Julián Gutiérrez Conde - El manuscrito Ochtagán

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El manuscrito Ochtagán: краткое содержание, описание и аннотация

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El manuscrito Ochtagán es un «libro maldito» que destapa las oscuras simas donde se esconde el Mal, muy a menudo disfrazado de la más alta bondad y de los conceptos más sublimes y solidarios, y hábilmente utilizado por los poderosos de todos los tiempos para conseguir sus fines empleando las más maquiavélicas estrategias, que aquí se desvelan.Julián Gutiérrez Conde sitúa al lector al otro lado del espejo, donde cada uno ha de afrontar el negativo más genuino de su ser, el retrato más negro y desolador de su propia realidad, y recorrer solitario los vericuetos más tenebrosos de sus sentimientos y de su conciencia. Todo ello sin paz ni descanso, con un vértigo que se va acelerando con la narración y que no deja escapar de ella, como un terrible remolino que nos absorbe y contra el que luchamos pero del que no es posible salir indemnes.

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Para ser sincero, mi mundo profesional eran las dificultades y los conflictos; ni lo fácil ni lo sosegado o apacible formaban parte habitual de mi entorno natural.

Supongo que por estas razones y de sopetón me sobrevino la idea de acometer un nuevo reto. Recorrería Irlanda por la costa. Pero no lo haría en moto, ni en automóvil ni en transporte público; ni siquiera en ningún tipo de artilugio o caminando. ¡Lo haría corriendo! Era una idea alocada, pero precisamente por eso me atraía.

Aunque mi forma física se había resentido algo en los últimos tiempos como consecuencia de la desgana sobrevenida tras la situación vivida, aún estaba en bastante buenas condiciones y el hecho de llevar a cabo aquel reto sin duda me devolvería la ilusión, así que aprovecharía el tiempo que restaba hasta el momento del inicio del viaje para acometer un plan de entrenamiento que me permitiera llevar a cabo el proyecto con garantías de éxito.

Busqué mapas, tracé alternativas, establecí etapas de en torno a los quince o veinte kilómetros diarios y localicé lugares posibles en los que alojarme. En definitiva, concentré el tiempo libre que me dejaba mi trabajo en preparar los detalles logísticos de aquella aventura. Y me sentí ilusionado con el proyecto.

Otra de las reglas sería que eludiría en lo posible las ciudades y escogería las rutas más rurales y próximas a la costa. Afortunadamente, la amplísima red de tradicionales B&B, tan extendida entre las familias de aquellas culturas como modo de conseguir unos ingresos extra, me facilitó enormemente las opciones de alojamiento.

Antes que el reto deportivo me puse otro objetivo prioritario, que era el de disfrutar y dejar que un nuevo mundo se abriera frente a mí. Si por alguna razón deseaba permanecer por más tiempo en algún lugar, lo haría sin dudarlo. Y si una etapa diaria era inferior a lo marcado a priori o no me apetecía hacerla, tampoco pasaría nada. Si no me encontraba con ánimo de correr pues caminaría, y si no descansaría en algún momento. Conociendo mi carácter disciplinado y mi espíritu de superación, eso resultaría un reto aún mayor. Quería, y tenía que aprender a hacerlo, disfrutar de mi libertad.

Decidí comenzar en Westport, la hermosa villa a la que podía acceder inicialmente por ferrocarril. Desde ese punto ascendería por la costa oeste hacia el norte. Aquella era una zona menos turística que el sur y por tanto con menos aglomeraciones.

Además, de ese modo, según fuera ascendiendo hacia zonas más norteñas, el verano iría avanzando y presumiblemente las temperaturas se irían moderando, lo cual sería de agradecer. Tomé la arriesgada decisión de no hacer reservas más allá del primer día y el resto con antelación no mayor a un día para evitarme la presión de tener que alcanzar un punto exacto de llegada. Eso reforzaría, además del sentimiento de aventura, mi objetivo de disfrutar. Prefería asumir otros riesgos antes que ver truncado el éxito de mi aventura por tener que forzar en alguna etapa en la que, por alguna de esas razones misteriosas que a veces acechan al deportista, el cuerpo no responde como normalmente suele.

Y así me vi envuelto en lo que hasta ese momento había sido un sueño abandonado, una ilusión que se hallaba oculta en lo más profundo del baúl de los imposibles. Ese baúl se abrió y su contenido estalló con inmensa energía cuando llegó el día de arrancar. Llevaba un equipaje tan mínimo como liviano que me permitiera disponer de lo imprescindible y soportar su transporte durante la exigente actividad que pretendía llevar a cabo. Coloqué aquella minimochila sobre mi espalda con tanta emoción como –por qué no decirlo– inquietud.

***

DE BHRÍ AN COMHAIRLE

(Comienza la aventura)

En que Waltcie conoce la leyenda de Ecdon Point

A aquella aldea se llegaba por una carretera escabrosa y estrecha al máximo con firme de grija mínimamente asfaltado que desembocando en una estrecha calleja daba entrada a la docena de casas que conformaban el lugar. Al entrar por ella mis pasos claquetearon sobre las piedras del empedrado, cuyo eco creaba un ambiente casi misterioso.

Por mínima que sea una población, en Irlanda siempre existe un pub que viene a ser el eje de todas las relaciones. Para quien, como yo, buscaba un lugar donde dormir, aquel era el lugar idóneo para conseguir la información que necesitaba.

La Finscéal Ecdon Point (la leyenda de Ecdon Point), como edificio era notable y el mayor de la zona, si bien el espacio destinado a pub era pequeño y rezumaba una historia más que centenaria, lo que le daba un aspecto sencillo pero acogedor. La pinta de cerveza tostada me supo a gloria tras el esfuerzo que había llevado a cabo.

Después de la primera pinta le pregunté al dueño sobre un posible alojamiento y él me hizo una seña en dirección a la mesa en la que un anciano fumaba con calma su humeante pipa mientras su mirada se mantenía fija en el vaso, más que mediado, que tenía frente a él.

Al acercarme con intención de preguntarle, con una amable invitación me indicó que me sentara a su mesa.

–No se ven muchos eachtrannaigh (foráneos) por esta zona –me dijo.

Así comenzamos nuestra conversación. Se mostró interesado tanto por mis propósitos como por el recorrido que llevaba y la razón que me había empujado a ir hasta allí. De todo eso charlamos mientras tomamos otro par de pintas de cerveza tostada.

–Si lo desea, puede usted alojarse en mi granja. No está demasiado lejos de aquí –me propuso cuando pareció tomar cierta confianza.

Acepté encantado.

–¿Así que dice usted que ha llegado hasta aquí por pura casualidad? –me repitió.

–Sí –respondí–. No me diga cómo ni por qué tomé esta ruta. La única razón es que era la más próxima a la costa. Y –añadí– me alegro de haber venido hasta un lugar tan desconocido.

–Bueno, la leyenda nos dice que tanto tosaités (iniciandos) como múinteoirs (maestros) llegarán de las más diversas formas –concluyó, y su curtido rostro dirigió una perdida mirada hacia una puerta interior del pub, al tiempo que consumía el último resto de cerveza que le quedaba.

No entendí nada de lo que me decía ni a qué se refería pero, como le vi así de ensimismado, tampoco quise insistir y supuse que podrían ser unas palabras descoordinadas resultado de la combinación de demasiada edad con mucha cerveza.

Cuando nos despedimos y me acerqué a abrir la puerta de salida para ir hacia su granja observé que sobre la otra puerta, a la que tanta atención había prestado mi compañero, había un octógono grabado en madera que a simple vista denotaba ser una hermosa y auténtica antigüedad. Pero tampoco me detuve a reparar en más detalles. Solo aprecié que se trataba de una puerta de madera, gruesa y soberbia, sin duda de manufactura artesanal y antiquísima.

La casa en la que me alojaría era una de esas aisladas granjas tan características de aquellas zonas. No estaba a más de dos kilómetros del pueblo y fuimos caminando, acompañados por un pastor irlandés que se nos unió cariñoso y encantado, cuando ya el atardecer comenzaba a apagar las luces del día. Estaba situada en un enclave privilegiado.

No charlamos nada entre nosotros durante el trayecto. Parecía tan absorto en su pipa y sus pensamientos como yo en los míos. No quise molestarle cuando escuché que tarareaba lo que debía ser una canción tradicional de cuya letra solo llegué a entender: An finscéal Ecdon Point (la leyenda de Ecdon Point), que repetía insistentemente en el estribillo.

Era una noche negra y densa para las fechas en que nos encontrábamos y el rugido de los acantilados al chocar del oleaje envolvía la atmósfera. Desde la ventana de mi habitación se podía ver tintinear tanto la concentración de luces de las poco más de doce o quince casas que constituían el pueblo como las otras lejanas de granjas dispersas entre los diversos parajes.

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