Desde el primer instante en que conocí a Sara quedé subyugado por su voz, su mirada, su piel y sus movimientos. Mientras charlábamos de Zweig en ese primer encuentro, por momentos yo dejé de oírla y mi mente y mi mirada recorrieron con disimulo cada centímetro visible de su piel bronceada, suave, aterciopelada y joven. Me desplacé por sus pies, sus tobillos, su escote y sus manos, deseando en ese momento más que nada en el mundo poder acariciarla. En ese instante de divagación, pero que para mí era como una ensoñación inalcanzable, de repente se puso de pie y apoyó su mano derecha sobre mi hombro, ya que yo aún permanecía sentado.
—Bueno, espero que pronto nos volvamos a ver y que disfrutes de Leporella.
Me incorporé torpemente y, cuando ella se había alejado unos cuantos metros, le dije con timidez:
—Sí, espero que sea pronto. Volveré el sábado —agregué como intentando concretar una cita.
Me saludó con una sonrisa y, levantando su mano, se despidió de mí. La sensación que había dejado su mano al apoyarse en mi hombro persistió en mi cuerpo y en mi mente muchas horas.
Después de aquel encuentro, durante días estuve recordando cada uno de sus gestos, detalles de su cuerpo, su boca, sus labios, su piel y su ropa.
En aquel momento no pasaron por mi cabeza las sospechas que siempre me asaltaban cuando veía a alguien limpio o bien vestido. Con frecuencia, cuando me encontraba con una persona de esas características, consideraba que era sospechosa de incumplir el racionamiento del agua o de delitos peores; pero esa vez solo pensaba en Sara y sentía cómo había vivido una situación fantástica y afortunada que empezaba a cambiar mi vida.
No sabía si ella acudiría el siguiente sábado, pero los días que faltaban hasta entonces me parecieron meses. Para combatir las horas muertas producto del insomnio que me ocasionaban las fantasías derivadas de ese encuentro, decidí volver a los relatos que escribía sobre la vida de Stefan Zweig. Meses atrás había leído en una circular del departamento de cultura la posibilidad de participar en un taller literario para aprender a escribir: aunque era consciente de que mi capacidad narrativa era pésima, pronto me di cuenta de que aquello me entretenía bastante, me permitía conocer obras y ocupaba mi tiempo libre atenuando mi insoportable soledad.
Llevaba más de diez años sin saber nada de mi exmujer y de mi hijo; alguien me contó una vez que habían desaparecido en Israel. El sopor emocional que yo tenía entonces y la falta de cariño acrecentada por la tumultuosa separación hicieron que nunca intentara comprobar si aquello había ocurrido de verdad.
En la quinta noche de insomnio, volví a la escritura.
***
En Petrópolis, Lotte tomó la iniciativa para tratar de construir un nuevo hogar en ese cálido Brasil. Mientras ella colocaba algunas fotos que acababa de enmarcar sobre los muebles del salón, Stefan, sentado frente a su mesa con unos folios en blanco, intentaba escribir, pero sin conseguirlo, ya que sus recuerdos lo llevaban a sitios muy lejanos. En aquel momento recordaba las conversaciones que había tenido en Inglaterra con su amigo Freud sobre Hitler y la guerra; él, que siempre había tenido una idea optimista y positiva sobre el ser humano, comenzaba a coincidir con Sigmund. Recordaba que en aquellas charlas, Freud, enfermo desahuciado, pero con una inquietud intelectual insaciable, le había transmitido una visión muy pesimista sobre el comportamiento del homo sapiens en las relaciones con sus semejantes. En esos instantes, también se mezclaban de forma anárquica en su cabeza, por un lado, imágenes del entierro de Freud al que había acudido tiempo atrás con otros amigos, pero también, de forma simultánea y sin poderlo evitar, procuraba retener las noticias que en aquel momento leía en los titulares del periódico que estaba sobre su mesa; en estos se destacaban los avances del ejército nazi por toda Europa.
Su mente volaba a través del tiempo pasado y se preguntaba qué sería de su casa de Salzburgo, de sus amigos, de sus pinturas, de sus libros… En aquel momento también se cuestionaba Stefan por qué razón le entristecieron más los avatares que pasaron en Inglaterra para conseguir la nacionalidad británica que la decisión de los nazis de prohibir todas sus obras literarias. Tras una breve meditación, creyó que se debía al rechazo que él sentía por las patrias y nacionalidades. A pesar de ello, las circunstancias de la vida le habían tenido que llevar a aceptar y valerse de esos conceptos para poder sobrevivir en el absurdo mundo en el que le había tocado vivir.
***
Dos días antes del posible encuentro con Sara decidí romper con todas mis normas y principios de funcionario incorruptible. Yo mismo falsifiqué los vales de racionamiento de agua y de ese modo conseguí una cuantiosa cuota extra que me permitió bañarme, lavar mi pelo y mis ropas; deseaba ir limpio y lo más presentable posible con el objeto de agradar a esa mujer que comenzaba a ocupar todos mis pensamientos.
La decisión de falsificar los cupos de racionamiento de agua me produjo un cataclismo ético que acentuó mi insomnio dadas las profundas contradicciones en las que me adentraba; todo eso me ocasionó un estado de confusión e inseguridad a la hora de tomar decisiones en mi trabajo cotidiano. A pesar de ello, lograba sobreponerme con solo pensar que volvería a ver a Sara.
Aquella mañana antes de salir hacia la biblioteca, me miré al espejo y parecía otra persona: estaban limpios mi cuerpo y mi ropa, mi pelo parecía hasta diferente en su color y su tersura. Aunque a mis cincuenta años era imposible rejuvenecer con un baño, sí parecía haberse dado en mí un cambio no solo físico sino mental, ya que me sentía distinto y percibía que esa sensación también se la transmitía a los demás. Decidí ir andando y no en bicicleta para evitar sudar y que se estropearan los cambios conseguidos. Mientras me dirigía a la incierta cita con Sara y observaba los centenares de coches abandonados en las calles, recordaba ese pasado no muy lejano en el que los usábamos, quizás en demasía, para desplazarnos a cualquier sitio.
Cuando llegué a la biblioteca, la vi de pie en la puerta de entrada: estaba preciosa, radiante, aún más hermosa de lo que la recordaba. Llevaba una camiseta fucsia y una falda negra que le llegaba hasta las rodillas dejando entrever unas piernas blancas, pero con un ligero tinte color miel. En ese instante, me pregunté cómo lo lograría; entonces se veían muy pocas mujeres con faldas y menos aún con la piel bronceada, ya que esto parecía corresponder a otra época. Se dirigió hacia mí adelantándose unos pasos al verme llegar. Antes de que hablase, creí percibir en sus pupilas un brillo que denotaba alegría de verme; su sonrisa y su voz me envolvieron otra vez, provocando en mí una disminución en la capacidad de respuesta.
—Te estaba esperando para decirte que me tengo que marchar ahora, pero si quieres podemos quedar para otro día.
—¿No te puedes quedar? —pregunté turbado, casi sin saber qué responder— y agregué de inmediato: —Por supuesto, podemos vernos cuando quieras.
Pasó a mi lado y me apretó la mano con dulzura, delicadeza, y con una carga comunicativa que yo quise interpretar que me decía: «Necesito verte». El encuentro fue muy fugaz, pero acordamos una cita para el día siguiente por la noche: yo no lo podía creer; tenía el corazón acelerado, me pulsaban las sienes y me parecía que el prisma con que yo veía mi vida y a mi entorno cambiaba de forma radical y súbita. Al día siguiente, casi no pude trabajar: cometí errores en mis funciones, fui amable con mi secretaria, ventilé mi despacho y me fui a la hora en punto en que terminaba mi jornada laboral; habitualmente, casi todos los días, solía quedarme varias horas más fuera de mi horario oficial realizando tareas o simplemente llenando el vacío y la soledad de mi existencia.
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