Ana Isabel Villaobos Valladolid - Piensa y trabaja
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“Así, señores, el Gobierno Constitucionalista viene ahora a ofrecer en este lugar, como la mejor ofrenda votiva a los Padres de la Patria, la construcción de dos templos del saber en donde se enseñe a las generaciones futuras a venerar a los nombres esclarecidos de los héroes, a imitar las fuertes virtudes que exornaron sus vidas propincuas y en donde, como en el hondo pensar del inmenso Emilio Zolá, se lleva a la conciencia humana, no el enervante “BIENAVENTURADOS LOS POBRES DE ESPÍRITU PORQUE DE ELLOS ES EL REINO DE LOS CIELOS”; pues mientras haya pobres de espíritu, habrá rebaños serviles de parias dispuestos a doblegar la cerviz al yugo de todos los despotismos; sino esta máxima lapidaria: “BIENAVENTURADOS LOS HOMBRES SANOS DE CUERPO Y ALMA. FUERTES DE CORAZÓN Y DE INTELIGENCIA. PORQUE DE ELLOS ES EL REINO DE LA TIERRA”. Este acto está pleno de un bello simbolismo: es una halagüeña promesa de un óptimo florecimiento futuro: es la cimiente que habrá de dar la fortaleza y la lozanía: es el mismo brazo poderoso de la Revolución que detuvo el avance de un fanatismo que nos asfixiaba ya, el que viene a colocar aquí, no la primera piedra material de un edificio; sino la piedra angular que será el sólido plinto de nuestra futura organización social”.
Y ya que recordé a Enrique Díaz de León, a quien tenemos aquí siempre presente, voy con ese fraternal signo, bajo la advocación de su nombre de intelectual y bohemio, a decir algunas palabras a los dos próceres ante quienes volcaremos el afecto de nuestros corazones y que están aquí honrándose con su presencia, acompañándonos en este glorioso aniversario: José Cornejo Franco y Agustín Basave. Universitarios los dos, de méritos inigualables, a quienes muchas generaciones guardan acendrado cariño, hondo respeto y admiración, unido todo a una gratitud sin límites; porque durante toda su vida, la dedicación magisterial ha sido su único apostolado. La Universidad tiene entre sus destacados fundadores, al señor arquitecto don Agustín Basave, Director en aquellos años de la Benemérita Escuela Preparatoria de Jalisco. El señor Profesor Basave fue activo y entusiasta participante de los continuos y arduos trabajos técnicos que se llevaron a cabo en numerosas juntas históricas, en unión de otros distinguidos intelectuales y educadores jaliscienses, desde en 1924, para llegar afortunadamente a coronar nuestros deseos con la fundación de nuestra Universidad en un día como éste, el año siguiente de 1925. José Cornejo Franco, participante a su vez, en los campos estudiantiles, intelectuales, literarios y artísticos desde entonces, ha puesto todo su interés y su valioso esfuerzo, para dar primero ser y luego prestigio y rico y humano contenido a nuestras aulas; pues continuó la obra del profesor Basave cuando éste fue a radicar a otros lugares y sigue siendo en nuestros días, decidido sostenedor de los ideales que habrán de llevarnos al cumplimiento íntegro de nuestro destino cultural, con su ejemplo de hidalguía, desinterés y valor civil para todos nosotros, maestros y alumnos. Muy lejos de nuestros deseos el de querer con estas palabras y con nuestro homenaje, cubrir la larga deuda, tan enorme e imposible de pagar; pero al menos, con nuestras palabras tan alejadas de la adulación, con esa naturalidad llana y franca, que es regla de conducta en nuestros círculos universitarios, que vean ellos dos, cuán espontáneo y sincero es este afecto que nos mueve a darles una mínima demostración de nuestro grande reconocimiento por su mucho más grande auxilio espiritual y cultural; demostración que les rendimos en el sagrado recinto de este Templo levantado a las Ciencias y a las Artes.

Enrique Díaz de León pronunciando el discurso inaugural de la Universidad de
Guadalajara en el Teatro Degollado el 12 de octubre de 1925.
Enrique Díaz de León
Discurso inaugural
de la Universidad
de Guadalajara
12 de octubre de 1925
Este discurso es la gran pieza oratoria de Enrique Díaz de León (1890–1937), cuyos conceptos cimbraron los muros del Teatro Degollado. Abordó los orígenes históricos de las universidades, la agitada historia política de la universidad tapatía y la apertura ese día de una nueva universidad, conceptualizada en la redención de las clases populares a través de la educación y la cultura.
Enrique Díaz de León, “Discurso pronunciado en el acto inaugural de la Universidad de Guadalajara (Guadalajara, 12 de octubre de 1925)”, Enrique Díaz de León: revolución, universidad y cultura, Guadalajara: Sindicato de Trabajadores Académicos de la Universidad de Guadalajara, 2013, pp. 40–51.
Curiosa e interesante por demás es la historia de la Universidad Real de Guadalajara. En el proyecto de su fundación no es ajena una migaja de rebeldía a los sistemas educativos en ese tiempo imperantes. Su gestación es algo verdaderamente desesperante: más de noventa años de ocursos, de solicitudes, de informes, de dictámenes, de consejos, de toda esa inútil tramoya administrativa, a la que tan dados eran algunos monarcas españoles. Su realización fue con mucho tardía no sólo por lo que se refiere al tiempo mismo, sino a sus naturales consecuencias. En vísperas de los primeros asomos libertarios, nacida esa universidad casi al claror de la aurora de la independencia, era natural que fuese vista después con desagrado por los primeros gobiernos republicanos y más si se toma en consideración que el cuerpo director de tal centro era, en tiempo de los virreyes, un grupo de selección que tenía que repugnar y repugnó con las nuevas ideas.
Toda nuestra inquieta historia política está relacionada con la Universidad de Guadalajara. Su clausura o su reapertura era señal de que estaba en el poder uno u otro de los dos bandos contendientes. Dos tendencias se disputaban la pauta educativa: la universidad reteniendo en su claustro de caracol el rumor de las disputas escolásticas y el Instituto del Estado, cuya fundación antagónica se debió a los hombres del gobierno liberal, organización más abierta al mundo y al clamor imperativo de la hora.
Como dos líneas que parten de un mismo punto y que después se separan hasta el infinito, hay dos tendencias: la que conspira a ejercitar las disciplinas escolares desentendiéndose de las realidades latentes de la vida y la que se preocupa sobre todo por hacer del hombre un factor de la contienda esencialmente práctica. Importa a la primera, sea cual fuere su fin, hacer de la inteligencia humana un instrumento para alcanzar su verdad teológica, o metafísica, o científica o artística, sin oír las necias disputas de los hombres. Su medio tiene que ser esencialmente de aristocracia intelectual y su centro, para decirlo con la palabra consagrada, la torre de marfil; y a la segunda, lo que persigue un fin únicamente práctico y utilitario.
Pero entre esas dos tendencias, como en el aurea mediocritas del poeta, estará quizás la verdad: en el medio está la virtud. Ya José Enrique Rodó, desde la tribuna apostólica de Ariel, resolvió con su pensamiento profundo y firme de maestro, ese problema que es de nosotros los latinoamericanos, más que de nadie, puesto que racialmente nos debatimos entre tan encontradas virtudes espirituales, que a las veces se exacerban en misticismos alucinantes y en groseros apetitos primitivos.
Es cierto que, como lo expresó Hamilton, “En el mundo sólo es grande el hombre, en el hombre sólo el espíritu”; pero ello no quiere decir que el alma sea únicamente una llama que implore trémula al cielo, sino el fuego sagrado, el calor que todo lo vivifica. Justo Sierra, ese gigante, reverso del gigante egoísta del cuento de Oscar Wilde, y que, como éste después de su iluminación de Damasco, siempre tuvo abiertas las entradas de sus huertos para que la juventud cogiera los frutos de oro de la sabiduría, dijo: “Toda contemplación debe ser el preámbulo de la acción”; que no es lícito al universitario pensar exclusivamente para sí mismo y que, si se pueden olvidar a las puertas del laboratorio el espíritu y la materia, como Claudio Bernard decía, “no podemos moralmente olvidarnos nunca ni de la humanidad ni de la patria”.
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