Trevor Noah - Prohibido nacer

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– Mi madre me quería tanto, que tuvo que tirarme de un coche en marcha para que huyera. – Mi padre me quería tanto, que cuando paseaba conmigo lo hacía por la vereda de enfrente, sin mirarme. – Mi padre era suizo, muy blanco. – Mi madre era xhosa, muy negra. – Y, según las leyes del apartheid, por ser de razas distintas tenían prohibido hacer el amor. – Pero al parecer lo hicieron… porque nací yo. – Lo peor que podía haber hecho.Trevor Noah (Johannesburgo, 1984) nació en una familia pobre en la violenta Sudáfrica del apartheid. Dos décadas después, es la nueva estrella de la comedia política en EE. UU. y el principal azote de Donald Trump. «Triste, divertido, desgarrador e irresistible. Un relato inolvidable sobre una infancia en el apartheid… y una carta de amor a una madre excepcional.» Michiko Kakutani, '
The New York Times'

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Cada vez que querías salir del municipio segregado para ir trabajar a la ciudad, o por cualquier otra razón, tenías que llevar encima un pase con tu número de identidad; si no, podían arrestarte. También había toque de queda: pasada cierta hora, tenías que estar de vuelta en el municipio segregado o también te arrestaban. A mi madre todo eso le daba igual. Estaba decidida a no volver a casa y se quedó en Johannesburgo, escondiéndose y durmiendo en los lavabos públicos hasta que aprendió las reglas para moverse por la ciudad gracias a las otras mujeres negras que se las habían apañado para vivir allí: las prostitutas.

Muchas de las prostitutas de la ciudad eran xhosa. Hablaban el idioma de mi madre y le enseñaron las pautas básicas para sobrevivir. Le enseñaron a disfrazarse con un uniforme de empleada doméstica, lo que le permitía moverse por la ciudad sin que la interrogaran. Le presentaron a hombres blancos que estaban dispuestos a alquilarles pisos en la ciudad. La mayoría eran extranjeros, alemanes y portugueses a quienes no les importaba la ley, y que estaban contentos de firmar un contrato de alquiler que le diera a una prostituta un sitio donde vivir y trabajar a cambio de su usufructo regular del producto. A mi madre no le interesaban aquellos arreglos, pero gracias a su trabajo tenía dinero para pagar el alquiler. A través de una de sus amigas prostitutas conoció a un alemán que aceptó alquilarle un piso a nombre de él. Mi madre se mudó allí y se compró una colección de uniformes de doncella. Aun así la pillaron y la detuvieron muchas veces en el camino del trabajo a casa por no llevar encima la tarjeta de identidad o por estar en zonas para blancos después del toque de queda. El castigo por violar la ley del pase eran treinta días de cárcel o una multa de cincuenta rand, casi la mitad de su sueldo mensual. Ella juntaba el dinero como podía, pagaba la multa y volvía a sus asuntos.

El piso secreto de mi madre estaba en un barrio llamado Hillbrow. Vivía en el número 203. En el mismo pasillo vivía un expatriado suizo-alemán alto, rubio y de ojos azules llamado Robert. Él vivía en el 206. Por su condición de antigua colonia comercial, Sudáfrica siempre había tenido una comunidad grande de expatriados. Era un destino para mucha gente. Toneladas de alemanes. Montones de holandeses. Por entonces, Hillbrow era el Greenwich Village de Sudáfrica. En el barrio reinaba un ambiente animado, cosmopolita y tolerante. Había galerías de arte y teatros underground donde los artistas y los actores se atrevían a elevar su voz y criticar al gobierno delante de un público integrado. Había un famoso artista de cabaret travestido, Pieter-Dirk Uys, que hacía monólogos satíricos vestido de mujer en los que atacaba al régimen Afrikáner. Había restaurantes y clubes nocturnos, muchos de ellos propiedad de extranjeros, que servían a una clientela mixta, a hombres negros que odiaban el estado de las cosas y a hombres blancos a quienes simplemente les parecía ridículo. Aquella gente también solía celebrar reuniones secretas, por lo general en pisos privados o en sótanos vacíos convertidos en clubes. La integración era por su misma naturaleza un acto político, pero las reuniones en sí no eran políticas en absoluto. La gente se juntaba informalmente para celebrar fiestas.

Mi madre se lanzó de cabeza a aquel ambiente. Siempre estaba en algún club o en alguna fiesta, bailando y conociendo a gente. Era una habitual en la Torre Hillbrow, uno de los edificios más altos de África, en cuyo último piso había una discoteca con pista de baile giratoria. Fue una época de júbilo, pero también peligrosa. A veces la policía cerraba los restaurantes y los clubes y a veces no. A veces detenían a los artistas y a la clientela y a veces no. Era una lotería. Mi madre nunca sabía en quién podía confiar ni quién la iba a denunciar a la policía. Los vecinos se delataban entre sí. Las novias de los hombres blancos del edificio de mi madre tenían razones de sobra para delatar a cualquier mujer negra —prostituta, sin duda— que viviera entre ellos. Sin olvidar que también había gente negra trabajando para el gobierno. Para sus vecinos blancos, mi madre podría haber sido perfectamente una espía que se hacía pasar por prostituta que se hacía pasar por doncella, y que había sido destinada a Hillbrow para denunciar a los blancos que violaban la ley. Así funcionan los estados policiales: todo el mundo piensa que todo el mundo es policía.

Viviendo sola en la ciudad, sin que nadie confiara en ella y sin poder confiar en nadie, mi madre empezó a pasar cada vez más tiempo en compañía de alguien con quien sí se sentía segura: el suizo alto y rubio que vivía en el piso 206 del mismo pasillo. Él tenía cuarenta y seis años. Ella veinticuatro. Él era silencioso y reservado; ella, libre y salvaje. Ella solía pasarse por el piso de él para charlar; iban juntos a fiestas ilegales, iban a bailar a la discoteca de la pista giratoria. Y algo hizo clic.

Sé que hubo un vínculo genuino entre mis padres y sé que hubo amor. Yo lo vi. Eso sí, no sé cómo de romántica era su relación ni si no serían simplemente amigos. Son cosas que los niños no preguntan.

Lo único que sé es que un día ella le hizo su propuesta.

—Quiero tener un hijo.

—Yo no quiero hijos —dijo él.

—No te he pedido que lo tengas tú. Te estoy pidiendo que me ayudes a tenerlo yo. Solo quiero tu esperma.

—Soy católico —repuso él—. No hacemos esas cosas.

—Sabes que podría acostarme contigo y largarme —dijo ella— y tú nunca te enterarías de si has tenido un hijo o no, ¿verdad? Pero no quiero. Hónrame con un sí para que pueda vivir en paz. Quiero tener un hijo y quiero que sea tuyo. Podrás verlo tanto como quieras, pero no tendrás obligaciones. No hará falta que hables con él, no hará falta que pagues nada. Solo te pido que me hagas ese hijo.

Para mi madre, el hecho de que aquel hombre no tuviera un deseo especial de formar una familia con ella (y que la ley también se lo impidiera) era parte del atractivo. En cuanto a mi padre, sé que durante mucho tiempo dijo que no. Pero al final dijo que sí. Por qué dijo que sí es algo que no sabré nunca.

Nueves meses después de aquel sí, el 20 de febrero de 1984, mi madre ingresaba en el Hospital de Hillbrow para un parto programado por cesárea. Distanciada de su familia y embarazada de un hombre con el que no se podía dejar ver en público, fue allí completamente sola. Los médicos la llevaron a la sala de partos, le abrieron el vientre, metieron las manos dentro y sacaron a una criatura mitad blanca mitad negra que violaba una serie de leyes, estatutos y regulaciones: mi nacimiento era un crimen.

Cuando los médicos me sacaron se produjo un momento incómodo: «Uy. Este bebé tiene la piel muy clara», dijeron. Un rápido vistazo a la sala de partos reveló que ninguno de los hombres presentes podría atribuirse la paternidad. «¿Quién es el padre?», le preguntaron a mi madre.

—El padre es de Suazilandia —dijo ella, refiriéndose al diminuto reino sin salida al mar que lindaba al oeste con Sudáfrica.

Seguramente sabían que mentía, pero aceptaron su respuesta porque necesitaban una explicación. En la época del apartheid, el gobierno lo anotaba todo en tu certificado de nacimiento: la raza, la tribu, la nacionalidad. Había que clasificarlo todo. Mi madre mintió y dijo que yo había nacido en KaNgwane, la reserva tribal semisoberana donde vivía la etnia suazi de Sudáfrica. De forma que mi certificado de nacimiento no dice que soy xhosa, aunque técnicamente lo soy. Y tampoco dice que soy suizo, cosa que el gobierno no hubiera permitido. Simplemente dice que soy de otro país.

Mi padre tampoco figura en mi certificado de nacimiento. Oficialmente nunca ha sido mi padre. Y mi madre, fiel a su palabra, estaba dispuesta a aceptar que él no se involucrara en nada. Acababa de alquilar otro piso en Joubert Park, el barrio contiguo a Hillbrow, y fue allí donde me llevó al salir del hospital. A la semana siguiente fue a visitar a mi padre, pero sin mí. Para sorpresa de ella, él le preguntó dónde estaba yo.

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