Alberto Santamaría - Políticas de lo sensible

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La cultura no es una fina piel que podamos separar, cuando mejor nos convenga, de nuestras actividades económicas y políticas cotidianas. Muy al contrario, su núcleo es móvil, inaprehensible y siempre permanece teñido por las transformaciones sociales que se dan a su alrededor y de las que depende tanto su fuerza como su existencia. Ahora bien, sería también un grueso error reducir toda cultura a una simple expresión refleja de la vida económica y política, como si la vida cultural fuera un triste muñeco manipulado al estilo de la ventriloquía. El activismo cultural neoliberal y el marxismo más ortopédico se han manejado, en ocasiones astutamente, en estos espacios de desconexión y vaciamiento de lo cultural. Este libro contiene múltiples historias que parten de esta hipótesis de trabajo, de este horizonte. Tomando como eje las herramientas del romanticismo y el empuje de la crítica cultural, se analizan aquí diversos casos: desde el corazón nihilista y romántico del postpunk en Manchester hasta la perspectiva cultural inserta en el corazón del proyecto hayekiano, pasando por el nacimiento del espectador moderno, por el pensamiento de María Zambrano o la poesía de Alejandra Pizarnik. Entre las historias de este libro hallamos un análisis de la relación de Marx con la poesía o la idea de este respecto a la revolución en España. Un libro de análisis crítico de la cultura contemporánea cuya finalidad sería la de tratar, desde estas múltiples historias, de abrir grietas -aunque sean pequeñas- en el apelmazado modelo cultural en el que nos movemos.

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PAISAJES BALLARDIANOS

El extrañamiento que observamos en Joy Division funciona en diversos niveles. Tenemos, por un lado, el extrañamiento que nace del enfrentamiento con la lógica de la cultura dominante o, mejor, del enfrentamiento con la lógica cultural que diseña las formas de sentir y de crear comunidad. El punk fue, en este sentido, una forma de extrañamiento, pero incapaz de reconfigurar un espacio posterior. En cambio, el nihilismo pospunk erotizaba las formas del desencanto, algo que en la narrativa de Ballard o Burroughs estaba presente. Obviamente este extrañamiento tiene un segundo nivel más radical, incluso. Me refiero al que se sitúa en el margen vital del espacio en el que vivimos (la habitación como metáfora). De estos dos extrañamientos espaciales, uno estético y otro psicológico (por decirlo de manera imprecisa), trataremos en esta última sección.

En los años sesenta, y en el mundo de las artes visuales, el minimal comienza a transformar cierta sensación con respecto al objeto cotidiano. La mirada estética se dirige fuera de los elementos formalmente reconocidos como arte, para difuminarse y expandirse. Esta disolución de la mirada estética provoca que aquello que había permanecido alejado de la centralidad del arte (ruinas industriales, autopistas, gasolineras, etc.) cobre un renovado interés para esa nueva forma de mirar. Es el momento en el que el espíritu del capitalismo está en plena transformación. En este sentido, al leer las siguientes palabras de Tony Smith, escritas a mediados de los años cincuenta (quizá en 1956), no podemos evitar conectarlas con la música de Joy Division. El espacio se desprende de su sentido rutinario, para, expulsado de ese presente, mostrarse en su propia desidentificación y extrañamiento. Eso es lo que nos enseña Tony Smith y será algo recurrente, posteriormente, en la forma de ver la realidad de esa generación pospunk. Escribe Smith:

Me encontraba dando clases en la Cooper Union […] cuando alguien me explicó cómo podía llegar a la autopista en construcción de Nueva Jersey. Me llevé a tres estudiantes y conduje desde algún lugar de las Praderas hasta New Brunswick. Era una noche oscura y no había ni luces, ni señales reflectantes, ni líneas, ni vallas, ni ninguna otra cosa que no fuera el negro pavimento discurriendo a lo largo de un paisaje de llanuras, bordeado a lo lejos por colinas, pero salpicado de chimeneas, torres, humos y luces de colores. Este viaje fue una experiencia reveladora. La carretera y gran parte del paisaje eran artificiales y, aun así, no podía decirse que se tratase de una obra de arte. Por otra parte, consiguió que se produjese algo en mí que el arte no había logrado nunca. Al principio, no supe lo que era, pero tuvo como consecuencia que me desprendiese de muchas opiniones que había mantenido acerca del arte. Parecía como si allí hubiera existido una realidad que no hubiese tenido ninguna expresión dentro del arte. […] Más tarde, descubrí en Europa algunas pistas de aterrizaje abandonadas –obras abandonadas, paisajes surrealistas, algo que no tenía ningún uso, ninguna función, mundos creados sin tradición–. Comencé a apreciar los paisajes artificiales sin precedentes culturales. Hay un campo de instrucción en Nuremberg tan grande como para acoger a dos millones de hombres. Todo el campo está rodeado de altos muros y torres. El acceso de hormigón está formado por escalones de tres por sesenta pulgadas, uno sobre otro, extendiéndose a lo largo de, aproximadamente, una milla [24].

Esta experiencia de Smith será común generacionalmente, y podríamos ver cómo se expande y reaparece tanto en la literatura como en las artes visuales de los sesenta o setenta. Pero igualmente la hallamos en el marco de la música de finales de los setenta y en una ciudad tan adecuada para estas descripciones como Manchester. No obstante, si llevásemos a cabo una genealogía, pronto observaríamos cómo se trata de una experiencia que se asienta en el marco de la poética romántica donde se pretende hallar el elemento de disenso con respecto a la experiencia de lo cotidiano. El descubrimiento de un espacio desacostumbrado que emerge de lo visible y que posibilita la visión de un futuro trastornado, he ahí una poética condensada [25]. Los escenarios están dispuestos: aeropuertos vacíos, gasolineras abandonadas, centros comerciales como proyecciones del futuro… El ejercicio del extrañamiento comienza aquí, en el momento en el que lo familiar (Heimlich) se transforma en (Unheimlich). Freud, en Lo siniestro, ahondó en ello. El extrañamiento radica en el presente y se postula como futuro. Y este extrañamiento estético del espacio, a la hora de hablar de Joy Division, tiene un referente clave: J. G. Ballard. La lectura de Ballard por parte de Ian Curtis parece haber desempeñado un papel relevante tanto en lo estilístico como, incluso, en lo emocional. Ballard, a su vez, le sirvió a Curtis de caja de herramientas para gestionar la desesperación de ese héroe esquizo y trágico de sus letras; un héroe que quizá fuese la propia desfiguración progresiva del propio Curtis. Tal vez hablemos de un héroe trágico a lo Antígona, que lucha desesperadamente ante un poder que sabe puede destruirla en cualquier instante. Lo que sí está claro, creemos, es la forma en la que las letras de Curtis, pero también la música de Joy Division, se sirven del universo en constante mutación hacia el radical trastorno que hallamos en la narrativa ballardiana. Es la atmósfera sonora igualmente de Joy Division la que también debe mucho al novelista. Empecemos por esto último. Simon Reynolds señalaba, aunque sin profundizar en ello, esta cuestión. Y lo hacía con respecto a quien construyó, junto a la banda, esa atmósfera tan peculiar, el productor Martin Hannett. Escribe Reynolds: «A Hannett también le gustaba la psicogeografía del espacio urbano, y declaró cosas como: “los espacios públicos y desiertos y los edificios de oficinas vacíos me dan subidón”» [26].

El trasfondo ballardiano crecía como una poética necesaria en la propia construcción sonora de la banda. Las palabras de Hannett, como las anteriores de Smith, como las letras de Curtis, definen, más allá de cualquier otra cuestión, una forma extrañada de ver el mundo. «Me chocaba que Ian ocupara todo el tiempo libre que tenía leyendo y reflexionando sobre la miseria humana» recordaba a este respecto Deborah Curtis. Pero no sólo eso. La propia Curtis ahonda en esta presencia:

Por entonces, Ian marcaba una distancia emocional entre nosotros dos. Trajo a casa un par de libros sobre la Alemania nazi, pero mientras tanto leía a Dostoievski, Nietzsche, Sartre, Herman Hesse y J. G. Ballard. […] Crash de J. G. Ballard combinaba el sexo con el sufrimiento de las víctimas de accidentes de coche. Me chocaba que usara su tiempo libre para leer y pensar en el sufrimiento humano. Ya sabía que buscaba inspiración para sus canciones, pero todo culminaba en una obsesión insana por el dolor físico y mental [27].

Leamos ahora a Ballard: «la magia y la poesía que uno siente cuando mira un depósito de chatarra repleto de lavarropas viejos, o un desguace lleno de coches hechos pedazos, o viejos barcos pudriéndose en algún puerto ya en desuso». Esta magia procede del extrañamiento, de la desfamiliarización que nos provoca y que dispone un futuro altamente distinto. Es algo que sentimos propio y ajeno al mismo tiempo. En Bienvenidos a Metro-centre realiza Ballard una descripción que concuerda con nuestra idea:

Allí, una gasolinera junto a la doble calzada encerraba un sentido de comunidad más profundo que cualquier iglesia o capilla, una conciencia mayor de cultura compartida que la ofrecida por una biblioteca o una galería municipal. […] En aquel pueblo, cuyo nombre ignoraba, no había periódicos tirados por el suelo ni personas recogiendo cartones. Era un sitio donde resultaba imposible pedir prestado un libro, asistir a un concierto, decir una oración, consultar el libro parroquial o dar una limosna. En pocas palabras, el pueblo estaba en un estado terminal de consumismo. […] La historia y la tradición, la lenta muerte por asfixia de una vieja Gran Bretaña, no desempeñaba ningún papel en la vida de sus habitantes, que vivían un eterno presente comercial [28].

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