Juan Gomes Soto - Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl

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Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando el 18 de febrero de 1518 doblaban el cabo San Antonio, allá en Cuba, abandonando la seguridad de un hogar, ninguno de aquellos intrépidos aventureros sabían lo que iban a encontrar en su caminar hacia la conquista de uno de los imperios más grande de la recién descubierta América. Su valentía, su ambición y su fe les guiaban por unas tierras totalmente desconocidas y pobladas por hombres aguerridos en la defensa de su tierra.
Después, con el tiempo, alguien apagó la luz de la historia y la oscuridad ocultó la relación de esos hechos. Hoy se ha encendido y los personajes y los momentos que ocurrieron en aquella conquista deben salir para rendir homenaje al hombre que capitaneó aquel grupo de valientes que consiguieron para España la mayor gesta que se recuerda.

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Hoy es tiempo ya de reconocer los méritos de aquel gran soldado, invasor o conquistador, llamadlo como queráis, de recibir los reconocimientos, por su aportación a la cultura del Imperio mexica que un día, muy lejano ya, caminaba por una senda, estrecha y oscura. Con él llegó la luz del conocimiento que imperaba en una Europa que había salido de la oscuridad de la Edad Media y aportaba al mundo la revolución que se estaban produciendo en todos los terrenos del saber. Llevó la lengua, rica en cultura. También la fe cristiana a todos los pueblos que la aceptaron con amor, y el camino se ensanchó para que se acercaran a los logros del conocimiento que imperaban en Europa.

CAPÍTULO 1

QUETZALCÓATL

La ciudad de Oaxaca se hallaba engalanada. Las calles se habían adornado con bellos centros de flores. Algunas mujeres llevaban guirnaldas en la cabeza, otras portaban hermosos ramos en las manos. El final del verano se acercaba y, aun así, el calor era sofocante, un polvo seco y denso flotaba en el ambiente, y a pesar de ello, el pueblo entero había salido a las calles. Su rey regresaba de una guerra. Retornaba victorioso, cargado de tesoros que, con orgullo, los exhibía ante sus súbditos. Sus fronteras se ensanchaban y su imperio crecía cada día más. El orgullo de este pueblo se derramaba por sus calles y todos clamaban y gritaban al ver desfilar a su rey con el esplendor de un guerrero vencedor. Su energía era la fuerza de todos, la que le inspiraba su pueblo y este, a su vez, sentía sobre sí mismo que aquella fuerza le proporcionaba seguridad y paz en su reino.

Un nuevo día y una nueva gloria que ensalzar a su figura. La suave brisa esparcía por el ambiente el perfume de las dalias y el azul del cielo presidia la comitiva, en donde el rey, Iztac-Mixcóatl, «Nube de Serpiente», marchaba entre el gentío que se agolpaba en las calles para vitorearle como el dios de la guerra. El júbilo y la alegría se habían desbordado. Las mujeres lanzaban pétalos de flores al paso de la comitiva, mientras los hombres alzaban sus brazos al cielo alabando al guerrero que volvía victorioso.

Por la cabeza del guerrero-rey serpenteaban gotas de sudor que brillaban como minúsculos cristales, y en los músculos de su cuerpo resaltaba el vigor de aquel hombre, mientras que sus plumas verdes brillaban bajo los rayos ardientes del sol.

Sentía la agitación de su pueblo que le aclamaba con todas sus fuerzas y se vanagloriaba de haberles llevado a lo más alto en sus luchas contra los habitantes del valle. Celebraba una victoria más y soñaba con que la paz le brindaría la oportunidad de vivir unos años tranquilamente y poder disfrutar así de una vida sencilla y pacífica. Un sueño para un guerrero.

Un ligero soplo de viento lanzó al aire los pétalos que flotaban en el ambiente rodeando el cuerpo del rey victorioso. Por unos instantes, esos pétalos abrazaron el vigoroso cuerpo y le adornaron con su brillante colorido rojo. El sol del atardecer se sonrojó al sentir envidia y pudo observar como aquel guerrero mostraba el esplendor de su vigor y su belleza, luciendo más belleza que la suya. Avergonzado se escondió rápidamente.

Marchaba en su litera, soportada por hombres musculosos que también velaban por su seguridad, y junto a él caminaba, como siempre, desde hacía más de veinte años, su más fiel servidor; Tepexcolco. Este sentía sobre sus sienes el orgullo de ser la mano derecha del rey. Sus últimas victorias le habían proporcionado mucho prestigio, aunque hacía ya un tiempo que habían derrotado a los huitenahuacan y conquistado el sur del valle llegando hasta Huatulco (Oaxaca), la ciudad donde desfilaba. Al paso de los años había convertido aquella ciudad en su hogar, después de adornarla y construir en ella bellos palacios, y ahora, tras de una empresa triunfante, se encontraba nuevamente allí, deseando que un largo periodo de paz le proporcionara el descanso y la felicidad que deseaba encontrar.

Su vida estaba alcanzando la plenitud de sus sueños, sin embargo, aún tenía uno que no había saboreado: deseaba tener un hijo. Tenía una esposa real que le había dado solo hijas, además de muchas concubinas, pero ninguna le habían dado hasta la fecha un varón. Algo muy extraño, pensaba el rey. Debía de pesar sobre él algún maleficio. Algún dios celoso le habría enviado aquella maldición y no sabía cómo romperla. Pero no cejaría en su empeño hasta deshacerla.

Soñaba con un hijo al que preparar para que le sucediera en el trono del reino. Miraba al ancho cielo y suplicaba a los dioses por aquel deseo que aún no había visto cumplido. Sabía que más tarde o más temprano ocurriría, pero él deseaba que fuese lo más pronto posible. Negras nubes oscurecían sus pensamientos y deseaba que su hijo viniera al mundo pronto, creciera rápido y fuera un gran guerrero lo antes posible. Debía de protegerle mientras creciera hasta que llegara a la pubertad y convertirlo en un guerrero fuerte para que gobernase ese reino y pudiera llevar al país por la senda que él había trazado.

—Gran Señor, mi dios. Veis cuán feliz está vuestro pueblo por las victorias obtenidas y por los valiosos tesoros conquistados —le dijo Tepexcolco mostrando una sonrisa de satisfacción y señalando al gentío que aclamaba la comitiva real.

Las voces de su pueblo resonaban en el horizonte al compás de las caracolas y los tambores. La luz del atardecer hacía resplandecer la comitiva real que pronto alcanzaría la explanada donde se ubicaba el palacio real. Aquel hombre sentía devoción por su rey y realzaba todos los momentos de felicidad que la vida les proporcionaba.

—No olvides, amigo mío, que el pueblo siempre aclama al vencedor. Algún día, cuando lleguen las derrotas, veremos si mi pueblo es tan condescendiente conmigo. —Su rostro dibujó una sonrisa, pero en el interior de su alma un rictus de tristeza embriagó su corazón. Aquellas dudas le asaltaban con frecuencia. A veces desconfiaba de su futuro y sentía miedo por el destino que los dioses le tenían reservado.

—Siempre seréis su rey-dios, mi señor. —Tepexcolco le hizo una suave inclinación de cabeza.

Él siempre le admiraría pasara lo que pasara en el futuro. Había combatido a su lado desde que llegaron al valle, procedente de las llanuras del norte y tuvieron que enfrentarse a Itzpapalotl, «mariposa de obsidiana», a la que después de varias guerras consiguieron derrotar. Su vida de sacrificio se había caracterizado por su fe más ardiente en aquel hombre, cuya generosidad y humanidad le había conquistado.

Por unos instantes el tiempo se detuvo, Mixcóatl desvió su mirada hacia el mercado que se encontraba en un lateral del camino en el que la comitiva real marchaba. Allí, delante de un tenderete, una mujer joven apremiaba al comerciante a que le vendiera las frutas que necesitaba, deseaba correr para ver la comitiva real desfilar ante sus ojos. Su nerviosismo era patente, la alegría se había desbordado entre todos los habitantes de la ciudad y ella no era una excepción.

El rey ordenó detener la marcha. Allí, delante de su comitiva se encontraba la joven, aparentemente comprando frutas, ausente de los agasajos que su pueblo le tributaba a su rey. Su figura esbelta sobresalía entre todas las jóvenes y su belleza resaltaba entre los colores de las frutas. Sus cabellos, negros como la noche, irradiaban rayos de luz emanando de ellos ríos y fuentes. Tenía la edad ideal, plena de sensibilidad y deseo sexual. «¿Quién será esa mujer que sobresale en belleza a todas las demás? —pensó, mirando fijamente al paisaje que dibujaba aquel mercado con la figura de la hermosa mujer—. ¿Será alguna diosa que ha venido desde los confines del cielo a visitarnos? ¿Será una princesa mortal o simplemente una mujer?». Su mirada se quedó detenida por unos instantes en la figura que le había intrigado. Ordenó detener su litera y dirigiéndose a su más fiel servidor le preguntó.

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