—¡Cuatro Fantas de naranja, una Pepsi-Cola y un granizado de limón!
Y luego estaba Frasquito, mi preferido que llegaba contoneando sus caderas sin esconder para nada su homosexualidad y que gritaba:
—¡Secti, mi vida, tres ginger—ales, un granizado de menta y cuatro vasos con mucho hielo, que el día está que arde. ¡Ay Jesusín, qué calores! Secti, ¿oído?
—¡Si, Frasquito, oído! —En los tres metros que yo tenía de mostrador, los camareros iban poniendo sus bandejas y yo llenándolas a una velocidad de vértigo, era increíble cómo podía retener los cuatro pedidos sin equivocarme.
Más allá en la barra trabajaban Sole, Conchi y Antonio el cafetero, un chico buenazo y mejor compañero. Un día llega eufórico y dice:
—¡Que me caso, que me caso! He reservado una habitación en el quinto piso del Hotel Roma.
—¡Pero, Antonio!, ¿por qué tan alto?
—¡Ah! ¿Que tú no escuchas al hombre de tiempo? Ha dicho que la semana que viene va a llover a cantaros y yo no quiero que la lluvia me estropee mi noche de bodas, que llevo esperando cuatro años. —Así es Antonio, el cafetero, dulce, inocentón y más que bueno con todas las compañeras. Un día lo veo acodado en la barra con la cabeza entre las manos y mirando fijamente a un niño de unos tres años que cenaba con sus padres en el salón de la cafetería. Intrigada, le pregunto:
—Antonio, ¿qué miras tan fijamente?
—Los palos que da a uno la vida, chiquilla, llevo yo dos años estudiando inglés y no doy una y mira a ese niño tan chico, lo habla perfectamente.
—Pero, Antonio, ¿no ves que ese bebé es inglés?
Otra faceta de Antonio es que siempre nos contaba chistes macabros que, la verdad, no tenían ninguna gracia. Yo le decía:
—Antonio, con tus chistes no nos reímos.
—¿Ah, no? ¿Pero a que os habéis llevado un gran susto? —Así era Antonio de transparente.
Mi empleo me gusta, el ambiente también y no veo el momento de volver a Barcelona.
UN RUBIO CON CARA DE ÁNGEL
Le he escrito a la señora Anita, mi antigua patrona de la Ciudad Condal, contándole que la familia me tira mucho y que Málaga también me gusta, con lo que ella me ha contestado:
«¡Consuelito, Pirulín! Tómate tu tiempo y si algo no va bien, vuélvete a Barcelona con los tuyos, ya sabes que aquí todos te queremos. La maña, tu pinche de cocina se ha metido la faena en el bolsillo y ya trabaja igual que tú, así que cuando vuelvas te harás cargo del salón con Joaquina porque Matilde se casa dentro de un mes. Y te diré más, hasta Matea, con quien no te llevabas bien, te echa de menos. Y sobre todo yo, los guisantes con jamón como tú no los hace nadie, por favor, no nos olvides y vuelve».
Lloré cuando leí su carta tan cariñosa. En Cataluña había vivido siete años de mi vida, los cinco últimos con ella. Pero Málaga me gustaba de más en más, y mi destino (como Mari lo llama) siempre está aquí en Málaga y me saltará a la vista en cualquier esquina. La verdad es que eso me trae sin cuidado, lo único que me interesa aquí es el trabajo, que me gusta, por lo demás, no tengo prisa. Pero parece que mi hermana se ha confabulado con el diablo para buscarme novios con la idea de que no me vaya de Málaga y, en efecto, su conjuro da resultado. «Mi destino» se materializa en forma de chico rubio con bonitos ojos azules que desde hacía ya varias noches venía a la cafetería. Antonio me dice:
—Secti, ese gringo está aquí por ti.
—¡Sí, hombre! La cosa es que su cara me suena.
—¡Qué sí, que te lo digo yo! Que ayer me preguntó que a qué hora salías, pero tú te fuiste por la puerta de atrás y el pobre estuvo aquí hasta las doce de la noche.
—¡Ya me parecía a mí que me miraba todo el tiempo, pero nunca me hablaba! Claro, que a mí con el vocerío de los camareros nadie podía hablarme.
—El rubio se bebía un café y hablaba con Antonio el cafetero, así pudo enterarse de quién era yo, de cómo me llamaba y del horario de mi turno de trabajo. Una noche, a mi salida, me esperaba fuera.
—Hola, Secti, buenas noches.
—Hola… ¿Nos conocemos?
—Yo a ti sí. Llevo ya muchos días viéndote aquí en la cafetería y en la zapatería de calle Carretería.
—¡Oye, tú sabes muchas cosas de mí! ¿No serás un sádico que me está siguiendo?
—No, para nada. ¡Además, conozco a Pepe Luis, tu cuñado!
—¿Cómo sabes tú todo eso?
—Porque también es mi cartero. ¡Yo trabajo en el bar Monteblanco en la calle Ollerías y te veo pasar todos los días cuando vas a tu trabajo. Me gustas mucho, ¿sabes? Y quisiera ser tu amigo.
—¡Mi amigo!
—Bueno, tu amigo por el momento, y después lo que tú quieras.
—Lo que yo quiero es que te vuelvas ya… Porque estoy llegando a mi casa y no quiero que mi familia me vea acompañada.
Muy correcto, él no insistió y me dijo:
—Bueno, hasta mañana. —Casi sin interés le respondí:
—¡Eso, hasta mañana!
La verdad, no pensaba que volvería, pero sí volvió, al día siguiente, pasado, al otro y al otro, y de amigos pasamos a ser casi novios. Cada noche venía a buscarme a la salida del trabajo. Yo lo veía bastante formal y muy entusiasmado conmigo. Sin embargo, un hecho vendrá a perturbar mis ilusiones y mi confianza en él. Pepe Luis, mi cuñado, me dijo que le parecía que no era trigo limpio.
—¿Y eso por qué? Que yo sepa, conmigo no se ha propasado lo más mínimo.
—El pinche que tienen de camarero me dijo el otro día: «Dile a tu cuñada que tenga cuidado, que se van a reír de ella». Entonces yo le pregunté: «¿Y tú como sabes eso?», a lo que él me contestó: «Porque he oído hablar a los dos camareros y se partían de risa cuando hablaban de ella».
—¡Con que esas tenemos! ¿Así que los malagueños del bar Monteblanco piensan reírse de esta catalana? Pues eso no me cuadra, ya que el domingo me dijo que me va a llevar a Torremolinos a la inauguración de un gran hotel que han hecho en la costa que se llama Pez Espada.
—¡Ahí, ahí es donde está el truco! —dice Pepe Luis.
—¿Qué truco?
—Consuelito, mi niña, ¿tú no sabes lo que se cuece en Torremolinos? Ese es un lugar poco recomendable para las chicas decentes como tú. A Torremolinos solo van las suecas y las prostitutas, no es lugar para ti.
Yo todo se lo contaba a Pepe Luis, para mí era como un padre, por eso yo le escuchaba y seguía siempre sus consejos al pie de la letra.
—Tu novio lo que quiere es llevarte allí y aprovecharse de ti, aunque la verdad es que no es el estilo de ese chico, comportarse así, pero… ¿Quién sabe lo que puede pasar? Tú no vayas a ese sitio. ¡No y no!
Al otro día se lo comento a Antonio, el cafetero:
—¿Qué te parece? El rubio me quiere llevar a Torremolinos. —Y Antonio me contesta:
—Como hacen los andaluces: ¡Uy, yuyuy…! Eso no me gusta nada para ti, Sectiva.
Cuando mi compañero me llama Sectiva es que pasa algo serio, sin embargo, yo no me creo todas estas patrañas y decido averiguarlo por mí misma, así que le digo al rubio que sí, que iré con él a Torremolinos a pesar de que en mi fuero interno lo que sentía no era que se fuera a reír de mí, sino una rabia inmensa por haberme dejado embaucar por este don juan de pacotilla. Pero ya le haría yo ver lo que es una catalana furiosa.
El domingo, a las cuatro en punto, cogimos el autobús en la calle Córdoba para ir «al Torremolinos ese» y cuando me senté a su lado llevaba la escopeta bien cargada por lo que pudiera pasar. Yo no dejaba de mirarlo y, como una psicóloga, trataba de averiguar su pensamiento.
¿Cómo es posible que un rubito tan mono tenga tan malos pensamientos hacia a mí? ¿Por quién me ha tomado este imbécil?
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