Así empieza la historia de nuestros temores para decidir, el miedo es el enemigo número uno de esta cuestión. Y al miedoso o al temeroso no hay nada externo que lo calme, que lo haga sentir seguro, porque siempre busca la aprobación fuera y sucumbe ante la mínima desaprobación. Es más, no intenta por temor al qué dirán, al fracaso, a que lo dejen solo, a que se enojen, a que no les guste, a que lo tomen a mal. En fin, el miedo a cualquier cosa, miedo paralizante, miedo a sufrir.
Por miedo a sufrir soledad, sufrimos la tortura de una mala compañía. Por miedo a sufrir el final de una relación, sufrimos por años el infierno de una mala pareja. Por miedo a asumir las responsabilidades de un adulto, sufrimos siempre las consecuencias de actuar como un niño, siendo grande. Por miedo a cometer un error en nuestros intentos, sufrimos las consecuencias de no comprometernos nunca en nada que tenga que ver con nuestros deseos. Por miedo a sufrir el rechazo, sufrimos las consecuencias de postergarnos, y no nos mostramos como somos para lograr aprobación de todos, la cual, en verdad, jamás llega. Por miedo al juicio del otro, postergamos nuestros deseos y la solución de nuestras frustraciones sexuales.
Claro que el miedo es sano cuando actúa como advertidor de riesgos innecesarios, pero nunca cuando nos impide, nos prohíbe, nos separa de nosotros, nos aleja de los sueños, de nuestra esencia, de nuestro sexo, de nuestra vida. Jamás nadie nos dará la seguridad anhelada, sólo nosotros, volviendo a ser nosotros, tomando nuevamente el camino que dejamos, podremos lograrlo. No existe la magia, los miedos no se van porque sí; a los miedos se los combate únicamente con la acción… con nuestra acción.
A ver si me explico mejor de esta forma:
El ratón estaba siempre angustiado porque le tenía miedo al gato. Cierta vez, un mago que lo vio se compadeció del pobre animalito y lo convirtió en gato. Pero empezó a sentirle miedo al perro, de modo que el mago lo convirtió en perro.
¿Y qué pasó? El ratón, al verse convertido en perro, perdió el miedo al gato pero comenzó a tener temor de la pantera, y fue entonces que el mago obró sobre él una vez más y lo transformó en pantera. A partir de ahí, comenzó a tenerle miedo al cazador.
Llegado a este punto, el mago se dio por vencido y volvió todo al principio: lo metamorfoseó nuevamente en ratón y dijo: “Nada de lo que haga por vos te servirá de ayuda, porque siempre tendrás el corazón de un ratón”.
¿Queda más claro ahora, querido lector? No importa lo que parezcas, no importa lo que los otros vean o comenten de vos, no interesa toda la aprobación que logrés de todos, lo que venga de afuera, no interesan los disfraces que te pongás o en qué tratés de convertirte. Lo único que importa, lo único que vale, es tu corazón, tu sentir, tus deseos, aceptarte, vencer los propios límites, tu propio quererte, tu amor por vos. Es hora de que empieces a llorar mucho por lo poco que te amás, en vez de entristecerte porque los demás no te quieren.
Cuando yo era chico, leí un mandamiento de la religión católica que dice: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Fijate qué simple, mirá cómo deberás amar a tu prójimo, que por lo menos tiene que ser igual a cómo te amás a vos mismo.
Más allá de tu fe religiosa, te pregunto: ¿te has querido por lo menos en la misma medida que quisiste a otro? ¿Te aceptás en la misma forma que aceptás a los demás? ¿Te das placer en la misma medida que lo das? ¿Pedís de la misma forma que te piden? ¿Te das los permisos que das? Elegiste nacer hace muchos años, me parece que es hora de que elijas vivir.
Sería bueno que intentés poner en práctica otra receta. Porque si hacés una comida de determinadas manera y siempre tiene mal gusto, habrá que cambiar la fórmula, aunque sea para probar cómo sale, ¿no te parece?
Probá, intentá, empezá con pequeñas cosas, estudiá algo que nunca te animaste, ponete esa ropa que pensás que te quedará mal, decí que “no” alguna vez, pedí aumento, poné tu propio negocio, no tengás miedo al orgasmo, hablá de sexo, corré algún riesgo… en fin: tratá de vivir en vez de durar.
Qué cosa rara es el hombre, ¿no?: “nacer”, no puede; “vivir”, no sabe; “morir”, no quiere…
No es que no te atreves porque las cosas sean difíciles, sino porque no te atreves se hacen difíciles.
Séneca
La vida propia y los deseos ajenos
“No busques aprobación de los demás, porque terminarás desaprobándote…”.
La tarea de decidir puede resultar más o menos sencilla cuando se trata de escoger entre uno u otro objeto material, o cuando se puede recurrir a las matemáticas para repartir en forma equitativa.
Fijate algo: cuando vas a un restaurante, te sentás y no importa quién se encuentra a tu lado; vos elegís lo que querés comer sin ninguna objeción de tu parte, es decir, no te condicionás en esa decisión. Es que no comprometés el afecto del otro al decidir tu comida. Pero esa misma persona, quizá sentada con sus padres en ese lugar, cuando tiene que decidir la carrera a seguir en la facultad, proyecta en esa elección los deseos de sus padres. Es entonces cuando deja a un lado sus propios deseos buscando la aprobación de los otros y no la propia estima.
Luego, cuando es profesional, seguramente sus decisiones como tal serán acertadas porque estudió para eso.
Ciertamente, habrás conocido en tu vida a muchas personas que son supereficaces en su trabajo y que su vida personal es un desastre. En lo personal, no hay libro ni profesor ni cátedra alguna en los que apoyarse; al elegir las cosas de tu vida, fuiste apartidando tus propios deseos, con lo cual has ido mancillando tu propia estima, te has ido separando de vos mismo para convertirte en un interpretador fiel del deseo ajeno.
En realidad, vamos por la vida separándonos curiosamente de nosotros mismos para lograr acercarnos a los demás. Somos los verdaderos artífices de nuestro fracaso como individuos. Cuántas veces hemos visto personas que, al elegir su pareja, necesitan rápidamente presentársela a sus parientes, amigos o allegados. La mayoría de las veces, no hacen esta presentación por el orgullo de su nueva compañía, sino por el contrario, lo hacen para buscar que los otros aprueben su nueva pareja, observando detenidamente cada gesto, cada señal de aprobación o no, hacia la persona presentada.
Y así, luego, van corrigiendo la elección tantas veces como sea necesario, hasta lograr encontrar a alguien que le agrade a todo su entorno. Entonces, se miente creyendo estar enamorado de esa persona, sin darse cuenta de la verdad; luego, todos estarán contentos, menos el verdadero interesado.
Pues bien, en este camino erróneo que tomamos nos separamos de nosotros, de nuestra esencia, de nuestra verdad. Y eso se paga caro, porque somos nosotros los jueces que establecemos la sentencia por esos actos condenándonos definitivamente al malestar, a la insatisfacción, a la desdicha, al mal sexo, a la enfermedad. Sí, a la enfermedad que nuestra mente provoca en el cuerpo como revancha de la desdicha, a la enfermedad que nos imponemos en forma inconsciente como castigo.
En definitiva, nos condenamos al fracaso. Sí, no es una derrota, porque de la derrota se sale, se trata de un fracaso, y cuando fracasamos sentimos que no hay revancha. Y entonces nos quedamos ahí, porque además nos cuesta asumir tamaños errores y no queremos darnos cuenta; por eso nos condenamos al miedo, a la tristeza, a la insatisfacción, a la frustración. Es claro que el miedo por ser rechazado, por dejar de ser querido, llevado al extremo, puede inducirnos a vivir una vida llena de angustia e infelicidad, dejando a un lado los propios derechos.
Todos estos mecanismos previenen de muchas cosas, como hemos visto anteriormente, pero siempre nos conducen al mismo final: las aprobaciones del mundo no compensan nuestra desaprobación. El amor que tengamos de otros no suple la falta de amor por nosotros. Y lo peor del caso, es que buscamos el cariño ajeno para que el otro cambie, con objeto de conseguir del otro lo que tanto esperamos, pero jamás llega; y si llega, tampoco alcanza. ¿Por qué? Porque es nuestra aprobación la que falta, nuestro propio cariño el que no está, la vieja historia de traicionarnos a nosotros mismos para ser fieles a los demás.
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