Trevor Noah - Prohibido nacer

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– Mi madre me quería tanto, que tuvo que tirarme de un coche en marcha para que huyera. – Mi padre me quería tanto, que cuando paseaba conmigo lo hacía por la vereda de enfrente, sin mirarme. – Mi padre era suizo, muy blanco. – Mi madre era xhosa, muy negra. – Y, según las leyes del apartheid, por ser de razas distintas tenían prohibido hacer el amor. – Pero al parecer lo hicieron… porque nací yo. – Lo peor que podía haber hecho.Trevor Noah (Johannesburgo, 1984) nació en una familia pobre en la violenta Sudáfrica del apartheid. Dos décadas después, es la nueva estrella de la comedia política en EE. UU. y el principal azote de Donald Trump. «Triste, divertido, desgarrador e irresistible. Un relato inolvidable sobre una infancia en el apartheid… y una carta de amor a una madre excepcional.» Michiko Kakutani, '
The New York Times'

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Yo tenía once años y fue como si estuviera viendo mi país por primera vez. En los municipios segregados no se veía la segregación, porque todo el mundo era negro. En el mundo blanco, siempre que mi madre me llevaba a la iglesia de los blancos, nosotros éramos los únicos negros, y mi madre no se separaba de nadie. Le daba igual. Iba y se sentaba en medio de los blancos. Y en Maryvale, los chicos se mezclaban con normalidad y siempre estaban todos juntos. Antes de aquel día, yo nunca había visto a gente junta y al mismo tiempo separada, ocupando el mismo espacio pero decidiendo no relacionarse entre ellos de ninguna manera. En un instante pude ver y sentir cómo se trazaban las fronteras. Los grupos se movían por el patio, por las escaleras y por el pasillo siguiendo un esquema de colores. Era una locura. Miré a los chicos blancos a los que había conocido aquella mañana. Diez minutos antes estaba convencido de que eran mayoría en esa escuela. Ahora me daba cuenta de que eran muy pocos comparado con el resto.

Me quedé allí, en aquella tierra de nadie en mitad del patio, solo y sin saber qué hacer, hasta que al final me rescató el chaval indio de mi clase, un tal Theesan Pillay. Theesan era uno de los poquísimos chavales indios de mi escuela, de forma que se había fijado inmediatamente en mí, a las claras otro forastero.

—¡Hola, mi colega anómalo! Estás en mi clase. ¿Quién eres? ¿Cuál es tu historia? —Nos pusimos a charlar y nos hicimos amigos. Me adoptó como si él fuera el Pillastre Dawkins y yo el perplejo Oliver.

A lo largo de la conversación salió a la luz que yo hablaba varios idiomas africanos, y a Theesan le pareció el truco más asombroso del mundo que un chico de color hablara idiomas de negros. Me llevó hasta un grupo de chavales negros.

—Decid algo —les propuso—, ya veréis cómo os entiende.

Un chico dijo algo en zulú y yo le contesté en zulú. Todo el mundo me vitoreó. Otro chico dijo algo en xhosa y yo le contesté en xhosa. Más vítores. Theesan se pasó el resto del recreo llevándome con distintos grupos de chicos negros del patio.

—Enséñales tu truco —me decía—. Haz eso de los idiomas.

Los chavales negros estaban fascinados. En Sudáfrica era rarísimo encontrar a una persona blanca o mestiza que hablara idiomas africanos; el apartheid les había enseñado que aquellos idiomas eran indignos de ellos. Así pues, el hecho de hablar como aquellos chavales negros hizo que les cayera simpático de inmediato.

—¿Por qué hablas nuestros idiomas? —me preguntaban.

—Porque soy negro —les decía yo—. Como vosotros.

—No eres negro.

—Sí lo soy.

—No lo eres. ¿Es que no te has visto?

Al principio estaban confusos. Por mi color, me tomaban por un mestizo a quien le iba mal en la vida, pero el hecho de hablar los mismos idiomas significaba que pertenecíamos a la misma tribu. Solamente tardaron un instante en entenderlo. Y yo también.

En un momento dado, me dirigí a uno de ellos y le dije:

—Eh, ¿por qué no os veo en ninguna de mis clases?

Resultó que ellos iban a las clases B, que también eran las clases de los negros. Aquella tarde volví a las clases A y hacia el final del primer día ya me había dado cuenta de que no eran para mí. De pronto sabía quién era mi gente y quería estar con ella. Así que fui a ver a la orientadora.

—Me gustaría cambiarme —le dije—. Me gustaría ir a las clases B.

Ella se quedó confundida.

—Uy, no —me dijo—. Yo creo que eso no te conviene.

—¿Por qué no?

—Pues porque esos chicos son... ya sabes.

—No, no lo sé. ¿Qué quiere decir?

—Mira —me dijo—, tú eres un chico listo. No te conviene estar en esa clase.

—Pero las clases son las mismas, ¿no? El inglés es el inglés. Las matemáticas son las matemáticas.

—Sí, pero esa clase es... esos chicos no te van a dejar avanzar. Te conviene estar en la clase de los listos.

—Pero también debe de haber chicos listos en la clase B, ¿no?

—Pues no.

—Pero todos mis amigos están ahí.

—No te conviene ser amigo de esos chicos.

—Sí me conviene.

Y seguimos erre que erre. Al final se puso muy seria y me dio un aviso:

—¿Te das cuenta del efecto que eso va a tener en tu futuro? ¿Entiendes a qué estás renunciando? Esto tendrá un impacto en las oportunidades que se te presenten durante el resto de tu vida.

—Correré ese riesgo.

Me trasladé a las clases B con los chicos negros. Decidí que prefería avanzar despacio con gente que me caía bien que avanzar deprisa con gente a la que no conocía.

Estar en la H. A. Jack me hizo darme cuenta de que era negro. Antes de aquel recreo yo nunca había tenido que elegir, pero en cuanto me obligaron a elegir, elegí ser negro. El mundo me veía como una persona de color, pero yo no me pasaba la vida mirándome a mí mismo. Me pasaba la vida mirando a los demás. Y me veía a mí mismo como la gente que me rodeaba, y la gente que me rodeaba era negra. Mis primos eran negros, mi madre era negra, mi abuela era negra. Y como yo tenía un padre blanco y había ido a catequesis con los blancos, me llevaba bien con los chicos blancos, pero no eran mi gente . Yo no formaba parte de su tribu. Los chicos negros, sin embargo, me aceptaban. «Vente con nosotros», me decían. «Eres de los nuestros». Con los chicos negros yo no estaba todo el tiempo intentando ser. Con los chicos negros yo simplemente era.

Antes del apartheid, las personas negras que habían recibido una educación formal lo habían hecho bajo la tutela de los misioneros europeos, un contingente de extranjeros entusiastas y ansiosos por cristianizar y occidentalizar a los nativos. En las escuelas de las misiones, la gente negra aprendía inglés, literatura europea, medicina y leyes. No es ninguna coincidencia que casi todos los líderes negros importantes del movimiento antiapartheid, desde Nelson Mandela a Steve Biko, estudiaran con los misioneros; un hombre instruido es un hombre libre, o al menos un hombre que anhela la libertad.

Por consiguiente, la única forma de hacer que funcionara el apartheid era lisiar a la mente negra. Durante el régimen de segregación, el gobierno construyó lo que se conocería como escuelas bantúes. En las escuelas bantúes no se enseñaba ni ciencia ni historia ni civismo. Se enseñaba el sistema de medidas y nociones de agricultura: a contar patatas, asfaltar caminos, cortar leña y arar el campo. «Al bantú no le sirve de nada aprender historia y ciencia porque es un ser primitivo», decía el gobierno. «Solo servirá para desorientarlo y enseñarle unos campos en los que no puede pastar». Al menos hay que reconocerles que estaban siendo sinceros. ¿Para qué educar a un esclavo? ¿Para qué enseñarle latín si su único trabajo va a ser cavar zanjas?

El gobierno ordenó a las escuelas de las misiones que se adaptaran al nuevo temario o que cerraran. La mayoría cerraron, y a los niños negros se los obligó a meterse como sardinas en lata en aulas de escuelas destartaladas y a menudo con unos maestros que apenas sabían leer y escribir. A nuestros padres y abuelos les enseñaron con pequeñas cantinelas instructivas, igual que le enseñas las formas y los colores a un niño de parvulario. Mi abuelo me solía cantar aquellas canciones y nos reíamos de lo tontas que eran. Dos por dos es cuatro. Tres por dos es seis. La la la la la . Estamos hablando de varias generaciones de adultos ya plenamente crecidos a quienes enseñaron así.

Lo que pasó con la educación en Sudáfrica, tanto con las escuelas de las misiones como con las escuelas bantúes, nos permite comparar bastante bien a los dos grupos de blancos que nos oprimieron, los británicos y los afrikáneres. La diferencia entre el racismo británico y el racismo afrikáner era que por lo menos los británicos les daban a los nativos algo a lo que aspirar. Si eran capaces de aprender a hablar un inglés correcto y a vestirse con ropa como Dios manda, quizás algún día pudieran ser admitidos en la sociedad. Los afrikáneres nunca nos dieron esa opción. El racismo británico decía: «si el mono puede andar como un hombre y hablar como un hombre, quizás sea un hombre». El racismo afrikáner decía: «¿Para qué vamos a darle un libro a un mono?».

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