De niño yo entendía que la gente era de colores distintos, pero en mi cabeza el blanco, el negro y el marrón eran como diferentes tipos de chocolate. Mi padre era el chocolate blanco, mi madre el negro y yo el chocolate con leche. Pero todos éramos chocolate. Yo no sabía que aquello tuviera que ver con la «raza». No sabía qué era la raza. Mi madre nunca se refería a mi padre diciendo que era blanco ni a mí diciendo que era mestizo. De forma que cuando los demás niños de Soweto me llamaban blanco, a pesar de que yo era de color marrón claro, simplemente pensaba que se equivocaban de tono y que quizás no habían aprendido bien los colores. «Ah, sí, amigo mío. Has confundido el celeste con el turquesa. Es una confusión comprensible. No eres el primero al que le pasa.»
Enseguida descubrí que la forma más rápida de salvar la distancia entre las razas era por medio del idioma. Soweto era un crisol de culturas. Había familias de muchas tribus y reservas distintas. La mayoría de los niños del municipio segregado solamente conocían el idioma que se hablaba en su casa, pero yo sabía varios idiomas porque había crecido en una casa donde no había más remedio que aprenderlos. Mi madre se aseguró de que el inglés fuera el primer idioma que yo aprendiera. Si eres negro en Sudáfrica, hablar inglés es lo único que te puede ayudar. El inglés es el idioma del dinero. Saber inglés se equipara con la inteligencia. Si estás buscando trabajo, el inglés marca la diferencia entre que te lo den y quedarte en el paro. Si estás en el banquillo de los acusados, el inglés marca la diferencia entre quedar en libertad con una simple multa o ir a la cárcel.
Después del inglés, el segundo idioma que hablábamos en mi casa era el xhosa. Cuando mi madre estaba enfadada, recurría a su idioma natal. Y como yo no paraba quieto, estaba muy versado en las expresiones de amenaza xhosa. Fueron las primeras frases que aprendí, principalmente en aras de mi propia seguridad; expresiones como Ndiza kubetha entloko , «Te voy a arrear en toda la cabeza», o Sidenge ndini somntwana , «Pedazo de niño idiota». El xhosa es un idioma muy apasionado. Además, mi madre había aprendido varios idiomas por ahí. Había aprendido zulú porque se parecía al xhosa. Hablaba alemán por mi padre. Hablaba afrikaans porque era útil saber el idioma de tus opresores. Y el sotho lo había aprendido en las calles.
Viviendo con mi madre, vi cómo ella usaba el idioma para cruzar fronteras, gestionar situaciones y moverse por el mundo. Una vez estábamos en una tienda y el tendero, delante de nuestras narices, se dirigió a su guardia de seguridad y le dijo en afrikaans: Volg daai swartes, netnou steel hulle iets . «Sigue a estos negros por si roban algo»
Mi madre se giró y le dijo en un afrikaans elegante y fluido: Hoekom volg jy nie daai swartes sodat jy hulle kan help kry waarna hulle soek nie ? «¿Y por qué no sigue a estos negros para ver si puede ayudarlos a encontrar lo que buscan?»
— Ag, jammer ! —dijo el hombre, disculpándose en afrikaans. A continuación, y esto fue lo gracioso, no se disculpó por ser racista. Se limitó a disculparse por dirigir su racismo contra nosotros—. Ay, lo siento mucho —dijo—. Pensaba que erais como los demás negros. Ya sabéis cómo les gusta robar.
Yo aprendí a usar el idioma igual que mi madre. Me dedicaba a transmitir de forma simultánea: te emitía el programa directamente en tu idioma. La gente me miraba con recelo por el mero hecho de ir por la calle. «¿De dónde eres?», me preguntaban. Y yo contestaba en el idioma en el que se estuvieran dirigiendo a mí y usando el mismo acento que ellos. Había un breve momento de confusión y luego la mirada de recelo desaparecía. «Ah, vale. Pensaba que no eras de aquí. No hay problema, pues.»
Esto se convirtió en una herramienta que me serviría toda mi vida. Un día, de joven, iba caminando por la calle cuando se me acercó por detrás un grupo de zulús y les oí planear cómo iban a atracarme. Asibambe le autie yomlungu. Phuma ngapha mina ngizoqhamuka ngemuva kwakhe . «Vamos a por ese blanco. Tú ve por la izquierda y yo me acerco a él por detrás.» No sabía qué hacer. No me podía escapar, así que me giré de golpe y les dije: Kodwa bafwethu yingani singavele sibambe umuntu inkunzi? Asenzeni. Mina ngikulindele . «Eh, tíos, ¿por qué no atracamos a alguien juntos? Yo estoy dispuesto. ¡Venga, vamos!»
Los tipos se quedaron un momento pasmados y luego se echaron a reír.
—Oh, perdón, colega. Nos hemos confundido. No queríamos robarte a ti. Queríamos robar a algún blanco. Que tengas un buen día, chaval.
Habían estado dispuestos a usar la violencia conmigo hasta que les hice creer que éramos de la misma tribu, y entonces pasamos a ser amigos. Aquel y otros muchos incidentes menores de mi vida me hicieron darme cuenta de que el idioma, todavía más que el color, define quién eres para la gente.
Me convertí en un camaleón. No cambiaba de color, pero sí que podía cambiar tu percepción de mi color. Si me hablabas en zulú, yo te contestaba en zulú. Si me hablabas en tswana, yo te contestaba en tswana. Quizás no tuviera la misma apariencia que tú, pero si hablaba como tú, me convertía en ti.
A medida que el apartheid tocaba a su fin, las escuelas privadas de la élite de Sudáfrica empezaron a aceptar a niños de todos los colores. La empresa de mi madre ofrecía becas y ayudas para familias humildes, y ella se las apañó para meterme en el Maryvale College, una escuela católica privada y cara. Monjas dando clase, misa los viernes y toda la pesca. Empecé el parvulario a los tres años y la primaria a los cinco.
En mi clase había de todo. Niños negros, blancos, indios y de color. La mayoría de los chicos blancos eran bastante adinerados. La mayoría de los de otros colores, no. Pero gracias a las becas, todos nos sentábamos a la misma mesa. Llevábamos las mismas americanas marrones, los mismos pantalones de tela y las mismas camisas grises. Todos teníamos los mismos libros y a los mismos profesores. No había separación de razas. En cada pandilla había niños de todos los colores.
Aun así, algunos niños sufrían burlas y acoso, pero por los motivos típicos: por ser gordo o flaco, por ser alto o bajito, por ser listo o tonto. No recuerdo que nadie se metiera con nadie por su raza. No tuve que aprender a poner límites a las cosas que me gustaban o me disgustaban. El margen para explorarme a mí mismo fue muy amplio. Me gustaron chicas blancas y chicas negras. Nadie me preguntaba qué era. Era Trevor.
Fue una experiencia maravillosa, pero tuvo la desventaja de mantenerme resguardado de la realidad. Maryvale era un oasis que me mantenía apartado de la realidad, un lugar cómodo donde yo podía evitar tomar una decisión difícil. Pero el mundo real no desaparece sin más. El racismo existe. Hay gente a la que hacen daño, y solamente porque no te lo hagan a ti, no quiere decir que no suceda. Y en algún momento vas a tener que elegir. Blanco o negro. Elige un bando. Puedes intentar esconderte. Puedes decir: «Oh, yo paso de elegir bando». Pero en algún momento la vida te obligará a elegir uno.
Al terminar sexto curso, dejé Maryvale para ingresar en la escuela primaria H. A. Jack, que era una escuela pública. Antes de empezar tuve que hacer un examen de ingreso, y basándose en los resultados del examen, la orientadora de la escuela me dijo: «vas a estar en las clases de los listos, las clases A». Así que me presenté el primer día de colegio, fui a mi aula y me encontré con que casi todos los treinta y pico chavales de mi clase eran blancos. Había un chaval indio, uno o dos negros y yo.
Luego vino el recreo. Salimos al patio y vi que había chicos negros por todas partes . Era un océano negro, como si alguien hubiera abierto un grifo y el negro hubiera empezado a manar a chorro. Yo me dije: «¿Dónde estaban escondidos todos estos?». Los chicos blancos que había conocido aquella mañana se fueron en una dirección y los negros en otra, y yo me quedé en el medio, completamente confundido. ¿Acaso íbamos a juntarnos todos más tarde? No entendía lo que estaba pasando.
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