo. Inclinó su cabeza como saludo al enviado del rey y accedió al gran salón, donde se hallaba el trono del gran rey-dios Mixcóatl. Miró al techo y comprobó que aquella estancia era la morada de un dios. Todo el recinto se encontraba adornado con bellas maderas finamente labradas. Caminó decidida hacia el lugar donde estaba el gran monarca, su andar parecía el de una reina, orgulloso y altanero. Al llegar ante él inclinó su rodilla en el mármol y agachó su cabeza. El rey se hallaba sentado en un trono de alabastro resaltando su figura.
—Levántate, mujer —una voz varonil y poderosa le invitaba a mirar a la cara a su rey, algo muy poco usual, ya que en su presencia nadie osaba mirarle directamente.
Levantó su ligero cuerpo lentamente y con interés buscó con su mirada las facciones del hombre que era mitad rey, mitad dios. Se encontró delante de un hombre cuyas facciones eran agradables. Sus fuertes brazos le ofrecían la seguridad de un guerrero al que nadie había podido derrotar. No era muy alto, pero sí esbelto y de fuerte contextura.
El rey se levantó de su trono y se acercó a ella. Al acercarse, Xochiquétzal pudo comprobar que era un hombre de piel morena con una larga melena de cabello bien negro que le llegaba hasta los hombros, sus ojos eran profundos y la mirada grave. El rey se paseó alrededor de ella y esta sintió un pequeño escalofrío cuando notó su mirada posarse sobre ella.
—Mi rey, ella es Xochiquétzal, «Flor de Plumas» —presentó Tepexcolco.
—Bonito nombre,
—Gracias, mi señor.
—Mi rey y señor desea que habitéis en las habitaciones de palacio con las demás concubinas que nuestro señor posee —anunció Tepexcolco.
—Sí así lo desea mi rey, así lo haré. —En su rostro se marcó un ligero rictus de tristeza.
Aquella expresión no pasó desapercibida a Mixcóatl, el gran rey notó el tono de tristeza. No esperaba esas palabras. Para cualquier mujer esa propuesta hubiese significado un gran salto en su vida y habría estallado de alegría, pero para Xochiquétzal significaba alejarse de sus sueños y olvidarse de todo lo que había imaginado. Sus anhelos estaban muy lejos de aquella realidad que se le presentaba. Nunca se podría haber pensado que sería una concubina del rey. Sintió en su corazón que unos alfileres muy finos se le clavaban. La desilusión de la realidad había nublado sus sueños de juventud. Siempre había fantaseado con alcanzar el amor del rey, del que se había enamorado la primera vez que lo vio, no quería el amor de un hombre valiente y generoso, quería el de aquel rey. Nunca imaginó que se convertiría en una concubina perdida en el bosque de este palacio.
—Xochiquétzal, eres muy bonita. Ahora que te veo bien creo que eres la mujer más bella del palacio. Desearía que me amaras y me dieras unos bellos hijos. ¿No te alegras de ello? —manifestó el rey Mixcóatl cogiéndole la barbilla y levantando suavemente el rostro de la mujer.
—Si mi rey me lo ordena, así será. Pero no por ello lo haré gustosa y alegre. —Su respuesta escondía la rabia y la desilusión por la noticia.
Tepexcolco, asustado ante la intrepidez de la muchacha, temió por su vida. Aquella mujer se había atrevido a contrariar al rey-dios, algo que nunca ninguna otra había osado. Se acercó hasta ella y con un ademán trató de golpearla.
El rey, con un movimiento rápido, se le adelantó y sujetó el brazo de su consejero. Sintió curiosidad ante las palabras de aquella mujer. La miró descaradamente y sonrío por la situación en la que se encontraba.
—Déjala que hable, Tepexcolco. Espero que puedas explicarnos tu razonamiento.
—Sí, mi señor. Haré lo que vos me mandéis, porque sois mi rey, pero mi corazón siempre estará abierto para el hombre que sepa ganarlo, y en cuanto a lo de tener hijos, siempre había deseado traer a la vida a los hijos con un hombre con el que estuviese casada. Y aquí en palacio según me habéis indicado seré una concubina más, de las muchas que ya tenéis —las últimas palabras salieron de la boca de Xochiquétzal con desdén.
Mixcóatl se quedó sorprendido ante las palabras de aquella mujer, desconocida hasta ese momento. Después reaccionó y con dulzura en sus palabras se dirigió a ella.
—Bueno, si ese es tu problema, creo que lo podemos solucionar. La próxima noche que haya luna llena nos casaremos ante ella y ante la mirada de todas las estrellas del cielo para que así todos los dioses del firmamento se enteren que estaremos casados y que los hijos que nazcan de esta unión serán dioses bendecidos por la luna.
Xochiquétzal sonrió feliz ante la respuesta de su rey. Ese hombre, ingenioso y amable, había empezado a ganar su corazón. Se marchó alegre hasta la estancia que le indicaron y aquella noche durmió plenamente, en una cama con un lecho de plumas de aves, soñando con la llegada de la próxima luna llena.
Los días y las noches transcurrieron pausadamente. Xochiquétzal no volvió a ver al rey. Algo que la extrañó mucho. Siempre pensó que la llamaría a sus aposentos para yacer con ella en su cama. El tiempo se desplazaba entre los cielos mientras que la ansiedad corría por su mente. Sentía nostalgia de su vida junto a los dioses y a veces añoraba la sencilla casa en la que había tocado vivir con sus abuelos, pero también gozaba del lujo y el refinamiento del palacio. Su mente era un torbellino de ideas y el desencanto estaba empezando a conquistar su cabeza.
«Igual se ha olvidado de mí —pensaba—. A lo mejor fue un capricho pasajero y las muchas ocupaciones de un rey en su gobernar le han hecho olvidarse de mí. El rey tiene muchas otras concubinas y tal vez desea estar mejor con alguna de ellas. O quizás se molestó con mis palabras, creo que no fueron muy adecuadas para responder a un rey. A veces debo tener la boca más cerrada», razonaba en su intimidad. Su ímpetu juvenil y sincero le había jugado malas pasadas en otros momentos. Pero sus padres y otros dioses le habían enseñado a ser sincera a fuerza de poner en peligro su vida si fuese necesario.
Triste y olvidada por su rey, Xochiquétzal miraba al cielo y soñaba con ver una noche en que la luna llenara todo su horizonte. Deseaba borrar aquellos negros pensamientos. Tal vez ocurriría algo milagroso, su rey aparecería y, tal como le había prometido, se casaría con ella. Aunque bien sabía que la boda no tenía efectos legales ante el pueblo, el rey ya tenía una esposa, la reina, y no podía volver a casarse otra vez hasta que esta muriese. Pero en lo más íntimo de su corazón a ella no le importaría, se sentiría la esposa de ese hombre valiente y fuerte. Se entregaría a él y le daría los hijos que los dioses le enviasen.
Una mañana, Tepexcolco apareció en sus aposentos, la miró fijamente y prendado de su belleza le hizo un pequeño saludo. No era normal que aquel hombre, la persona más cercana al rey, se dignara a saludar a una concubina con esa devoción. Quería borrar de su mente el intento del castigo que intentó imponerle al contestar desairadamente al rey. Deseaba el perdón de aquella mujer que le había cautivado, igual que a su rey.
—Xochiquétzal —saludó con voz solemne—, nuestro rey y señor os pide que esta noche acudáis a los jardines del ala sur del palacio. Allí, delante de la luna llena, que esta noche alcanzará su esplendor, os tomará por esposa teniendo como testigo a todos los dioses del firmamento. Os ruega que os vistáis y adornéis para tal acto.
Xochiquétzal notó que la emoción embargaba su cuerpo. Sintió una fuerte sacudida de ilusión que alimentó a su corazón. Su sueño se estaba convirtiendo en realidad. El rey no la había olvidado y estaba dispuesto a cumplir su palabra. Esa noche se convertiría en su esposa. Había conseguido lo que deseaba.
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