Humberto Velásquez Ardila - Secuestro historias que el país no conoció

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Los escritos publicados sobre el secuestro extorsivo casi siempre tienen un enfoque académico, centrado en el papel que sus perpetradores han jugado en el conflicto armado colombiano; así mismo, varios de los sobrevivientes escribieron sus experiencias, las cuales quedaron como testimonios vivos de la crueldad y la humillación a las que se somete a un plagiado. Sin embargo, hacía falta el relato presentado por quienes luchan contra el delito desde el campo de la legalidad y la institucionalidad. Las crónicas que describe el libro SECUESTRO Historias que el país no conoció, cobran especial relevancia ante el nuevo comportamiento en los fenómenos delictivos que afectan al país, donde esta atroz práctica siempre es considerada como una forma de obtener recursos, para financiar otras conductas criminales y como mecanismo de presión hacia el Estado.
Es nuestra obligación evitar que historias como estas se repitan. Si bien, los operativos acompañados de grupos especializados como los GAULA son parte importante del trabajo, no necesariamente conllevan el mayor riesgo; la mayoría olvida que, la gestión que lo precede, implica una minuciosa labor de inteligencia, investigación, táctica y estrategia que buscan determinar el lugar de cautiverio y el momento preciso para actuar, dentro de un engranaje milimétrico, en el cual ninguna de sus piezas puede fallar, para alcanzar el éxito. Humberto Velásquez Ardila, testigo directo de las historias reales que conforman este libro, combatió el terrible flagelo del secuestro, que hoy sigue llamando la atención no solo del país sino del mundo entero, por la extrema degradación y las atrocidades a las que son sometidas las víctimas; su práctica jamás podrá justificarse, en ninguna forma

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Antes de ingresar el sujeto nos dijo:

Aquí está el secuestrado. Yo ingreso y les garantizo que no va a pasarle nada, saldrá sano y salvo .

Él también cumplía, siempre insistía en que él era el responsable. Fue acompañado hasta la puerta, se le permitió que abriera con las llaves, pero no que cerrara la puerta y se le ratificó que tenía solo dos minutos para organizar las cosas. Al cabo de un minuto salieron dos niños, dos muchachos de quizás doce o trece años, que formaban parte del grupo que estaba cuidando el lugar y que vestían uniforme de un colegio distrital cercano. Instantes después sale otro que cuando mucho habría cumplido dieciocho años.

No salen más… e irrumpimos en la vivienda, un primer piso sin comunicación con el segundo. Allí, al fondo en una mesa de comedor junto a libros, múltiple propaganda subversiva, radios de comunicación y otros elementos, estaba el cabecilla que habíamos dejado entrar, sentado tomando agua, muy preocupado. No nos había dicho toda la verdad. Aparte de él solo había otro sujeto responsable de cuidar al secuestrado. Consiguió que dejáramos libres a tres y nos entregó uno solo. Como yo lo decía, era una persona inteligente, no estaba improvisando.

Ingresamos a un cuarto que se encontraba cerrado. Un sargento y yo lo abrimos con una barra metálica. Allí, en un colchón en el piso, se encontraba John K., llorando y rezando, sin imaginar qué estaba pasando y sin saber si ese era el último día de su vida o si quizás fuera el primero de la nueva libertad. Nos abrazó, no pronunció palabra. Le informamos que íbamos por él, que en pocos instantes iba a estar libre. No estaba amarrado, lo habían ubicado en un cuarto totalmente hermético, húmedo, con una puerta cerrada, un colchón, una grabadora y algunos libros; se encontraba en relativo buen estado de salud, podía movilizarse solo y hablaba de manera coherente.

El área estaba controlada. Inspeccionamos y se encontraron las llaves del automóvil de los sujetos; revisamos y no había nada interesante o relacionado con la investigación. La capacidad del Ejército para el control de área es importante para trabajar con seguridad y no correr mayores riesgos en las diligencias de levantamiento de planos e informes de campo. Estas labores siempre eran apoyadas por la patrulla de Criminalística del DAS, a quien llamábamos para que nos ayudara. Interrogamos al segundo sujeto, un bandido más sin poder de decisión solo cumplía las órdenes que le daba el hombre que nosotros detuvimos en la universidad. ¿Dónde están los explosivos? Afortunadamente era mentira, la casa no estaba dispuesta para que explotara. Sin embargo, los grupos antiexplosivos del DAS llegaron al lugar para acompañar el rescate que en ese momento realizábamos.

Procedimos a efectuar uno de los actos más emotivos que uno vive en un rescate de estos: llamar a la familia para que el secuestrado pueda saludarlos y darles tranquilidad. Contestó don Arquímedes, su padre. Increíbles sentimientos encontrados, llanto, alegría y total alboroto al otro lado de la línea. Dialogó con su mamá y con su esposa, todos desbordantes de júbilo. Luego llamamos a la fiscal y le informamos que habíamos logrado ubicar al secuestrado. Algo enojada nos felicitó por el éxito, reprendiéndonos por no haberle avisado, y de inmediato se dirigió al sitio para hacer lo que le correspondía. Era una mujer muy trabajadora y conocedora de su labor.

Una vez terminadas las diligencias judiciales, sacamos al secuestrado del lugar y nos llevamos a los capturados además de los elementos incautados, el vehículo, la propaganda y la literatura subversiva afín al ELN. A la hora de hacer cuentas, los capturados que quedaron eran el cabecilla, el negociador Mateo y uno de los que cuidaba al plagiado. Nos quedamos con tres secuestradores y, lo más importante, el secuestrado vivo. Además, había una casa y un carro incautados, algunas armas menores y propaganda guerrillera. Lo más importante es que logramos nuestro principal objetivo: sacar con vida a Jhon K. Y capturamos al principal cabecilla de este grupo de brigadas incipientes en el interior de la Universidad Nacional, patrocinadas por el ELN.

Aquí logramos rescatar, de un grupo terrorista, a una víctima inocente. Salvamos su vida y evitamos que entraran veinticinco millones de dólares que alimentarían la inseguridad de la capital de la República, dinero con el cual, en esos años, 1995 y 1996, esta guerrilla se habría fortalecido bastante y causaría muchos más daños a la sociedad.

Pero la investigación no quedó ahí, teníamos que ir por más. Al siguiente día allanamos el inmueble frente a la plaza de mercado del barrio 12 de Octubre, al occidente de Bogotá, desde donde se hacían las llamadas y se elaboraban las cartas extorsivas. Era una pequeña central de comunicaciones con sofisticados equipos programados para impedir que fueran rastreados, pues podían hacer ver como si el origen de la llamada fuera otro, por eso hablaban con mucha tranquilidad. En ese lugar se capturó a un sujeto profesional en ingeniería electrónica.

De igual manera, la fiscal llamó a imputación de cargos a las diferentes personas que teníamos identificadas, como al tío del plagiado, al mensajero que llevaba razones entre ellos, a la profesora Cristina —que nunca apareció—, entre otros. A los seis meses, desde la cárcel nos informaron que el cabecilla y otro de los capturados habían intentado fugarse por las cañerías de la cárcel nacional La Modelo, pero que afortunadamente habían sido detectados y se había frustrado la fuga. Y allí siguieron por un largo tiempo.

Fue un gran operativo, donde triunfó la sagacidad de los investigadores, en el que cualquier error habría conllevado a un desenlace fatal y donde venció la persistencia en sacar con vida a un secuestrado. ¿Cuánto perdió la guerrilla? No lo sabemos. Imagínese el riesgo tan grande con este operativo, no solo físico, sino jurídico y mediático. Todo esto pasa en la investigación y rescate de un secuestrado.

Las historias que he contado —y otras que contaré— son la forma como se mueve un rescate, como se asumen riesgos, se llega hasta el límite; hay una incertidumbre grande de pérdida… o de ganancia.

El secuestrado retornó sano y salvo a su hogar, con su padre, con su señora madre, con los suyos. Nos hicieron un agasajo, una misa, luego una comida espectacular, y alguno que otro reconocimiento, pero el premio más grande fue el triunfo moral, el triunfo interior que nadie puede quitarnos, el haber salvado una vida, evitando así que unos bandidos lograran su cometido. Eran épocas de Ramiro Bejarano como director DAS.

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