—Dime, Tepexcolco, ¿quién es esa mujer? —Mixcóatl alargó su fuerte brazo para indicar a la hermosa mujer que estaba comprando frutas en el mercado. Su mirada recorrió la distancia que había entre su litera y el mercado. Siempre tenía la convicción de que Tepexcolco conocía a todos los habitantes.
—No la conozco, mi señor. Pero puedo averiguar de quién se trata —respondió sorprendido Tepexcolco. Nunca había visto en su rey aquel deseo tan agobiante por una mujer.
—No, harás algo mejor. Le dirás que acuda esta noche a palacio. Le dirás que su rey le manda una invitación, no una orden. ¿Has entendido? Si la rechaza, deberás de aceptarlo y dejarla tranquilamente. Ha de venir por voluntad propia y no por una orden —sus últimas palabras sonaron con una fuerte convicción. No buscaba el amor basado en la fuerza de su cargo, lo hacía por el deseo de atracción que dos seres debían de sentir.
—Sí, mi señor. Así se hará. —Tepexcolco, realizando otra una reverencia, inclinó su cabeza y se alejó de su señor.
Caminó hasta el puesto en donde se encontraba la joven. Algunas veces tenía que realizar trabajos que no le gustaban, pero ser el hombre de confianza del rey conllevaba realizar aquellas misiones que en su interior odiaba.
Se acercó lentamente a la joven y rápidamente comprendió por qué su señor se había fijado en esa belleza. Se trataba de la mujer más hermosa que jamás había visto. Estaba seguro de que su señor tenía buen gusto para elegir a las mujeres. Se encontró a una joven de melena oscura y de piel aterciopelada que le miraba descaradamente.
—Dime, mujer, ¿quién eres? ¿Cómo te llamas? —le preguntó mirándola a los ojos, que asemejaban a dos lagos del bosque.
—Soy Xochiquétzal, señor. Soy una princesa tlahuica y vivo con mis abuelos, ya que mis padres murieron en un ataque de nuestros enemigos. ¿Por qué me lo preguntáis? —La chica sonrió al término de su pregunta. Ella era una diosa y ya había estado casada con Tlaloc. Se había transformado en una simple mujer con la idea de conocer a aquel rey tan valiente y hermoso. Su rostro dibujó un rictus de dulzura que hizo dudar a su interlocutor.
—Nuestro rey y dios, mi señor, desea conoceros. Por ello os ruega que acudáis esta noche a palacio. Si os place os quedaréis a vivir en él, pues desde hoy sois su invitada de honor —Tepexcolco terminó su frase con una ligera reverencia de cabeza, algo que a la joven le sorprendió.
—Si mi rey lo desea, allí estaré, señor.
Su rápida respuesta desconcertó al consejero real que esperaba alguna resistencia o duda sobre la invitación. Estaba claro que aquella mujer era un ser excepcional.
Xochiquétzal salió corriendo del mercado, la emoción embargaba su corazón. Llegó jadeando hasta la casa de sus abuelos, que vivían en una casa sencilla, lejos del lujo de los palacios con los que Xochiquétzal soñaba. Dejó el cestillo donde llevaba las frutas que había comprado encima de una mesa y empezó a danzar de alegría. Sus abuelos, que al verla llegar se asustaron, la miraban extrañados. ¿Le habrá entrado algún mal? ¿Será algún dios que la ha poseído? Los ojos de la muchacha entonaban una canción alegre y feliz y su rostro se iluminaba con los sueños que a su mente acudían en tropel. Algo misterioso intuía que iba a ocurrir esa noche. Estaba soñando de día, que eran los sueños verdaderos, pues los de la noche eran falsos y traidores. Había llegado a Oaxaca para conocer a aquel dios-rey que todos pregonaban como el hombre más valiente y fuerte de aquellos reinos y por fin le iba a conocer. Su vida anterior quedaba en el olvido. Ahora sería una mujer llena de vida, llena de voluptuosidad y deseo para enamorar a ese hombre que deseaba tenerlo a sus pies. Soñaba con el momento de yacer en su cama y poder concebir un hijo para el rey.
—¿Te ocurre algo, Xochiquétzal? —cuestionó su abuelo asustado al verla tan excitada.
—No me ocurre nada malo, abuelo. Pero algo importante acaba de ocurrir. Un enviado del rey me ha pedido que acuda esta noche a palacio. El rey desea conocerme y quiere que sea su invitada. ¿No os parece extraordinario? —El rostro de Xochiquétzal irradiaba alegría. Sus ojos, hermosos como dos esmeraldas, brillaron en la oscuridad del hogar.
Marchó hacia su habitación y buscó entre sus enseres el vestido más bonito que llevaría en su visita para conocer a su rey-dios, Mixcóatl. No poseía un vestuario muy amplio, pues sus abuelos no tenían muchos recursos, pero estaba segura de que elegiría uno que realzaría su belleza.
Sus abuelos la miraron con tristeza. Para ella, representaba un momento mágico la invitación del rey a su palacio, pero para ellos significaba la ocasión de la pérdida de su nieta, pues imaginaban que existía la posibilidad de que nunca más volvería a aquella humilde casa. El destino la había llevado a esa casa y el destino se la arrebataba. Tendría que ser la voluntad de los dioses, pensaron los ancianos.
Xochiquétzal preparó un baño y después de gozar del agua untó su cuerpo con los aceites que guardaba para alguna fiesta especial. Luciría un vestido de algodón blanco con unas orlas de coloridas flores. Se arregló la melena y buscó una bonita flor para prenderla en ella.
Recordaba las noches de primavera en las que había bailado delante de sus padres y de cómo ellos la miraban embelesados ante sus agiles movimientos, ahora bailaría para el rey si él se lo pedía. Aquella cita misteriosa le daba vértigo. Sus sueños de princesa nunca le habían llevado hasta el palacio de un rey como aquel. Un rey mortal de carne y hueso. Sin embargo, esta noche misteriosa acudiría y todo el embrujo de la vida se abriría ante ella al ver a su rey y sentir a su corazón agitarse con fuerza ante su presencia. La extraordinaria cita le parecía algo mágico y presentía que algo extraordinario iba a ocurrir.
La noche, que llegó después de marcharse a dormir el dios del sol, había envuelto con su velo negro las estancias del palacio, pero unas antorchas, alimentadas de aceite de ahuacatl, iluminaban los espacios por los que Xochiquétzal transitaba al encuentro de su señor. El encanto del palacio y el perfume que emanaba de los jardines la transportaba a las estancias de los dioses en los que ella había vivido desde niña. Miraba expectante todo aquello que encontraba a su paso, pues no en vano esperaba hallar allí a los dioses del firmamento. Cada rincón le producía una emoción al comprobar la belleza del lugar.
—Espera aquí un momento —le dijo un sirviente.
Xochiquétzal permanecía con toda la atención puesta en el momento que le anunciaran que podía entrar. Miraba con atención todos los rincones de la estancia donde le hicieron aguardar. Su corazón latía con rapidez y su sangre galopaba por aquel cuerpo joven a la espera de encontrarse con su rey. Había oído tantas cosas de él que esperaba no despertar de ese sueño y encontrarse con un hombre vulgar. Las figuras que adornaban la estancia le miraban fijamente y ella notó que se posaban sobre su cuerpo, por unos instantes dudaba de si estaba desnuda o vestida.
Miró con atención y comprobó la hermosura de aquel palacio que Mixcóatl había construido después de su conquista. Había transportado piedras, alabastro y maderas nobles desde lugares bien lejanos para labrar el conjunto más hermoso que un mortal podía construir. Había figuras de animales en jade que realzaban la belleza de la naturaleza, también jardines que competían en rivalidad con los de los dioses allá en el cielo.
—Pasa, Xochiquétzal —la invitó Tepexcolco, que había acudido a la puerta para recibirla. Una sonrisa suave y delicada acompañó a la petición. Con una breve inclinación Tepexcolco indicó a la joven que caminase a su lado.
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