—¡Qué historias más locas se inventa la gente! —comentó Tiago riendo.
—¡Cierto! No entiendo cómo alguien puede creerse esto.
Después de acabar la compra, volvieron a la casa, que se encontraba en East Claremont Street, nº 100. Al llegar allí, les esperaba un señor que nadie conocía de nada.
—Perdone, ¿quién es usted? —preguntó Anna.
—Disculpen que me entrometa donde no me llaman, pero mi nombre es Damián y vengo a advertiros de la maldición que sufre esta casa —les contestó el señor.
Los cuatro rieron.
—Reír cuanto podáis, pero esta casa está maldita. Aquí vivió durante muchos años el señor Dylan Clarefontaine, junto con su mujer Hannah y sus dos hijos, Helen y Michael, hasta que un día la casa se quemó con los cinco dentro. Las malas lenguas dicen que desde entonces los fantasmas de aquellas cinco personas merodean todas las noches por esta casa para espantar a cualquiera que viva en ella, debido a que dicen que aún es de su pertenencia.
Los chicos volvieron a reír. Miles de personas les habían contado historias parecidas a esas y ellos nunca se las habían creído. El señor se fue enfadado y refunfuñando.
—La gente sí que se inventa historias para asustar a los demás —dijo Sebas.
—Cierto. A saber qué es lo que quería este hombre… A lo mejor le negaron la casa o la vendieron sin su permiso y quiere que nos vayamos para recuperarla —dijo Anna.
—Es lo más probable —dijo Tiago.
Después de esto, los chicos entraron en la casa, arreglaron un poco lo que habían comprado y salieron a hacer turismo por la ciudad. Visitaron el centro, hicieron un tour caminando y después volvieron a la casa.
—¡Ostias, me he olvidado de comprar una cosa! —dijo Astrid.
—¡Pues vamos al súper otra vez! —dijo Tiago.
—¿Ahora? —preguntó algo asustada Anna—. ¿No has visto la hora que es?
Sebas y Tiago se miraron y se rieron. Luego, Sebas dijo:
—¿No te habrás creído la historia que contó aquel señor?
—No, para nada. Yo lo decía solo por la hora.
—Ya, ya... —Sebas volvió a reír.
Finalmente, los chicos volvieron a ir al súper a comprar lo que se les había olvidado. Al llegar a la puerta, el hombre que contaba la historia ya no estaba, y en su lugar había sentada una pequeña niña, que parecía perdida.
—¿Te has perdido, preciosa? —le preguntó Astrid.
—¡No! —contestó la niña.
—¿Qué haces aquí tan sola entonces? —preguntó Sebas.
—Esperar.
—¿A qué? —dijo Tiago.
—A poder entrar a comprar.
—¿Y eso? —preguntó Anna.
—Pues que llevo más de ٤٠ años esperando y nunca he podido entrar.
—¡Eso es imposible!
Los chicos se miraron algo sorprendidos. Luego pensaron que sería mejor llevarla al hospital, porque aquella niña debía de tener algún problema.
—¡Ven! ¡Acompáñanos!
—¡No! No puedo irme de aquí. He de esperar.
—Bueno, en vista de que no quieres venir, haremos que venga la ambulancia a buscarte.
Los chicos llamaron a la ambulancia y se quedaron junto a la niña esperándola. Cuando llegó, los cuatro chicos fueron a avisarla, pero se encontraron con la sorpresa de que la niña no estaba. Había desaparecido.
—Es todo muy raro, doctor. La niña dijo que llevaba esperando cuarenta años para poder entrar. Eso no es posible —le dijo Tiago al médico, quien, al oír esas palabras, salió corriendo de allí. Los chicos se miraron sin entender nada.
—A ver si al final la historia aquella va a ser verdad… —dijo Anna.
—¡Venga! ¡No empieces tú como todo el mundo! Eso son tonterías. Habrá llegado la madre y se la habrá llevado, nada más —dijo Sebas.
—¡Sí! Seguro que será eso. Venga, entremos que al final cerrará —dijo Tiago.
Después de comprar lo que les faltaba, los chicos volvieron a la casa y por el camino se encontraron nuevamente con la niña, quien les dirigió la mirada y les hizo señales para que la acompañaran al súper nuevamente. Los chicos, que ya no necesitaban nada, le gritaron:
—¡No! ¡Además, no tenemos tiempo de jugar!
La niña, al oír aquellas palabras, se les acercó rápidamente y luego desapareció. Los chicos se quedaron totalmente alucinados de cómo la niña había desaparecido en sus narices. He de deciros que ya estaban algo asustados. Al llegar nuevamente a la casa, hicieron como si nada de aquello hubiese sucedido, como si se lo hubiesen imaginado todo.
Capítulo 3
El castillo embrujado
Después de dos días en la ciudad, los chicos ya la conocían casi en su totalidad, sobre todo el centro. Lo más curioso hasta aquel momento les había sucedido aquel día en el supermercado con aquella niña, lo cual ninguno volvió a mencionar nunca. También he de decir que ninguno se atrevía a pisar aquel súper a aquellas horas de la noche, no fuese que todo aquello volviese a suceder.
Sebas y Tiago seguían comportándose como si aquello hubiese sido un sueño, pero Astrid y, sobre todo, Anna empezaban a creer un poco en los fantasmas, y estaban tan asustadas que ni siquiera se atrevían a pisar el sitio de día, no fuera a ser que estuviese el señor contando la historia y les entrase más pánico.
El tercer día de estancia los chicos decidieron visitar el castillo de Edimburgo.
—¡Acérquense, acérquense y conozcan la historia del castillo! —Era el reclamo que utilizaba un señor para que los turistas se acercasen.
—Díganos, señor, ¿cuál es la historia del castillo? —preguntó Tiago.
—¿De verdad quieren saberla? —les preguntó el señor.
—Totalmente —contestó Sebas.
Entonces, el señor les contó que ese castillo perteneció a la familia real escocesa. Concretamente, allí vivió durante muchos años el rey Filipus III junto con su esposa y sus cinco hijos. Pasados los años, el rey se fue haciendo viejo y, finalmente, murió. Sus hijos y su mujer se mudaron a un castillo en otro sitio de la ciudad y decidieron dejar enterrado debajo del castillo el cadáver del difunto rey. Las malas lenguas decían que su espíritu deambulaba todas las noches por el castillo, buscando a su familia, dando gritos y espantando a todo el que se acercaba a él.
—Bueno, creo que ya hemos escuchado suficiente —dijo Anna asustada.
—¿No tendrás miedo? —le preguntó Sebas.
Anna no contestó. Lo que hizo fue dar media vuelta y volver a casa. Astrid se fue tras ella.
—¡Dios! Ya les han comido el cerebro —dijo Tiago.
—¿Entramos? —preguntó Sebas.
—¡Claro!
—Hemos de demostrarle a todos, incluidas Anna y Astrid, que los fantasmas no existen.
—¡Pues vamos!
Los chicos entraron al castillo, pero se dieron cuenta de que estaban allí solos. La razón no era otra que porque ya eran las seis de la tarde, la hora en la que, según la leyenda, salía el fantasma de Filipus III, por lo que nadie se atrevía a entrar en el castillo.
—Somos los únicos valientes —dijo Sebas.
—Eso parece —dijo Tiago algo asustado.
—¿No me digas que te estás empezando a asustar?
—¡Jamás! Pero es que esto es muy flipante.
—Hola. —De repente se escuchó una voz.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Tiago.
—No os asustéis, solo soy vuestro acompañante.
—Encantado. Mi nombre es Sebas y él es Tiago.
—Encantado. Yo soy Felipe.
—Menos mal que hay alguien por aquí para acompañarnos —dijo riendo Tiago.
Los chicos junto con Felipe fueron recorriendo todo el castillo. Era alucinante, parecía como si estuviesen en una película o en la Edad Media. Todo transcurría fenomenal, hasta que en un momento se acercaron a un cuadro que los dejó totalmente blancos.
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