En particular, el historiador “operacionaliza”, descompone y deconstruye el concepto del tiempo para poder registrar los ritmos, las rutinas, los momentos de ruptura, las continuidades, las tradiciones y las mentalidades, las instituciones y los lenguajes que regulan y las encarnan las acciones, sus sentidos y significados y que, en última instancia, sirven para comprender la representaciones y las prácticas colectivas o individuales. El quehacer histórico pretende pensar la relación entre las ideas y el contexto de su producción, las formas de vida social que se crean y se difunden. En esta dirección, como sostiene Roger Chartier, busca hacer inteligible el pasado y para ello recurre a las categorías del pensamiento y al concepto de épocas para dilucidar el sentido de las ideas y las palabras, los símbolos, los hábitos y las costumbres mentales, conceptos que provienen de diferentes disciplinas y comunidades y que el historiador ha de emplear para identificar los hechos históricos y sus singularidades que se desvelan como “objetivaciones históricas”, formas específicas de las sociedades y las culturas (Chartier, 1992:11-15).
Uno de los recursos de los que se vale es la periodización a fin de delimitar, en efecto, con cierto nivel de arbitrariedad, aunque con criterios que deben explicitar para justificar la elección de una fecha, de un hombre, un acontecimiento, un grupo social, una crisis económica o una estructura en la medida en que se convierte en un punto de referencia para explicar “un hecho histórico”. De esta forma es posible capturar y hacer inteligible los procesos históricos sociales. La forma de medición del tiempo es un minuto, una hora, un mes, un año., etcétera.
Ahora bien, el estudio de los procesos históricos sociales tiene, en primer lugar, como objeto de interés las estructuras porque estas presentan y posibilitan la observación de los movimientos y las transformaciones de distinta duración y de profundidad que se expresan en la vida de los hombres y mujeres y que no siempre siguen una línea evolutiva o desarrollo y que pueden presentarse en dos direcciones: cambio estructurales en dirección a una integración y diferenciación decreciente y cambios estructurales en la dirección de una diferenciación e integración crecientes, de acuerdo con Norbert Elías. En este sentido el concepto acuñado por Fernand Braudel de larga duración es, no solo un concepto que permite que permite “visualizar” la idea misma de proceso, de cambio o retroceso, al centrar su interés en las estructuras que se configuran en el transcurso de un período, sino registran y examinan los múltiples cambios, los cuales podemos concebir con multiplicidad de tiempos, que ocurren en todos los ámbitos de la vida social y dejan su impronta en la estructura o sistema. Identificarlos y definirlos son fundamentales para comprender y explicar los procesos sociales al revelar la complejidad de las sociedades y de las interacciones que se sucintan en todo el entramado social.
En este caso, me refiero a los tiempos individuales o sociales que, a su vez, se expresan en acontecimientos y sucesos que envuelven a hombres y mujeres en su hacer cotidiano, los cuales es posible conocer y reconocer por medio de sus huellas que el estudioso debe observar y examinar como parte esencial de los productos culturales. Estos tiempos pueden ser tanto tiempos de ruptura como de continuidad. (Escalante y Padilla, 1998:4-5) Parafraseando a John Lewis Gaddis, al incorporar el concepto de tiempo a su “utillaje mental”, el historiador y el estudioso social está en condiciones de establecer un criterio selectivo de su material, captar la simultaneidad del tiempo, las escalas de observación y las herramientas mentales y metodológicas para interpretar y explicar a los procesos histórico-sociales (Gaddis, 2004: 43).
Precisamente la noción de tiempo histórico al desagregar y a la vez recuperar los múltiples tiempos aporta una dimensión metodológica que resulta estratégica para el estudio histórico: el tiempo vivido y tiempo universal que dota al quehacer historiográfico reconocer las particularidades entre sociedades y culturas, entre individuos y grupos humanos. Dicho de otra manera, entre la vida de los hombres en el pasado, la cual se conserva en los archivos, los documentos, la memoria individual y colectiva, en las tradiciones y la cultura material y el movimiento general de los acontecimientos que configuran la totalidad humana. A este respecto, cabe destacar la importancia de las aportaciones de uno de los más fecundos historiadores, Carlo Ginzburg, quien propuso una nueva forma de mirar y hacer historia y por añadidura de proceder a la reconstrucción de la memoria social e individual por medio de su paradigma indiciario. Ginzburg sistematiza su tesis sobre el valor teórico y metodológico de observar los detalles menudos e insignificantes para comprender e interpretar procesos más complejos. Entre los elementos que configuran su paradigma pueden destacarse los detalles como indicios lo que obliga a asumir una actitud distinta frente a la construcción conceptual y metodológica, así como a “leer” de otro modo los acervos documentales tanto escritos como orales, es decir, de mirar el dato y la fuente a partir de una perspectiva diferente. Esto supone modificar nuestro pensamiento, en específico nuestro razonamiento, cuya base se ha forjado en el método deductivo y recuperar otras formas de hacer y de elaborar el conocimiento a partir de la recuperación de la inferencia y la inducción lo que supone modificar nuestras ideas, percepciones y prácticas del saber, en particular del histórico. Lo secundario y lo marginal, lo aparentemente extraordinario en realidad puede comprenderse por lo ordinario. Por ejemplo, una nota al margen de un documento, una observación sin importancia o un gesto, un silencio o una expresión casi inadvertida puede ser revelar “algo”, una realidad más profunda. Este dato obliga al estudioso a reconocer un momento en que “el control (del actor) vinculado con la tradición cultural, se relajaba y cedía a impulsos puramente individuales”. Este procedimiento aprecia un saber que se caracteriza por la capacidad de remontarse desde datos experimentales en apariencia secundarios a una realidad compleja que no necesariamente se experimenta de forma directa. Se trata de identificar datos que no siempre están dispuestos para el observador de manera que dan lugar a una secuencia narrativa (Ginzburg, 1994:143-144).
Esto nos ayuda a mirar el pasado como construcción humana, tanto de los hombres del pasado como los del presente, y a distinguirlo del antes que está representado por el instante, por un suceso cualquiera sin significado ni trascendencia. Desde luego, esto implica una toma de posición del historiador ante el pasado y el presente, de lo que llama éste autor el momento axial. (Ricoeur, 1996:778-789).
Por otra parte, el concepto de espacio es esencial para al estudio de los procesos históricos-sociales y constituye una aportación de la geografía, sobre todo la geografía humana y, más tarde de la antropología. Su utilidad e importancia reside en el hecho de que permite situar un contexto específico y colocar al mismo al estudioso en un lugar, sitio o territorio en el que se despliegan los actos humanos. Como ocurre con el concepto de tiempo, el espacio también es una herramienta teórica y metodológica y, por lo tanto, una construcción que el investigador elabora para el registro de las particularidades de las acciones humanas, de las estructuras y de los actores en un “ambiente natural”, de los procesos de apropiación y producción de los recursos materiales para satisfacer sus necesidades materiales y espirituales y que son las que transforman el paisaje físico tanto en sentido biológico cuanto social. En este sentido el tiempo histórico implica una operación historiográfica que incorpora el tiempo y el espacio.
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