Y así es como muy temprano, a las seis y media de la mañana de un martes de abril de 1995, elegimos los mejores hombres que en ese momento integraban el Unase militar, tanto del DAS como del Ejército. Situamos dos carros en la ruta por la cual se movía el sujeto para llevar a su hijo al colegio, un camión carpado y otro vehículo campero que tenía una reacción más rápida. Los grupos Unase eran bastante integrales, después de que lograban estabilizarse daban frutos muy buenos. Era gente muy comprometida, gente que tenía claro que el objetivo era sacar con vida a una persona que estaba cautiva en calidad de secuestrado. A las seis y cuarenta y cinco el objetivo salió de su nueva residencia para llevar a su pequeño hijo al jardín infantil, lo entregó a la profesora, se despidió y no se devolvió a su casa, sino que tomó hacia la carrera 30 o la avenida NQS de Bogotá. La suerte estaba echada para él, para nosotros… y quizás para el secuestrado. Aquí la decisión era halar la punta del hilo para que nos condujera al final. Si nos equivocábamos el riesgo era inmedible para el secuestrado. Nosotros éramos autoridad, andábamos armados, teníamos un empoderamiento muy grande, casi imbatibles. Un oficial, dos suboficiales, un soldado y dos detectives del DAS (yo uno de ellos) procedimos a abordar a nuestro objetivo. El sujeto sabía que andaba en malos pasos, pero opuso resistencia y gritó que le íbamos a causar daño. En pocos instantes ya estaba dentro del camión donde se había acondicionado una caja grande oscura para trasladarlo a otro lugar, hacia las afueras de la ciudad. Llegaríamos a una zona boscosa con el objetivo, todo estaba milimétricamente calculado. No podíamos permitir que se comunicara, no podíamos dejar que mandara una sola señal porque nos mataban al secuestrado. Ya en marcha, se le dijo que se calmara, que saliera de donde estaba metido, que se sentara, pero seguíamos todos dentro del camión. Junto con un teniente estábamos acompañándolo, le indicamos cuál era la situación. Lo teníamos identificado. Tenía un carné de docente por horas de la Universidad Nacional y otro de la Universidad Antonio Nariño. Era claro que el sujeto había perdido y nosotros, como Unase, le íbamos ganando la partida. Tocaba aprovechar esa ventaja para lograr sacar el caso adelante.
Si él nos colaboraba, nosotros podríamos ayudarle. Era un gana-gana. Inicialmente estaba totalmente cerrado, no nos decía nada, solo que él no era, que estábamos cometiendo un grave error. Comenzamos a mostrarle fotos donde se encontraba con diferentes personas, incluso de su vida familiar. Hicimos que escuchara algunas grabaciones de la negociación donde le dejamos claro que era quien estaba negociando… y aun así negaba.
Ante esta actitud pasamos a aplicar «métodos» no tan convencionales. Era simplemente jugar todas las cartas que nos quedaban. Le mostramos las fotos de los seguimientos y le preguntamos por quienes allí aparecían. Él decía «este es un amigo», «esta es una persona que estudia conmigo», «este es un alumno»… Diferentes evasivas que buscaban sostener su fachada de docente. Las siguientes fotos que le mostramos incluían a su señora madre, a su amiga, incluso a su pequeño hijo cuando lo llevaba hacia el colegio. Ahí su perturbación fue infinita y su miedo, insostenible. Se dio cuenta de que teníamos localizada a su familia, de que teníamos ubicados a los seres que más quería y que negarse a colaborar y a aceptar los hechos era casi un suicidio.
¿Pero qué teníamos que hacer? Plantearle un acuerdo, una negociación, hasta que nos dijo:
— Yo no sé dónde está el secuestrado. Yo formo parte de una nueva estructura de brigadas dependientes del ELN y nos han puesto en Bogotá para organizar un grupo urbano que permita realizar algunas acciones de impacto a favor del ELN y que sea autosostenible. Los veinticinco millones de dólares que estamos pidiendo son para eso, no son para mí, yo soy un integrante más, un ideólogo más de este grupo, pero no sé dónde está el secuestrado.
¿Quién sabe...?
Dentro de todas las fotos llamaba la atención un sujeto que solamente llegamos a ver en la Universidad Nacional, alto, mechudo, joven, blanco, a quien nos señaló como el verdadero jefe de la estructura:
— Este es el jefe, él es mi punto de contacto, si necesito una prueba de supervivencia él la trae, se demora poco en conseguirla, por ahí dos días y sobre cualquier cosa recibimos instrucciones de esta persona.
¿Cómo lo ubicábamos?
¡El reto era grande! Alrededor de las nueve de la mañana aún estábamos en un sector boscoso alejado de la ciudad. El sujeto, a quien ya conocíamos como Mateo, nos plantea:
— Yo se lo ayudo a ubicar, pero dejen quieta a mi familia y a mi novia, no se metan con ellos, es la primera condición... Yo soy consciente, la embarré y si tengo que pagar por eso voy a hacerlo, pero no se metan con mi familia ni con mi novia.
Dialogamos entre nosotros… analizamos… era claro, su novia —o su amante— era una más de los subversivos. Él tenía una esposa, la mamá de su hijo, quien era una señora que permanecía generalmente en su casa, pero su amiga o novia, a quien identificó como Cristina, sin duda era otro integrante del grupo y teníamos que tomar decisiones. El tiempo corría, el hilo que estábamos halando estaba entrabado. El liderazgo que yo ejercía en el grupo, en ese momento, era grande.
La investigación se orientó gracias al seguimiento efectivo sobre la persona que colocó la carta, de ahí partimos. Cualquier señal que el capturado lograra enviar sería mortal para el secuestrado, lo perderíamos todo. Ante esta disyuntiva le garantizamos que su familia no iba a tener ningún problema con nosotros y le dijimos que su novia Cristina tendría un día a partir del momento en que se definiera la situación para que «se perdiera» y no se dejara encontrar por nosotros, esa era la negociación. Llegamos al punto en que le permitimos llamar a su novia y ponerle una cita en un sitio público, el cual estaría controlado por nosotros. Allí llegamos, era una cafetería normal y Mateo se sentó a esperarla. En el lugar había una mesa donde se ubicó el objetivo, y a su alrededor se encontraban cuatro mesas ocupadas por más de diez funcionarios del grupo Unase. No tenía escapatoria. Él nos estaba colocando a otra integrante del grupo delictivo, a otra responsable, pero teníamos que cumplir, no era capturar a una persona, era rescatar con vida a un secuestrado.
Al poco tiempo llegó Cristina, venía muy contenta, hasta que su novio comenzó a contarle todo lo que estaba pasando. Vimos cómo a ella le cambió el semblante, se puso a llorar y al cabo de cinco minutos ya no sabía cómo reaccionar, miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaban totalmente rodeados. Procedimos a pedirles a los dos que nos acompañaran a un sitio cercano, a una casa de seguridad que teníamos. No querían, pero no tenían alternativa. Estábamos moviéndonos por barrios como La Esmeralda, Teusaquillo, La Magdalena, lugares muy centrales y conocidos en Bogotá, cercanos a la Universidad Nacional. Finalmente accedieron a acompañarnos, la situación para ellos era de mucha tensión, y más cuando los separamos, pues cada uno fue subido a un carro diferente. La ventaja de trabajar con Ejército es que los grupos son muy grandes y las tareas pueden dividirse. En el vehículo principal nos movíamos en una burbuja protegida por todos los compañeros. Si alguien hubiera querido abordarnos no habría podido hacerlo, pues inmediatamente habría sido controlado por la seguridad que nos rodeaba, ni siquiera la policía podría pararnos. Ingresamos al lugar escogido, cerca al sector denominado ‘Park Way’, que estaba semivacío. Nuestros capturados no sabían que los teníamos en el mismo sitio.
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