vvaa - La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968

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Alumnos jovencísimos matriculados en octubre de 1968, en una Facultad creada de la noche a la mañana. Eran los tiempos de la dictadura franquista y de enormes cambios sociales en todas partes del mundo. Desde entonces, la práctica médica ha evolucinado como de la noche al día.
Tras ciencuenta años y ante la pregunta: ¿qué fue de aquellos jóvenes, hombres y mujeres que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao?, la primera generación de estudiantes nos describe, con la visión y estilo propios de cada cual, momentos políticos señalados, anécdotas hilarantes, estructuras sanitarias caídas, por fortuna, en el olvido y su propio papel en el origen de varias innovaciones médicas que hoy son de uso común.
Por estas páginas desfila parte del profesorado, colegas, pacientes, personal sanitario, algún que otro jefe, y sus familias. Observamos momentos fugaces y sorprendentes de sus vidas: médico de una expedición a los Andes, prisionero por error en Siria, encarcelamientos franquistas, médico de la Armada en los 70, cantante en salas de fiestas, fresador en la siderurgia de Bolueta, observadora de Rusia en Soria, especialización en Cuba, pediatra en México, cooperante en Mauritania, senador en Madrid, y otros varios según quién hable.
Nada de ello, sin embargo, supera en emoción y detalle, al relato del quehacer médico de cada cuál, a lo largo de sus vidas.
La imagen global que emerge del conunto es, sin duda, más valiosa que la mera suma de sus componentes.

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Un día, un tipo que parecía salido de El Papus –una revista satírica de la época– entró en el Congreso con un tricornio y una pistola intentando un golpe de estado tan cutre y fuera del tiesto que más bien sirvió para mostrar aquello que nadie quería que volviera, haciendo irreversible la transición a la democracia.

Felipe González dio un mitin en Mendizorroza en el que dijo algo así como: ¡Basta de cuñados, y de cuñados de cuñados! y con la intención de glosar esa figura poética las fuerzas oscuras nos pusieron un ínclito y meritorio director de veintiocho años, cuñado del director provincial, que no había aprobado el MIR y que, a instancias del estrambótico jefe de servicio de la UCI, impuso un sistema demencial de trabajo. Para los no entendidos resumiré diciendo que era un sistema mixto de guardias y turnos: hacíamos una guardia cada cinco días, más un refuerzo de tarde, más el trabajo habitual de las mañanas. Un mínimo de ochenta horas semanales. Aprovechando que se acababa de crear la institución del Defensor del Pueblo y que Ruiz Giménez, había venido a presentarla en Bilbao, le pedimos una cita y nos entrevistamos con él en el vestíbulo del Hotel Carlton. A la vista de nuestro calendario de trabajo dijo, literalmente, que aquello podía ser considerado inhumano y esclavista, y que desde luego entraba de lleno en sus competencias. Seguramente por su mediación, nos recibió también Jauregui, como delegado del Gobierno, en su residencia de los Olivos, y tras ello nuestro director, como el valentón de aquel soneto de Cervantes: “incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada”. Quitaron el sistema. El lado luminoso se impuso al reverso tenebroso. Para alivio de propios, y quebranto de ajenos, el director-cuñado marchó a Andalucía, donde prosiguió su azarosa y nefanda existencia de la que tuvimos regocijantes noticias más adelante. Designaron como director a Jesús Loza, hematólogo y actual delegado del Gobierno con el que habíamos compartido a menudo vicisitudes propiamente médicas. Con él siempre tuvimos un diálogo fluido y cordial, que mejoró notablemente nuestro modus vivendi.

En agosto del 83, sin aviso previo y por consiguiente sin tener preparada un arca ni nada parecido, diluvió en Bilbao. Se desbordó todo lo desbordable. Sin electricidad, sin agua y sin poder circular, vimos lo fácil que era retroceder en el tiempo.

Se comenzaba a hablar, con pánico creciente, del SIDA y su relación con las drogas intravenosas, el sexo descuidado, y no se sabía muy bien que otras posibles circunstancias. La Movida Madrileña parecía dar carpetazo al mundo gris del NODO. Michael Jackson publicaba el video Thriller, y Bruce Spreengsten cantaba Born in the USA.

En 1985, nuestro quinto año en Txagorritxu, se convocaron al fin las plazas que en la noche de los tiempos había pedido Gárate, propiciadas también por Lola Damborenea como subdirectora en Cruces. Salieron a concurso de traslado, lo que no era en absoluto habitual y aprovechamos la ocasión para una retirada masiva en la que nos fuimos, más o menos ordenadamente, casi toda la plantilla de la UCI de Txagorritxu.

CRUCES

Viniendo de las instalaciones nuevas del Hospital de Txagorritxu, el Hospital de Cruces resultaba un tanto cochambroso. Cuentan que en algún momento se pensó en demolerlo y hacer un nuevo hospital donde ahora está el BEC. Era la opción preferida por los arquitectos, pero por otras razones se decidió ir pasito a pasito reformándolo. Obras son amores, en este caso amores más allá de las fronteras del tiempo y del espacio, de tal manera que las obras han formado siempre parte del paisaje cruceño. Reformas, nuevos edificios, pegotes varios. La antigua cafetería en un edificio bajito delante del hospital, las cocinas con los carros de comida recalentada en el pasillo del S1 como paso de las Termópilas, el S2 con aquellas tuberías que podrían haber servido de refugio a Alien, el octavo pasajero. Lugares que en cierto modo imprimían carácter –en plan Bronx– han ido dando paso a instalaciones renovadas y mejores.

La UCI, en la sexta planta, constaba de cuatro módulos con cuatro camas cada uno, sin ventanas exteriores, rodeados externamente por un pasillo, y con una mesa en medio para enfermería. En el lado positivo, la estrecha cercanía ayudaba a que los pacientes conscientes estuvieran entretenidos con la conversación de sus cuidadores y pudieran meter cuchara, lo que también hacía que se sintieran más seguros. En el negativo, resultaba que cualquier malévola bacteria, por torpe y cojitranca que fuera, podía fácilmente columpiarse y saltar de una cama a otra. Habitualmente, solo se abrían, de forma rotatoria, tres módulos. El otro se limpiaba a fondo y se sellaba encerrando en él al marcianito. El marcianito era una especie de R2-D2 generador de unos vapores mefíticos que, según los entendidos, abatían, en sentido bélico, a todo tipo de bichos patógenos. También había otra zona conocida como martillo –nunca llegué a saber exactamente por qué– en uno de los brazos laterales del edificio principal. Allí había ocho camas, bueno siete, y una especie de cápsula futurista, de esas en las que se despiertan los viajeros espaciales tras colarse por algún agujero de gusano. Era una cámara hiperbárica, que en aquella época se creía que podía ayudar en enfermedades como la gangrena gaseosa, y que un buen día partió (sin pasajero) hacia alguna otra galaxia.

Un observador despistado podría pensar que la Unidad disponía de aire acondicionado. De hecho, había rejillas y conducciones que simulaban su existencia. Sin embargo, la maquinaria para refrigerar el aire debió quedar pendiente de ser instalada, según el planeta evolucionara hacia una nueva glaciación, en cuyo caso sería innecesaria, o hacia un calentón global, y entonces ya se vería. En verano el sol daba de plano sobre el techo de la sexta planta y la temperatura alcanzaba fácilmente los 35-40° C, lo que daba paso a un inquietante diagnóstico diferencial sobre si los pacientes tenían fiebre o solo calor.

En la sala de reuniones había dos camas, que se desplegaban de los armarios, en las que ocasionalmente podían dormir los médicos de guardia. Con el tiempo, dividieron el pequeño vestuario en el que se apilaban las taquillas y los zuecos en dos partes separadas por una endeble mampara. Una zona se siguió utilizando como vestuario, de estricto carácter minimalista, en el que cabíamos con holgura dos personas –siempre que nos colocáramos de canto–. En la otra pusieron una cama antigua de hospital, torcida de un lado, con una lámpara de pie en precario equilibrio para no desentonar. Las sábanas tenían curiosas propiedades resbaladizas como consecuencia de los cientos de lavados a que habían sido sometidas desde su primer uso. Aquello fue pomposamente designado como el Dormitorio del Adjunto. Los días de viento la persiana y la mampara castañeteaban y se estremecían, lo que unido a que la sábana resbalaba y la cama estaba inclinada, hacía que uno tuviera pesadillas en las que se veía a punto de zozobrar, sobre un frágil esquife, en medio de una feroz tormenta. Clavando las uñas en el colchón se podía lograr no caer en las agitadas aguas.

Los familiares de los pacientes no disponían de sala de espera, haciendo sus funciones el rellano correspondiente al montacargas por el que accedían a la Unidad. Allí eran encerrados y abandonados a su suerte hasta la hora de visita en que se abría la puerta de entrada. Lipotimias, crisis de ansiedad, y cabreos monumentales eran frecuentes y lógicos.

Eran instalaciones deplorables cuyo estado nos avergonzaba, y más teniendo en cuenta la alta cualificación del hospital.

La Unidad Coronaria formaba parte del mismo Servicio, y en ella trabajaban cardiólogos e intensivistas, pero desde el principio funcionó de forma autónoma.

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