Trevor Noah - Prohibido nacer

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– Mi madre me quería tanto, que tuvo que tirarme de un coche en marcha para que huyera. – Mi padre me quería tanto, que cuando paseaba conmigo lo hacía por la vereda de enfrente, sin mirarme. – Mi padre era suizo, muy blanco. – Mi madre era xhosa, muy negra. – Y, según las leyes del apartheid, por ser de razas distintas tenían prohibido hacer el amor. – Pero al parecer lo hicieron… porque nací yo. – Lo peor que podía haber hecho.Trevor Noah (Johannesburgo, 1984) nació en una familia pobre en la violenta Sudáfrica del apartheid. Dos décadas después, es la nueva estrella de la comedia política en EE. UU. y el principal azote de Donald Trump. «Triste, divertido, desgarrador e irresistible. Un relato inolvidable sobre una infancia en el apartheid… y una carta de amor a una madre excepcional.» Michiko Kakutani, '
The New York Times'

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Obviamente yo no era el único niño nacido de padres de distinto color durante el apartheid. Hoy en día viajo mucho alrededor del mundo, y cada poco me encuentro a otros sudafricanos mestizos. Nuestras historias empiezan todas igual. Tenemos más o menos la misma edad. Sus padres se conocieron en alguna fiesta clandestina de Hillbrow o de Ciudad del Cabo. Vivieron en pisos ilegales. La diferencia es que, en casi todos los demás casos, su familia emigró. El padre o la madre blancos los sacaron del país por Lesotho o Botswana y crecieron en el exilio, en Inglaterra, Alemania o Suiza, porque ser una familia racialmente mixta durante el apartheid era casi insoportable.

En cuanto Mandela salió elegido, por fin pudimos vivir como personas libres. Y los exiliados empezaron a regresar. Conocí al primero cuando tenía unos diecisiete años. Me contó su historia y yo le dije: «Un momento, ¿ qué ? ¿Quieres decir que podíamos habernos marchado ? ¿Que existía esa opción?». Imagínate que te tiran de un avión. Te estrellas contra el suelo y te rompes todos los huesos. Luego vas al hospital y te curan y sigues con tu vida hasta que por fin consigues olvidarlo. Y un día viene alguien y te dice que existen los paracaídas. Pues así me sentí yo. No podía entender por qué nos habíamos quedado. Me fui directo a casa y se lo pregunté a mi madre.

—¿Por qué? ¿Por qué no nos marchamos y punto? ¿Por qué no nos fuimos a Suiza?

—Pues porque yo no soy suiza —me dijo ella, testaruda como siempre—. Este es mi país. ¿Por qué tendría que marcharme?

Sudáfrica es una mezcla de cosas viejas y nuevas, antiguas y modernas, y el cristianismo en Sudáfrica es un ejemplo perfecto. Adoptamos la religión de quienes nos habían colonizado, pero la mayoría de la gente conservó también las viejas creencias ancestrales por si acaso. En Sudáfrica, la fe en la Santísima Trinidad coexiste cómodamente con la creencia en formular conjuros y lanzarles maldiciones a tus enemigos.

Vengo de un país en el que la gente prefiere visitar a los sangomas —los chamanes y curanderos tradicionales, peyorativamente conocidos como santeros— que acudir a los doctores en medicina occidental. Vengo de un país en el que se ha detenido y juzgado a personas por brujería... en los tribunales. No estoy hablando del siglo XVIII. Estoy hablando de hace cinco años. Recuerdo que juzgaron a alguien por lanzarle un rayo a otra persona. Es algo muy frecuente en las reservas tribales. No hay edificios altos, hay muy pocos árboles y nada se interpone entre tú y el cielo, así que a la gente le caen rayos encima cada dos por tres. Y cuando a alguien lo mata un rayo, todo el mundo sabe que es porque alguien ha contratado a la Madre Naturaleza para asesinarlo. O sea, que si tenías alguna disputa con el muerto, alguien te acusa de asesinato y la policía llama a tu puerta.

—Señor Noah, está usted acusado de asesinato. Ha recurrido a la brujería para matar a David Kibuuka haciendo que le cayera un rayo encima.

—¿Qué pruebas tienen?

—La prueba es que a David Kibuuka le ha caído un rayo encima y ni siquiera estaba lloviendo.

Y vas a juicio. Y el tribunal lo preside un juez. Hay una lista de casos. Hay un fiscal. Tu abogado tiene que demostrar que no tenías móvil, repasar el análisis forense de la escena del crimen y presentar una recia defensa. El argumento de tu abogado no puede ser: «La brujería no existe». No, no, no. Porque perderás el juicio.

3

Trevor, reza

Me crie en un mundo gobernado por mujeres. Mi padre era un hombre cariñoso y dedicado, pero yo solo estaba con él cuando y donde el apartheid me dejaba. Mi tío Velile, el hermano pequeño de mi madre, vivía con mi abuela, pero se pasaba la mayor parte del tiempo en la taberna del barrio, metiéndose en peleas.

La única figura masculina medio habitual en mi vida era mi abuelo, el materno, que daba una guerra considerable. Estaba divorciado de mi abuela y no vivía con nosotros, pero aun así lo veíamos bastante. Se llamaba Temperance Noah, lo cual tenía su coña, porque era lo contrario de un hombre moderado. Era bullicioso y escandaloso. En el barrio lo apodaban «Tat Shisha», que se podría traducir más o menos como «el abuelo sexy». Y eso exactamente es lo que era. Le encantaban las mujeres y a las mujeres les encantaba él. Se ponía su mejor traje y se paseaba por las calles de Soweto tarde sí y tarde no, haciendo reír a todo el mundo y encandilando a todas las mujeres que se encontraba. Tenía una sonrisa enorme y deslumbrante de dientes muy blancos, aunque falsos. En casa se quitaba la dentadura y yo lo veía hacer ese típico gesto con la boca como de estar comiéndose su propia cara.

Mucho más adelante nos enteramos de que era bipolar, pero hasta entonces simplemente lo teníamos por excéntrico. Una vez le cogió prestado el coche a mi madre para ir a la tienda a comprar leche y pan. Desapareció y no volvió hasta bien entrada la noche, cuando evidentemente ya no necesitábamos ni la leche ni el pan. Resultó que se había cruzado con una jovencita en la parada del autobús, y como él creía que las mujeres guapas no deberían tener que esperar el autobús, se había ofrecido para llevarla hasta su casa, que quedaba a tres horas. Mi madre se puso furiosa con él porque había vaciado un depósito entero de gasolina, que nos habría alcanzado para ir al trabajo y a la escuela durante una semana.

Cuando estaba de subidón mi abuelo era imparable, pero tenía unos cambios de humor espectaculares. De joven había sido boxeador, y un día me dijo que yo le había faltado al respeto y que me retaba a un combate de boxeo. Él tenía ochenta y tantos años y yo doce. Levantó los puños y se puso a dar vueltas a mi alrededor.

—¡Venga, Trevor! ¡Venga! ¡Puños en alto! ¡Pégame! ¡Te voy a demostrar que todavía soy un hombre! ¡Venga!

Yo no podía pegarle porque no podía pegar a una persona mayor de mi familia. Además, no me había peleado nunca y no iba a tener mi primera pelea con un octogenario. Así que fui corriendo a buscar a mi madre y ella lo hizo parar. El día después de su furia pugilística se lo pasó sentado en su sillón, sin moverse ni decir palabra en todo el día.

Temperance vivía con su segunda familia en las Meadowlands, y nosotros los visitábamos muy de vez en cuando porque mi madre tenía miedo de que nos envenenaran. Que era algo que podía pasar. La primera familia era la que heredaba, así que siempre existía el riesgo de que la segunda familia te envenenara. Era como Juego de tronos pero con gente pobre. Íbamos a aquella casa y mi madre me advertía:

—Trevor, no comas nada.

—Pero me muero de hambre.

—No, que nos pueden envenenar.

—Vale, pero entonces, ¿por qué no le rezo a Jesús y le pido que me quite el veneno de la comida?

—¡Trevor! ¡ Sun’qhela !

Así que veíamos poco a mi abuelo, y cuando él no estaba, la casa la llevaban las mujeres.

Además de mi madre estaba mi tía Sibongile; ella y su primer marido, Dinky, tenían dos hijos, mis primos Mlungisi y Bulelwa. Sibongile era una fuerza de la naturaleza, una mujer fuerte en todos los sentidos y pechugona como mamá gallina. Dinky era chiquitín, que es lo que significa su nombre en inglés. Un retaco, vaya. También era un maltratador, aunque no del todo. Más bien intentaba serlo, pero no le salía bien. Intentaba estar a la altura de lo que él pensaba que tenía que ser un marido: dominante y controlador. Me acuerdo de que, de niño, alguien me dijo: «Si no pegas a tu mujer, es que no la quieres». Esas eran las cosas que les oías decir a los hombres en los bares y por la calle.

Dinky intentaba dárselas de patriarca. Le pegaba golpes y bofetadas a mi tía y ella aguantaba y aguantaba hasta que ya no podía más, y entonces le arreaba un guantazo a él y lo ponía otra vez en su sitio. Dinky siempre iba por ahí diciendo: «Yo a mi mujer la controlo». Y a ti te daban ganas de contestarle: «Dinky, en primer lugar, eso no es verdad. Y en segundo lugar, no te hace falta, porque ella te quiere». Me acuerdo de un día en que ella ya se había hartado de verdad. Yo estaba en el patio y Dinky salió de la casa poniendo el grito en el cielo. Sibongile salió detrás de él con una olla llena de agua hirviendo, insultándolo y amenazando con echársela por encima. En Soweto siempre se oían historias de hombres a los que les tiraban ollas de agua hirviendo; a menudo era el último recurso de las mujeres. Y el hombre tenía suerte si solo era agua. Había mujeres que usaban aceite de cocinar caliente. El agua era para cuando la mujer quería darle una lección a su hombre. El aceite significaba que quería terminar con la situación.

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