H. Wells - La guerra de los mundos

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Es en 1898 cuando H. G. Wells nos relata, por primera vez, la idea de que no estamos solos en el universo; es más, nos han estado vigilando y no tienen buenas intenciones. Todo empieza con un cilindro que cae del cielo; los habitantes, creyendo que se trata de un meteorito, se acercan a observar este espeluznante artefacto y a la espeluznante criatura que esta saliendo de él. Sin saberlo, el curso de la humanidad está a punto de cambiar por completo. Esta impactante historia, es narrada en un Halloween de 1938 en un programa de radio. A pesar de que se les anunció que todo era ficción, los ciudadanos entraron en crisis, tomando sus vehículos y huyendo de la ciudad. Esto quedará para siempre grabado, dándole al libro un extra de terror.

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Me puse de pie y ascendí con paso inseguro la empinada curva del puente. Mi mente estaba en blanco, mis músculos y nervios parecían carentes de energía y creo que mis pasos eran tambaleantes. Una cabeza apareció sobre la parte superior de la curva, y al rato vi subir un obrero que llevaba un canasto. A su lado corría un niño. El hombre me saludó al pasar a mi lado. Estuve tentado de dirigirle la palabra, mas no lo hice y respondí a su saludo con una inclinación de cabeza.

Sobre el puente ferroviario de Maybury pasó un tren echando humo y pitando constantemente. Un grupo de personas conversaban a la entrada de una de las casas que constituyen el grupo llamado Oriental Terrace. Todo esto era real y conocido. ¡Y lo que dejaba atrás! Aquello era fantástico. Me dije que no podía ser.

Tal vez mis estados de ánimo sean excepcionales. A veces experimento una extraña sensación de desapego y me separo de mi cuerpo y del mundo que me rodea, observándolo todo desde afuera, desde un punto inconcebiblemente remoto, fuera del tiempo y del espacio. Esta impresión era muy fuerte en mí aquella noche. Allí tenía ahora otro aspecto de mi sueño.

Pero lo malo era la incongruencia entre esta serenidad y la muerte cierta que se hallaba a menos de dos millas de distancia. Oí el ruido de la gente que trabajaba en los gasómetros y vi encendidas todas las luces eléctricas. Me detuve junto al grupito.

—¿Qué novedades hay del campo comunal? —pregunté. Había allí dos hombres y una mujer.

—¿Eh? —dijo uno de los hombres.

—¿Qué novedades hay del campo comunal? —repetí.

—¿No viene usted de allí? —inquirieron ambos hombres.

—La gente que ha ido al campo comunal se ha vuelto tonta—declaró la mujer —. ¿De qué se trata?

—¿No ha oído hablar de los hombres de Marte? —exclamé.

—Más de lo necesario —dijo ella, y los tres rompieron a reír.

Me sentí aturdido y furioso. Hice un esfuerzo, pero me fue imposible contarles lo ocurrido. De nuevo se rieron ante mis frases inconexas.

—Ya oirán más al respecto —dije, y seguí mi camino.

Mi esposa me esperaba a la puerta y se sobresaltó al verme tan pálido. Entré en el comedor, tomé asiento, bebí un poco de vino, y tan pronto me hube recobrado lo suficiente le conté lo que había visto. La cena, fría ya, estaba servida y quedó olvidada sobre la mesa mientras relataba yo los acontecimientos.

—Hay algo importante —expresé para calmar los temores de mi esposa—. Son las criaturas más torpes que he visto en mi vida. Quizá retengan la posesión del pozo y maten a los que se acerquen, pero de allí no pueden salir... ¡Pero qué horribles son!

—Cálmate, querido —me dijo mi esposa tomándome de la mano.

—¡Pobre Ogilvy! ¡Pensar que debe estar allí sin vida!

Por lo menos, a mi esposa no le resultó increíble el relato. Cuando vi lo pálida que estaba, callé de pronto.

—Podrían venir aquí —dijo ella una y otra vez.

La obligué a tomar un poco de vino y traté de tranquilizarla.

—Apenas si pueden moverse —le dije.

Comencé a calmarla repitiendo todo lo que me dijera Ogilvy acerca de la imposibilidad de que los marcianos se establecieran en la Tierra. Mencioné especialmente la dificultad presentada por nuestra fuerza de gravedad. Sobre la superficie de la Tierra la atracción es tres veces mayor que sobre Marte. Por tanto, los marcianos debían pesar aquí tres veces más que en su planeta, aunque su fuerza muscular fuera la misma. En verdad, esta era la opinión general. Tanto el Times como el Daily Telegraph, por ejemplo, insistieron sobre el punto la mañana siguiente, y ambos diarios pasaron por alto, como lo hice yo, dos influencias que evidentemente habrían de modificar esta situación para los visitantes.

Ahora sabemos que la atmósfera de la Tierra contiene mucho más oxígeno o mucho menos argón que la de Marte. La influencia vigorizadora de este exceso de oxígeno debe, sin duda, haber contrarrestado el efecto del aumento de peso en sus cuerpos.

Además, todos olvidamos el hecho de que los marcianos poseían suficiente habilidad mecánica como para no verse obligados a hacer más esfuerzos musculares que los necesarios.

Mas yo no tuve en cuenta esos puntos en aquel momento, y, por tanto, mi razonamiento resultó fallido. Una vez que me hube alimentado y me vi ante la necesidad de tranquilizar a mi esposa, fui cobrando más valor.

—Han cometido un error —comenté—. Son peligrosos porque seguramente están aterrorizados. Tal vez no esperaban encontrar aquí seres vivientes y mucho menos dotados de inteligencia. Una granada en el pozo terminará con todos ellos si es necesario.

La intensa excitación producida por los acontecimientos presenciados puso a mis poderes perceptivos en un estado de eretismo. Aun ahora recuerdo con toda claridad todos los detalles de la mesa a la que estuve sentado. El rostro ansioso de mi esposa, que me contemplaba a la luz de la lámpara; el mantel blanco y el servicio de platería y cristal—pues en aquel entonces hasta los escritores de temas filosóficos teníamos ciertos lujos—; el vino en mi copa... Todo ello está claramente grabado en mi cerebro.

Al terminar la cena me puse a fumar un cigarrillo, mientras lamentaba el arrojo de Ogilvy y hacía comentarios sobre la exterminación de los marcianos.

Lo mismo habrá hecho algún respetable elido de la isla de Francia cuando comentó en su nido la llegada de aquel barco lleno de marineros que necesitaban alimentos.

“Mañana los mataremos a picotazos, querida”.

Yo lo ignoraba, pero aquella fue mi última cena civilizada en un período de muchos días extraños y terribles.

La noche del viernes

En mi opinión, lo más extraordinario de todo lo extraño y maravilloso que ocurrió aquel viernes fue el encadenamiento de los hábitos comunes de nuestro orden social con los primeros comienzos de la serie de acontecimientos que habrían de echar por tierra aquel orden.

Si el viernes por la noche se hubiera tomado un par de compases y trazado un círculo con un radio de cinco millas alrededor de los arenales de Woking, dudo que se hubiera encontrado fuera de ese círculo ningún ser humano —a menos que fuera algún pariente de Stent o de los tres o cuatro ciclistas y londinenses que yacían muertos en el campo comunal —cuyas emociones o costumbres fueran afectadas en lo mínimo por los visitantes del espacio.

Muchas personas habían oído hablar del cilindro y lo comentaban en sus momentos de ocio; pero es seguro que el extraño objeto no produjo la sensación que habría causado un ultimátum dado a Alemania.

El telegrama que mandó Henderson a Londres describiendo la abertura del proyectil fue considerado como una invención, y después de telegrafiar pidiendo que lo ratificara sin obtener respuesta, su diario decidió no imprimir una edición especial.

Dentro del círculo de cinco millas la mayoría de la gente no hizo nada. Yo he descrito la conducta de los hombres y mujeres con quienes hablé. En todo el distrito la gente cenaba tranquilamente; los trabajadores atendían sus jardines después de la labor del día; los niños eran llevados a la cama; los jóvenes paseaban por los senderos haciéndose el amor; los estudiantes leían sus textos.

Quizá hubiera ciertos murmullos en las calles de la villa y un tópico dominante en las tabernas. Aquí y allá aparecía un mensajero o algún testigo ocular, causando gran entusiasmo y muchos corros. Pero en su mayor parte continuó como siempre la rutina de trabajar, comer, beber y dormir... Parecía que el planeta Marte no existiera en el universo. Aun en la estación de Woking y en Horsell y Chobham ocurría esto.

En el empalme Woking, hasta horas muy avanzadas, los trenes paraban y seguían viaje; los pasajeros descendían y subían a los vagones y todo marchaba como de costumbre. Un muchacho de la ciudad vendía diarios con las noticias de la tarde. El ruido seco de los parachoques al chocar y el agudo silbato de las locomotoras se mezclaban con sus gritos de “Hombres de Marte”.

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