—Y ahora, señores, ¿cuál es el paso siguiente? —El tiempo transcurría y no podíamos dejar que llegara la noche. Ya les habíamos dado nuestra palabra, estábamos dispuestos a cumplir, sin embargo, alias “Mateo” nos preguntaba cómo íbamos a garantizarle la seguridad de su familia y la libertad de su novia. Lo garantizamos con nuestra palabra.
—Usted dice que nos entrega al jefe de la banda, que él sabe dónde está el secuestrado, y nosotros respetaremos la palabra empeñada. —Qué reto tan grande, pero no tenía otra opción que confiar en nosotros.
— A las tres de la tarde tengo cita con el cabecilla en el interior de la Universidad Nacional, en una plazoleta muy conocida llamada Che Guevara. Allí nos encontraremos para ultimar detalles de la negociación, ya que se está presionando porque no hay dinero y se va a recibir un anticipo de quinientos millones de pesos —manifiesta el capturado Mateo.
Procedió a describirnos al cabecilla, incluso nos dijo que se movía en un automóvil Mazda con placa terminada en 727.
De inmediato convocamos a una reunión de crisis, urgente, presidida por el comandante del Unase y el coordinador DAS. ¿Qué hacemos? No tenemos otra opción que creerle, y permitir que cumpla la cita. ¿Qué pasa si no cumple la cita? Entre los miembros de estas organizaciones están establecidos los que se llaman «métodos de comunicación» o «automáticos». Si no se cumple una primera cita en un lugar que ha sido pactado, se acudirá a una siguiente en otro sitio más seguro. Todo está hablado entre ellos previamente y si no se asiste a la segunda reunión, hasta ahí llega todo, la negociación se rompe, se daña el hilo conductor.
Imagínese el Ejército Nacional y el Unase entrando a cubierta a la Universidad Nacional, junto con el DAS, el organismo de inteligencia del Estado, amado por muchos, odiado por otros, entre ellos por un vasto sector de juventud y de estudiantes que no entienden su trabajo y no apoyan sus métodos.
Nuevamente acudí a Inteligencia del DAS para pedir que nos pusieran en contacto con colaboradores o agentes de la institución que laboraran como infiltrados en esa universidad. Estábamos muy cerca y la situación era urgente. Me contactaron con dos compañeros, una pareja, muchachos muy normales, pasaban fácilmente como estudiantes. Él tenía pelo largo y cola de caballo, y ella era muy joven. Les puse cita en una panadería, cerca de la iglesia del Milagroso de Buga que queda en el sector. Solo fui con una compañera, pues confiaba plenamente en mis colegas del DAS. Les comenté que teníamos que hacer un trabajo en la plaza Che Guevara y eventualmente sacar a dos personas hasta la calle 26 o Avenida Quito, y les pregunté que cómo estaba la situación, que cómo veían la operación. Creo que les gustaba la acción, pues de una vez ofrecieron colaborar. Nos informaron que la presencia de grupos guerrilleros era fuerte, principalmente por parte de “elenos” (pertenecientes al ELN), pero que en esos días la universidad estaba calmada y que, si queríamos, ellos estarían allí en la plazoleta para avisarnos si veían movimientos raros. Así quedamos. Nuestros compañeros encubiertos se despidieron y se dirigieron a hacer la vigilancia en la plazoleta de la universidad, donde iba a hacerse la reunión.
Inmediatamente retornamos al punto de concentración y continuamos la charla con el capturado, alias “Mateo”, y le dije:
— Señor, vamos a llevarlo al sitio, usted va a entrevistarse con el cabecilla en el interior de la universidad. La prenda de garantía es su amiga, quien se quedará con varios funcionarios en algún lugar de Bogotá, y cuando usted cumpla su cita y vuelva, nosotros cumpliremos nuestra palabra y le daremos libertad a su amiga Cristina.
Sin embargo, el capturado presionaba para que la dejáramos ir ya, que él iba a cumplir. Es obvio que no podíamos acceder a eso, había mucho en juego y no podíamos dejar cabos sueltos. Es eso o nada. Ella se fue con dos soldados y un funcionario del DAS hacia otro lugar, mientras se desarrollaba la cita.
El tiempo era muy corto y por eso ya estaba organizado el siguiente paso. Íbamos para la Plaza Che Guevara de la Universidad Nacional, en uno de los taxis que teníamos a nuestro servicio. Ingresé a la plazoleta junto con soldados de similar apariencia, jóvenes, con cortes de cabello muy normales, y una vez allí divisé a la pareja de compañeros de inteligencia que estaban apoyándonos a cubierta. Me sentía seguro de que íbamos a ganar.
Nos comunicamos con el grupo de afuera y les informamos que todo estaba listo, que dejaran pasar a Mateo, quien entraría custodiado de manera discreta por dos suboficiales del ejército. Las instrucciones eran claras, tenía que esperar la llegada del cabecilla y hablar con calma, caminando y tratando de llevarlo hacia alguna de las puertas de la universidad. Afuera teníamos cuatro carros que reaccionarían prontamente para sacarnos a los cinco detectives que estábamos adentro.
Los compañeros del DAS nos indicaron que no veían gente diferente a la habitual y que la situación estaba controlada. Por su parte, Mateo tenía que tratar de sacar al cabecilla a un sitio que nos facilitara capturarlo y subirlo a un vehículo. Teníamos aún bajo nuestro control a la mujer, que era la prenda de garantía, y por eso tenía que cumplir.
Efectivamente llegó el sujeto; ya lo conocíamos, era alto, joven, apariencia intelectual; ahora tenía barba. Llegó directo, abordó a Mateo sin ningún temor ni prevención. Buscamos si alguien lo acompañaba y no detectamos a nadie; se sentía muy confiado en la universidad, era un terreno que conocía. Comenzaron a hablar y a caminar, pero infortunadamente no teníamos la tecnología para escucharlos y habían pasado más o menos diez minutos. Nos dimos cuenta de que algo no andaba muy bien, que quizás nuestro individuo estaba hablando más de la cuenta y eso estaba poniendo en grave riesgo la operación. ¡Había que pensar rápidamente! Pedí que trajeran los carros lo más cerca posible, llamamos dos camperos para que se parquearan frente a la puerta de la carrera 30, cerca del puente curvo que ingresa al barrio La Soledad.
Los vehículos permanecían encendidos y allí teníamos a otros cuatro compañeros más, éramos siete personas. Los agentes de inteligencia ya no estaban, habían apoyado desde el inicio, pero ya se habían retirado y nosotros estábamos como a diez metros de la puerta. Le dije a mi compañero:
— O lo sacamos y nos lo llevamos… ¡o esto se jodió!
Y es así como en un momento, en un instante, uno de los sargentos que me acompañaba se encargó de inmovilizar al primer objetivo, y junto con un soldado nos le fuimos encima al cabecilla, lo inmovilizamos y lo botamos hacia la calle, donde lo abordaron tres compañeros más, que lo subieron a uno de los camperos. Mateo fue montado en la cabina de un furgón que teníamos cerca y se alejaron del sector hacia un lugar seguro que teníamos dispuesto. Por otra parte, cuando el cabecilla reaccionó, ya estaba en un carro, tendido en el piso con cinco personas que lo controlaban. El vehículo arrancó a gran velocidad hacia el siguiente punto de encuentro.
En el sitio se quedaron dos integrantes del grupo, quienes nos informaron cuál había sido la reacción de la gente, principalmente de los estudiantes de la universidad. Algunas personas llamaron a la policía, y desde lejos observamos cómo la policía empezó a moverse, abordó el otro carro del Ejército que había quedado allí, y retuvo a dos compañeros por espacio de veinte minutos aproximadamente, para verificar si era cierto que estaban efectuando una captura, si tenían documentos que lo demostraran. La situación estaba así preconcebida, no tenían nada, llevaban las armas normales y tenían todo el tiempo del mundo para dar las explicaciones, mientras nosotros nos alejábamos del lugar. Ya habíamos establecido un punto de control cercano a la sede del Unase, al batallón Rincón Quiñones. Hasta allí nos dirigimos.
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