José Herrera Peral - Momentos

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Momentos es un libro peculiar en el que se mezclan pensamientos breves, frutos de mecanismos de asociación libre con relatos reales y otros ficticios de temáticas no homogéneas, pero con hilos conductores como la amistad, el dolor, el cariño, el exilio, el amor, la libertad, la injusticia o la fantasía. Pero sobre todo es una invitación a la reflexión relacionada con preocupaciones humanas que trascienden el tiempo, como el envejecimiento, los desengaños, las pérdidas irreparables y la solidaridad entre las personas. En fin, es lectura que entretiene, atrapa y nos deja pensando.

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Esa noche, al llegar a la cita con ansiedad y puntualidad, ella ya estaba allí. Al acercarme hacia Sara, me pregunté por qué una mujer bella, joven y enigmática podía perder el tiempo en verse conmigo, viejo y gris. Quise convencerme de que sería por el gusto común que teníamos por la literatura.

Nos sentamos en un bar casi desierto y bebimos el refresco oficial del estado: no había otra cosa para beber, pero no nos importaba. Le conté sobre mi afición por Stefan Zweig y la amistad que había tenido mi bisabuelo con él cuando estuvo en Argentina. Me contó que era una apasionada de la literatura, pero que su profesión era la biología y que trabajaba en los controles de calidad del agua de consumo. Al poco tiempo, ya tenía la sensación de que esa mujer podría ser mi compañera para siempre.

De repente, me tomó de la mano y me invitó a su apartamento. Comenzamos a caminar por calles en penumbras, dados los cortes de electricidad; me cogió del brazo y, apretándose contra mí, me sonrió. Los veinte minutos que tardamos en llegar a su casa fueron para mí de los mejores momentos que pasé en mi vida; pensé si eso sería la felicidad.

Su apartamento era como ella, cálido e interesante; estaba abarrotado de libros y pinturas que habían sido famosas en el siglo XX. Me quitó la chaqueta y me abrazó; iluminados por unas velas, ya que no había luz a esa hora, comenzamos a acariciarnos. Buscó con su boca la mía y mantuvimos un prolongado beso rozando nuestras lenguas con pasión y pegando nuestros cuerpos casi hasta tener la sensación de estar fundidos el uno con el otro. Nos desnudamos entre respiraciones jadeantes y miradas que hablaban más que mil palabras; nos tumbamos sobre una fina alfombra de jarapa que había en el suelo e hicimos el amor con frenesí y también con angustia, como si estuviésemos viviendo un tiempo fuera del presente real que los dos conocíamos. No dejamos ni un centímetro de piel sin besarnos, acariciarnos, lamernos; intercambiamos nuestros fluidos como buscando en esos contactos una unión tan firme que el entorno que nos rodeaba fuese incapaz de separarnos. Nuestros cuerpos desnudos, sudorosos, pegados uno al otro, parecían decir: «Huyamos juntos, salvémonos juntos».

A partir de aquella noche, comenzamos a vernos a diario. Apenas dormíamos, volvíamos exhaustos a nuestros trabajos, pero sentíamos que la felicidad nos alimentaba y nos protegía de esa horrible realidad que nos había tocado vivir. Hablábamos horas y horas de temas que sin saberlo previamente nos habían apasionado a ambos; todos los días hacíamos el amor, nos reíamos en silencio, nos recitábamos poesías y nos acariciábamos sin descanso; además, contraviniendo todas las ordenanzas de la época, nos bañábamos juntos. Nunca hacíamos planes ni hablábamos del futuro hasta que un día le pregunté cómo ella con su juventud y hermosura se había enamorado de mí, más viejo y tan poco agraciado físicamente. No me respondió: se lanzó encima de mí y me besó hasta que nos quedamos dormidos y abrazados tras hacer una vez más el amor con fogosidad y ternura.

Cuando nuestra relación llevaba unos tres meses, comenzamos a hablar de un plan de fuga a Sudamérica. Durante semanas elaboramos y contemplamos todos los detalles del plan: analizábamos los riesgos y los posibles contactos, aunque por supuesto dado mi trabajo, yo me encargaría de falsificar los salvoconductos para conseguir la autorización de poder ir a Brasil. Decidimos dejar de vernos unos días, ya que sospechábamos que podrían estar vigilándonos.

En esas noches de soledad, en mi casi abandonado apartamento y con la intención de llenar el tiempo libre, volví a la escritura relacionada con Zweig.

***

Stefan y Lotte fueron bien acogidos en la ciudad de Petrópolis, una nueva ciudad para su exilio. Allí, en poco tiempo, conocieron a varias personas que pronto pasaron a ser sus amigos y con los que compartían tertulias, libros, cenas y también la preocupación por lo que ocurriría en el mundo si la guerra la ganaban los nazis, como parecía entonces.

A mediados de febrero de 1942, Stefan sintió que no podía más: en sus sesenta años de vida había visto al mundo hundirse en las locuras genocidas de las dos grandes guerras que habían destruido Europa; sentía que su mundo, sus amigos, sus obras, sus ciudades, sus teatros y museos, su sensibilidad cosmopolita, creadora y solidaria ya no tenían cabida en el presente que le rodeaba. El desarraigo para él no tenía que ver con el entorno geográfico, sino con la devaluación de los valores que habían sustentado su vida produciéndole un gran impacto en su espíritu y en su cerebro en aquellos calurosos días del verano de Brasil.

Decidió junto a su mujer dejar este mundo y, como había sido siempre ordenado, meticuloso, detallista y respetuoso con los demás, organizó su muerte para el día veintidós. Se vistió con pulcritud, redactó cartas destinadas a las autoridades de la ciudad explicando que su muerte era un suicidio y dejó pagadas pequeñas deudas; ordenó libros sobre la mesa indicando el nombre a quien debían devolverse y, tras administrarse él y su mujer unas altas dosis de barbitúricos, se acostaron en la cama abrazados el uno al otro y se durmieron para siempre. Previamente, había escrito unas líneas explicando su determinación:

Antes de partir de la vida, con pleno conocimiento y lúcido, me urge cumplir con un último deber: agradecer profundamente a este maravilloso país, Brasil, que me ofreció a mí y a mi mujer una estancia tan buena y hospitalaria. Cada día aprendí a amar más este país, y en ninguna parte me hubiera dado más gusto volver a construir mi vida desde el principio, después de que el mundo de mi propia lengua ha desaparecido y Europa, mi patria espiritual, se destruye a sí misma.

Pero después de los sesenta se requieren fuerzas especiales para empezar de nuevo. Y las mías están agotadas después de tantos años de andar sin rumbo. De esta manera, considero lo mejor concluir a tiempo y con integridad una vida cuya mayor alegría fue el trabajo espiritual y cuyo más preciado bien en esta tierra fue la libertad personal.

Saludo a mis amigos. Ojalá puedan ver el amanecer después de esa larga noche. Yo, demasiado impaciente, me les adelanto.

***

Al terminar de escribir esta última declaración de Zweig, seguí ensimismado releyendo algunas páginas del libro de Müller de donde había extraído esa cita. Al tomar conciencia del presente que yo vivía, pensé la frustración que sentiría Stefan si supiese que el amanecer del que nos hablaba aún no había llegado.

Aunque habíamos quedado en no vernos en una semana para evitar posibles seguimientos de seguridad interior, no pudimos aguantar y al cuarto día decidimos cambiar de táctica y volvimos a estar juntos. Fue como la primera vez: estuvimos abrazados mucho tiempo. No nos importaba comer ni beber, sino amarnos con pasión y concretar el plan de huida del infierno que nos rodeaba. Acordamos que ella, con la documentación falsa, tomaría el transporte para Sudamérica el viernes y yo lo haría dos días más tarde para evitar cualquier vinculación entre nosotros; nos reencontraríamos después en Brasil, la misma tierra que había albergado a Stefan.

Por fin llegó el día y una vez que me aseguré de que ella pudo embarcarse sin dificultad y abandonar Europa, respiré con tranquilidad. Para mí, ese fue un día de felicidad solo contaminado por la ansiedad que sentía esperando ese domingo en el que yo emprendería el mismo camino para reunirme definitivamente con Sara y poder disfrutar de nuestra felicidad en libertad. Pero ese domingo no llegó: alguien delató mis planes y fui detenido horas antes de embarcarme. Me torturaron, me humillaron y me vejaron: mi única resistencia fue el silencio; solo me derrumbé cuando me aseguraron que había sido Sara quien me denunció. Soy consciente, como ocurre muchas veces en la vida, de que jamás sabré la verdad.

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