H. Wells - La guerra de los mundos

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Es en 1898 cuando H. G. Wells nos relata, por primera vez, la idea de que no estamos solos en el universo; es más, nos han estado vigilando y no tienen buenas intenciones. Todo empieza con un cilindro que cae del cielo; los habitantes, creyendo que se trata de un meteorito, se acercan a observar este espeluznante artefacto y a la espeluznante criatura que esta saliendo de él. Sin saberlo, el curso de la humanidad está a punto de cambiar por completo. Esta impactante historia, es narrada en un Halloween de 1938 en un programa de radio. A pesar de que se les anunció que todo era ficción, los ciudadanos entraron en crisis, tomando sus vehículos y huyendo de la ciudad. Esto quedará para siempre grabado, dándole al libro un extra de terror.

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Hombres muy nerviosos entraron a las nueve en la estación con noticias increíbles y no causaron más turbación que la que podrían haber provocado algunos ebrios. La gente que viajaba hacia Londres se asomaba a las ventanillas y sólo veían algunas chispas que danzaban en el aire en dirección a Horsell, un resplandor rojizo y una nube de humo en lo alto, y pensaban que no ocurría nada más serio que un incendio entre los brezos. Sólo alrededor del campo comunal se notaba algo fuera de lugar. Había media docena de aldeas que ardían en los límites de Woking. Se veían luces en todas las casas que daban al campo y la gente estuvo despierta hasta el amanecer.

Una multitud de curiosos se hallaba en los puentes de Chobham y de Horsell. Más tarde se supo que dos o tres arrojados individuos partieron en la oscuridad y se acercaron, arrastrándose, hasta el pozo; pero no volvieron más, pues de cuando en cuando un rayo de luz como el de un faro recorría el campo comunal, y tras de él seguía el rayo calórico. Salvo estos dos o tres infortunados, el campo estaba silencioso y desierto, y los cadáveres quemados estuvieron tendidos allí toda la noche y todo el día siguiente. Muchos oyeron el resonar de martillos procedentes del pozo.

Así estaban las cosas el viernes por la noche. En el centro, y clavado en nuestro viejo planeta como un dardo envenenado, se hallaba el cilindro. Mas el veneno no había comenzado a surtir efecto todavía. A su alrededor había una extensión de terreno que ardía en partes y en el que se veían algunos objetos oscuros que yacían en diversas posiciones. Aquí y allá había un seto o un árbol en llamas. Más allá se extendía una línea ocupada por personas dominadas por el terror, y al otro lado de esa línea no se había extendido aún el pánico. En el resto del mundo continuaba fluyendo la vida como lo hiciera durante años sin cuento. La fiebre de la guerra, que poco después habría de endurecer venas y arterias, matar nervios y destruir cerebros, no se había desarrollado aún.

Durante toda la noche estuvieron los marcianos martillando y moviéndose, infatigables en su trabajo, con máquinas que preparaban. A veces se levantaba hacia el cielo estrellado una nubécula de humo verdoso.

Alrededor de las once pasó por Horsell una compañía de soldados, que se desplegó por los bordes del campo comunal para formar un cordón. Algo más tarde pasó otra compañía por Chobham para ocupar el límite norte del campo. Más temprano habían llegado allí varios oficiales del cuartel de Inkerman y se lamentaba la desaparición del mayor Edén. El coronel del regimiento llegó hasta el puente de Chobham y estuvo interrogando a la multitud hasta la medianoche. Las autoridades militares comprendían la seriedad de la situación. Según anunciaron los diarios de la mañana siguiente, a eso de las once de la noche partieron de Aldershot un escuadrón de húsares, dos ametralladoras Maxim y unos cuatrocientos hombres del Regimiento de Cardigan.

Pocos segundos después de medianoche, el gentío que se hallaba en el camino de Chertsey vio caer otra estrella, que fue a dar entre los pinos del bosquecillo que hay hacia el noroeste. Cayó con una luz verdosa y produjo un destello similar al de los relámpagos de verano. Era el segundo cilindro.

Comienza la lucha

El sábado ha quedado grabado en mi memoria como un día de incertidumbre. Fue también una jornada calurosa y pesada y el termómetro fluctuó constantemente.

Yo había dormido poco, aunque mi esposa logró descansar bien. Por la mañana me levanté muy temprano. Salí al jardín antes de desayunar y me quedé escuchando, pero del lado del campo comunal no se oía nada más que el canto de una alondra.

El lechero llegó como de costumbre. Oí el estrépito de su carro y fui hacia la puerta lateral para pedirle las últimas noticias. Me informó que durante la noche los marcianos habían sido rodeados por las tropas y que se esperaban cañones.

En ese momento oí algo que me tranquilizó. Era el tren que iba hacia Woking.

—No los van a matar si pueden evitarlo —dijo el lechero.

Vi a mi vecino que estaba trabajando en su jardín y charlé con él durante un rato. Después fui a desayunar. Aquella mañana no ocurrió nada excepcional. Mi vecino opinaba que las tropas podrían capturar o destruir a los marcianos durante el transcurso del día.

—Es una pena que no quieran tratos con nosotros —observe—. Sería interesante saber cómo viven en otro planeta. Quizá aprenderíamos algunas cosas.

Se acercó a la cerca y me dio un puñado de fresas. Al mismo tiempo me contó que se había incendiado el bosque de pinos próximo al campo de golf de Byfleet.

—Dicen que ha caído allí otro de los condenados proyectiles. Es el número dos. Pero con uno basta y sobra. Esto le costará mucho dinero a las compañías de seguros.

Rió jovialmente al decir esto y agregó que el bosque estaba todavía en llamas.

—El terreno estará muy caliente durante varios días debido a las agujas de pino — agregó. Se puso serio, y luego dijo—: ¡Pobre Ogilvy!

Después del desayuno decidí ir hasta el campo comunal. Bajo el puente ferroviario encontré a un grupo de soldados del Cuerpo de Zapadores, que lucían gorros pequeños, sucias chaquetillas rojas, camisas azules, pantalones oscuros y botas de media caña.

Me dijeron que no se permitía pasar al otro lado del canal, y al mirar hacia el puente vi a uno de los soldados del Regimiento de Cardigan que montaba allí la guardia. Durante un rato estuve conversando con estos hombres y les conté que la noche anterior había visto a los marcianos. Ellos tenían ideas muy vagas acerca de los visitantes, de modo que me interrogaron con vivo interés. Dijeron que ignoraban quién había autorizado la movilización de las tropas; opinaban que se había producido una disputa al respecto en los Guardias Montados. El zapador ordinario es mucho más culto que el soldado común y comentaron las posibilidades de la lucha en perspectiva con bastante justeza. Les describí el rayo calórico y comenzaron a discutir entre ellos.

—Lo mejor sería arrastrarnos hasta encontrar refugio y tirotearlos —expresó uno.

—¡Bah!—dijo otro—. ¿Cómo se puede encontrar refugio contra ese calor? ¡Si te cocinan! Lo que hay que hacer es llegar lo más cerca posible y cavar una trinchera.

—¡Tú y tus trincheras! Siempre las quieres. Ni que fueras un conejo.

—¿Es verdad que no tienen cuello? —dijo de pronto un tercero.

Repetí la descripción que hiciera un momento antes.

—Pulpo —dijo él—. Así que esta vez tendremos que pelear con peces.

—No es un crimen matar bestias así —manifestó el que hablara primero.

—¿Por qué no los cañonean de una vez y terminan con ellos? —preguntó otro—. No se sabe lo que son capaces de hacer.

—¿Y dónde están las balas? No hay tiempo. Creo que deberíamos atacarlos ahora sin perder ni un minuto.

Así continuaron discutiendo. Al cabo de un rato me alejé de ellos y fui a la estación para buscar tantos diarios matutinos como hubiera.

Mas no fatigaré al lector con una descripción de aquella mañana tan larga y de la tarde, más larga aún. No logré ver el campo comunal, pues incluso las torres de las iglesias de Horsell y Chobham estaban ocupadas por las autoridades militares. Los soldados con quienes hablé no sabían nada: los oficiales estaban muy ocupados y no quisieron darme informes. La gente del pueblo se sentía nuevamente segura ante la presencia del ejército, y por primera vez me enteré de que el hijo del cigarrero Marshall era uno de los muertos en el campo. Los soldados habían obligado a los que vivían en las afueras de Horsell a cerrar sus casas y salir de ellas.

Volví a casa alrededor de las dos. Estaba muy cansado, pues, como ya he dicho, el día era muy caluroso y pesado, y por la tarde me refresqué con un baño frío.

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