Hay momentos inquietantes, sobre todo. Los hay conmovedores hasta la lágrima. O cargados de un humor casi negro. Y, a veces, el desasosiego se mezcla con la emoción, con la ternura, con el humor. Porque a su autor, lejos de ser esclavo de una sola ciencia, le gusta vagar por caminos inexplorados. Creo que siempre ha tenido ese espíritu errático que lo enriquece.
Dentro de una aparente heterogeneidad y un falso desorden —que no es sino el caos de la propia vida—, desfilan en los momentos el cambio climático, la inmigración, la xenofobia, la enfermedad, el miedo, el fanatismo, la religión, el amor, el paso del tiempo, el envejecimiento,… En definitiva, la vida, y la muerte. «Solo bioquímica desde el principio al fin». Eso son los momentos de Pepe Herrera. Y los de todos nosotros. La vida, el «acortamiento de los telómeros» y la muerte.
¡Ah! Léanlos, si pueden, con Thelonious Monk de fondo. Y diviértanse. Sospecho que podrán contestar a Pepe su pregunta final: ¿por qué o para qué escribo?
Alberto Salamanca (Granada, España)
Escritor y médico
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Uno se desliza suavemente por la prosa de Momentos sin necesidad de descansos. Recorre el cielo terrestre y el infierno terrestre, el amor y la intolerancia, el exilio y el abrazo de los otros, la soledad y la compañía de la nostalgia.
Pepe Herrera en estos relatos va por la vida como rindiendo cuentas y no queda más remedio que acompañarlo y, como amigo que vive en otro continente, aprobar sus valientes testimonios que sirven para unirnos en este mundo que se cree global y nos exilia a todos.
Juan Serra (Tucumán, Argentina)
Político. Periodismo
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El libro de Pepe requiere de una autorización de nosotros, la de dejarse interpelar por cada una de las historias, que nunca pertenecen solamente al autor. Los relatos ocurren en algún lugar del pasado o del futuro en donde las marcas que va dejando Pepe, hace que muchas veces se prefiera que lo que cuenta no hubiera existido y que todo su recorrido sea ficción.
Nos hace guiños, de complicidad, logrando hacer humano lo que quisiéramos alejar de nosotros, nuestra propia extranjeridad.
Sin embargo, no nos deja escapar, atravesando los límites del lenguaje con la ternura, que es su singularidad, logrando como pocos de nosotros, no desvirtuarla en su escritura.
Los relatos a veces son experiencias que, en principio, se muestran simples, cotidianas, sin embargo, acaban mostrando toda la fuerza de una inusitada revelación.
Los lectores, quizás encuentren como yo, en las historias que nos va contando Pepe, seres de este mundo a quienes aún se puede amar.
Leyendo a Pepe, estaremos menos solos, acompañados por él, en su desafío de atrapar con el lenguaje el imposible de la comprensión humana.
Zully Flomenbaum (Jerusalén, Israel)
Psicoanalista, miembro de la Asociación
Mundial de Psicoanálisis, AMP
Miré hacia la mesita de noche y vi en el despertador que eran solo las tres de la madrugada. Desde hacía cierto tiempo a menudo tenía insomnio. Pensé lo malo que es el paso de los años. Al instante de tener ese pensamiento, tuve una sensación desagradable dentro de mí dado que no me gusta reconocer los achaques de la edad. El dormir mal había comenzado tras mi jubilación. Palpé en la oscuridad entre las sábanas y a mi lado estaba mi mujer que dormía profundamente. Le acaricié sus cabellos y me invadió una sensación tranquilizadora al saber que estaba cerca de mí; habíamos superado un periodo de crisis de esos que sobrevienen a la parejas cuando llevan muchos años conviviendo. Mantuve los ojos abiertos y al rato ya me había adaptado a la penumbra de la habitación. Hice un intento de dormirme. Cambié de posición, cerré los párpados y procuré no pensar en nada, sobre todo no quería pensar en lo que tenía que hacer a la mañana siguiente. Di muchas vueltas en la cama durante un largo rato y esto aumentaba mi desasosiego. Me fue imposible volver a conciliar el sueño. Aparecían en mi mente pensamientos relacionados con mi anterior trabajo y con la situación del mundo; recordé las absurdas noticias del telediario de la noche anterior que solo demostraban lo inmensas que pueden ser la estupidez y la maldad humanas.
Como no podía dormirme, me levanté sigilosamente. Caminé hasta el cuarto de baño y tuve mi lucha particular con las dificultades urinarias, situación que compartía con varios amigos de la misma edad. Luego, fui al salón y me puse unos cascos para oír música. Comencé con Thelonious Monk y el jazz me transportó en el tiempo y en el espacio. No sé por qué recordé a una novia de mi juventud si hacía más de cincuenta años que no sabía de ella. Me imaginé cómo sería su rostro y su silueta ahora, ya que por entonces era de un atractivo magnético y subyugante. Quizás ella, si es que aún vivía, estaría como yo, notando los efectos del paso del tiempo y probablemente, ya no cautivaría a nadie.
Quise olvidar ese tema y lo hice cambiando de música. En unos instantes, penetró en mi cerebro la interpretación de Glenn Gould de las Variaciones Goldberg de Bach. Esas notas de piano, además de deleitarme y trasladarme a otro lugar, despertaron en mi mente recuerdos de una novela que años atrás había leído: se titulaba Sábado. Había sido escrita por McEwan y en ella se hacía referencia a esa pieza musical, ya que uno de los personajes, que era neurocirujano, la ponía en quirófano mientras operaba. Disfrutando de Gould, comencé a hojear un manuscrito que tenía desde hace tiempo sobre la mesa del salón. Era otras de mis ocupaciones pendientes: había comenzado a escribir unas memorias de mi vida profesional como médico. No sé por qué, pero relataba bien y sin dificultad la rutina que había tenido durante más de cuarenta y cinco años. Sin embargo, cuando escribía sobre casos clínicos que marcaron mis vivencias de ginecólogo, recordaba a las personas como individuos únicos y no como pacientes en general; cada mujer y su núcleo familiar tenían una riqueza de matices que ahora y pasado los años los aprecio aún mejor. Lo cierto es que me detenía en cada historia particular de mis pacientes y sus circunstancias, lo que hacía que la proyectada memoria profesional fuera mutando a otra cosa: se transformaba en un relato de seres humanos que compartieron conmigo quizás los momentos más importantes de sus vidas donde la existencia, la enfermedad y la muerte hacen su impronta para siempre. La mayoría de ellas confiaron en mí y las experiencias compartidas pasaron a formar un territorio común en los recuerdos. Me daba la impresión de que nuestras vidas se habían entrecruzado en una telaraña que nos envolvía de forma placentera, aunque también ahora algo triste por la sensación de que había llegado a un final.
Al dejar el manuscrito sobre la mesa, golpeé accidentalmente unas fotos enmarcadas que mi mujer tenía en el salón. Aunque siempre estaban allí, esa madrugada las observaba de modo diferente. En ellas estábamos toda la familia: mis hijos, más pequeños, nosotros, más jóvenes; todos sonrientes y felices en aquel hotel de las playas gaditanas que era como nuestro hogar de adopción en los veranos de nuestra vida. En ese instante, me propuse que debía evitar la fuga del pensamiento a recuerdos que ya no volverían, pero de los que me sentía dichoso de haberlos tenido. Apagué la música y me quité los auriculares; siempre trato de ser muy racional ante los hechos de la vida, pero en esos instantes no lo estaba siendo. Miré el reloj y eran las seis y media de la mañana. Volví al dormitorio.
En ese momento, fui totalmente consciente de que mi insomnio sí tenía entonces motivos claros para haberme alterado la noche. No era como en otras ocasiones; me di cuenta de que no había querido pensar deliberadamente en lo que teníamos que hacer mi mujer y yo aquel día.
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