—¿Quién hay ahí?
Hice otra pausa y esperé. Luego lo doblé un poco más, caminé hasta el cubo de basura, dejé mi pecado al fondo y lo cubrí cuidadosamente con el resto de los desperdicios. Por fin me volví de puntillas a la otra habitación, me encogí en mi colchón sobre el suelo y me hice el dormido. La cagada había llegado a buen puerto, sin letrina de por medio, y Koko no se había enterado de nada.
Misión cumplida.
Al cabo de una hora paró de llover, y mi abuela llegó a casa.
Nada más entrar, Koko la llamó.
—¡Frances! Gracias a Dios que estás aquí. Hay algo en casa.
—¿El qué?
—No lo sé, pero lo he oído y también lo he olido.
Mi abuela se puso a olisquear el aire.
—¡Dios bendito! Sí, yo también lo huelo. ¿Es una rata? ¿Algún bicho muerto? Viene de dentro de la casa, eso seguro.
Se puso a mirar por todos lados, bastante preocupada, y poco después, cuando ya estaba oscureciendo, mi madre volvió a casa del trabajo. Nada más entrar, mi bisabuela la llamó:
—¡Oh, Nombuyiselo! ¡Nombuyiselo! ¡Hay algo en casa!
—¡¿Qué?! ¿A qué te refieres?
Koko le contó la historia de los ruidos y los olores.
Luego mi madre, que tiene muy buen olfato, se puso a hurgar por la cocina, olisqueando.
—Sí, lo huelo. Lo voy a encontrar. Lo voy a encontrar... —Fue hasta el cubo de la basura—. Está aquí dentro. —Revolvió el contenido, sacó el papel de periódico doblado de debajo, lo abrió y allí estaba mi pequeño zurullo. Se lo enseñó a mi abuela.
—¡Mira!
—¡¿Qué?! ¿¡Cómo ha llegado eso ahí?!
Koko, todavía ciega y todavía en su silla, se moría por saber qué estaba pasando.
—Pero ¡¿qué está pasando?! —exclamó—. ¡¿Qué está pasando?! ¡¿Lo habéis encontrado?!
—Es mierda —dijo mi madre—. Hay mierda en el fondo del cubo de la basura.
—Pero ¡¿cómo?! —dijo Koko—. ¡Si no había nadie en casa!
—¿Estás segura de que no había nadie?
—Sí. He llamado a todo el mundo. Y no ha venido nadie.
Mi madre ahogó una exclamación.
—¡Nos han embrujado!
Un demonio. Para mi madre, esa era la conclusión lógica. Porque así es como funciona la brujería. Si alguien os ha echado una maldición a ti o a tu casa, siempre encuentras un talismán o tótem, un mechón de pelo de la cabeza de un gato, alguna manifestación física del mal espiritual, la prueba de la presencia del demonio.
En cuanto mi madre encontró el zurullo, se armó la de Dios es Cristo. Aquello era grave . Tenían pruebas . A continuación, entró en el dormitorio.
—¡Trevor! ¡Trevor! ¡Levanta!
—¡¿Qué?! —dije yo, haciéndome el tonto—. ¡¿Qué está pasando?!
—¡Ven! ¡Hay un demonio en casa!
Mi madre me cogió de la mano y me sacó a rastras de la cama. Se llamó a todo el mundo a cubierta, era hora de pasar a la acción. Lo primero que teníamos que hacer era salir y quemar la mierda. Es lo que se hace con la brujería; la única forma de destruir la maldición es quemar el objeto físico. Salimos al patio y mi madre puso el periódico con mi mierdecilla en la entrada para coches, encendió una cerilla y le prendió fuego. Luego mi madre y mi abuela se quedaron de pie junto al zurullo en llamas, rezando y entonando cánticos de alabanza.
La conmoción no acabó ahí, porque cuando hay un demonio en la zona, se tiene que reunir la comunidad entera para expulsarlo. Si no formas parte de la plegaria, puede que el demonio se largue de mi casa y se vaya a la tuya y te maldiga a ti. Así que necesitábamos congregar a todo el mundo. Se dio la voz de alarma. Se transmitió la llamada. Mi diminuta abuela cruzó la verja y caminó calle arriba y calle abajo llamando a todas las demás abuelas para un encuentro de oración de emergencia.
—¡Venid! ¡Nos han embrujado!
Me quedé allí plantado, con mi mierda ardiendo en la entrada para coches y mi pobre y anciana abuela dando tumbos de un lado para otro de la calle en estado de pánico, y no supe qué hacer. Yo sabía que aquello no era ningún demonio, pero no iba a contar la verdad ni de coña. La paliza que me darían... Dios bendito. La sinceridad no era lo más recomendable cuando había palizas de por medio. Así que guardé silencio.
Al cabo de un rato llegó una tromba de abuelas con sus Biblias a cuestas; eran más de una docena. Cruzaron la verja y subieron por la entrada para coches. Entraron en casa y abarrotaron la sala. Era, con diferencia, el encuentro de oración más multitudinario que habíamos tenido. Era lo más grande que había pasado en la historia de nuestra casa, punto. Todo el mundo se sentó en círculo a rezar y a rezar, y rezaron con vigor. Las abuelas cantaban y murmuraban y se mecían de atrás hacia delante, hablando en lenguas extrañas. Yo hice lo que pude para mantener la cabeza gacha y no meterme en aquello. Pero entonces mi abuela estiró el brazo hacia atrás, me agarró, tiró de mí hasta colocarme en medio del círculo y me miró a los ojos.
—Trevor, reza.
—¡Sí! —dijo mi madre—. ¡Ayúdanos! Reza, Trevor. ¡Rézale a Dios para que mate al demonio!
Me quedé aterrado. Yo creía en el poder de la oración. Sabía que mis plegarias funcionaban . De forma que si le pedía a Dios que matara a la criatura que había dejado la mierda, y la criatura que había dejado la mierda era yo, entonces Dios me mataría a mí. Me quedé petrificado. No sabía qué hacer. Pero todas las abuelas me estaban mirando, de forma que recé, avanzando a trompicones y como pude:
Querido Dios, por favor, protégenos, hum, ya sabes, de quien sea que ha hecho esto, pero bueno, en realidad no sabemos qué ha pasado exactamente, lo mismo ha sido un malentendido, y ya sabes, tal vez no deberíamos juzgar de forma precipitada cuando no sabemos bien qué ha pasado y... o sea, claro que tú lo sabes mejor, Padre Celestial, pero quizás esta vez no haya sido en realidad un demonio, porque quién puede saberlo seguro, así que quizás puedas perdonar a quien lo haya hecho ...
No fue mi mejor actuación. Al final terminé como pude y me volví a sentar. Las plegarias continuaron. Siguieron durante un buen rato. Rezar, cantar, rezar. Cantar, rezar, cantar. Cantar, cantar, cantar. Rezar, rezar, rezar. Por fin decidieron que el demonio se había marchado ya y que la vida podía continuar, así que hicimos el gran «amén» y todo el mundo dio las buenas noches y se fue a casa.
Aquella noche me sentí fatal. Antes de irme a la cama, recé en silencio: «Dios, siento mucho todo esto. Sé que no ha estado bien». Porque yo lo sabía: Dios atiende tus plegarias. Dios es tu padre. Es el hombre que está siempre presente, el que cuida de ti. Cada vez que tú rezas, Él deja de hacer lo que está haciendo y se toma un momento para escuchar, y yo lo había sometido a dos horas enteras de abuelitas rezando cuando sabía que, con todo el dolor y el sufrimiento que había en el mundo, Él tenía cosas más importantes que hacer que lidiar con mi mierda.
Cuando yo era chaval nuestras cadenas de televisión emitían series americanas: Un médico precoz, Se ha escrito un crimen y Rescate 911 con William Shatner. La mayoría estaban dobladas a idiomas africanos. ALF estaba en afrikaans. Transformers estaba en sotho. Si querías verlas en inglés, sin embargo, el audio original americano se retransmitía simultáneamente por la radio. Podías quitarle el sonido al televisor y escucharlo por la radio. Viendo aquellos programas me di cuenta de que siempre que salían negros en la tele hablando idiomas africanos, a mí me resultaban familiares. Me sonaban como tenían que sonar. Pero luego los escuchaba en la retransmisión simultánea de la radio y todos tenían acento de negros americanos. Mi percepción de ellos cambiaba. Ya no me resultaban familiares. Ahora me parecían extranjeros.
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