Jimmy Giménez-Arnau - La vida jugada

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Irreverente y provocador, porque no entiendo otra forma de estar vivo, añado a los requisitos esenciales de la condición humana el rechazo absoluto a permitir que la rutina y la ordinariez de la costumbre se asomen a mis días. Salvaguardar el asombro, mantener alerta la curiosidad, explorar sin limitación todo cuanto aparezca ante los ojos y, si no se dan las circunstancias, salir corriendo y no mirar atrás han sido las motivaciones de mi viaje por el mundo.Así lo cuento para ustedes en estas páginas que hilvanan episodios y memoria; con ellas espero despertarles, al menos, la sonrisa. Porque el buen humor es siempre bálsamo adecuado para todo contratiempo y garantía de supervivencia cuando vienen mal dadas. Sin arrepentimientos ni innecesarias disculpas, verán que sigo apostando doble o nada por seguir vivo. Si gano, lo celebro; la otra opción queda descartada, pues siempre pensé que el que no arriesga es porque ya está muerto.Así que recuerden conmigo si lo desean, no renuncien a nada y deseen cuanto esté a su alcance. El truco está en no aburrirse nunca, que la vida es placer.

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No sé muy bien a qué viene aquel nombre, porque Joaquín existe en el santoral inglés, pero enseguida, a la mañana siguiente, seré bautizado como James. James Arnau —pronúnciese Ooorno, con la r muy suave—, y a partir de ahí, salvo para mis compañeros españoles de Ladycross, para quienes seguiré siendo Joaquín, para mis amigos de mi futuro colegio en España, los Rosales, seré Jimmy, diminutivo de James. Recuerdo que esa primera noche Jonathan, Joaquín, James o como quieran llamarle, se siente solo, en un dormitorio inmenso con multitud de camas de hierro cubiertas por sábanas blancas y mantas rojas —los colores de Ladycross—, cada una ocupada por un niño como él.

Pero ese atisbo de indefensión me duró poco, en buena parte gracias a la ayuda de otros compañeros españoles, Alfonso y Nicolás Gereda de Borbón, algo mayores, que estaban ya en el colegio y, al corriente de mi arribada, se preocuparon de recibirme con cariño. También lo hicieron unos gemelos franceses de los que guardo un buen recuerdo porque se mostraron solidarios con el recién llegado. Estamos todos en esa fotografía de julio de 1952.

Al mes de estar en Ladycross recibí la primera llamada de mi padre. Fue también la última. Le pedí dos cosas: la primera, por consejo de los amigos españoles, que me sacara de las clases de piano y me inscribiera en equitación, disciplina incuestionablemente más placentera y en la que pronto destaqué —tan harto estaba ya de los golpes de regla que me atizaba aquella energúmena con gafas de culo de botella que pretendía enseñarnos música, que, para no equivocarme, una hora antes del inicio de la clase yo colocaba números sobre las teclas del piano para saber el orden que debían seguir mis dedos—; la segunda petición que le dirigí fue que no volviera a llamarme. Era el mejor modo de seguir dando esquinazo a la tristeza, un tanto que, una vez asimilado mi nuevo destino brumoso y húmedo, ya había apuntado en mi marcador, pero que la voz de mi padre estaba poniendo en cuestión, como demostraba el lagrimeo amenazante que insistía en dispararse al oír su voz. Cuando eres hijo de diplomático aprendes pronto que andas dejado de la mano de tus padres prácticamente desde que naces: el desapego se convierte en la forma habitual del trato con los tuyos, pero a cambio eres capaz de hacer nuevos amigos con facilidad, porque vas saltando de ciudad en ciudad casi constantemente. Así que yo ya sabía de qué iba aquello, lo único que necesitaba era que no me estuvieran recordando a cada rato que, al fin y al cabo, era la primera vez que me había separado de la familia.

En Ladycross montaba a caballo, practicaba rugby —era el mejor ala del mundo— y, en general, destacaba en los deportes: fútbol, atletismo, críquet —el croquet no, que siempre fue de nenazas—. Recuerdo que en la final del campeonato de boxeo, yo, retaco español, me enfrentaría a un sajón largirucho al que sacudí en la nuez, con resultados definitivos que lo llevaron sangrando a la enfermería. Salvado el escollo del piano, prácticamente todo me gustaba. Me gustaba hasta rellenar ese calendario en el que según amaneciera el día teníamos que pintar una nube, unas gotas de lluvia, una lluvia torrencial o un sol entre brumas —rara vez un sol limpio— para consignar cumplidamente y con toda pulcritud el tiempo atmosférico de esa parte de las islas británicas en nuestros cuadernos. Sí, definitivamente, Ladycross era un buen sitio.

Y eso que la disciplina era estricta. En el comedor, por ejemplo, un par de alumnos mayores —el colegio estaba dividido en dos edificios, uno para los benjamines y otro para los de más edad— se sentaban a nuestra mesa y vigilaban nuestros modales e incluso el ángulo en que colocábamos los codos: armados con una vara de bambú, no dudaban en utilizarla si los libros que nos habían metido bajo el brazo se deslizaban mientras comíamos y caían al suelo. Allí te corregían a palo limpio, no tenían demasiados escrúpulos al respecto; las travesuras se pagaban caras y lo más llamativo de todo era que tenías que darles parte de los dos chelines y seis peniques que te asignaban semanalmente para que te castigaran, una manera un tanto enrevesada de reconocer tu culpabilidad y el gran favor que te hacían aquellos imberbes desalmados sacudiéndote sin piedad.

Para la tarea punitiva, el director, por su parte, utilizaba un hueso de ballena recubierto de cuero que habría hecho las delicias de sadomasos y que a nosotros nos dejaba las manos en carne viva si no habías tenido la precaución de untarte jabón en las palmas antes de acudir al despacho del headmaster . No me resisto a identificar al ángel benefactor que me aconsejó aquella protección tan útil, un amigo italiano, Vittorio Manunta, que tiempo después nos deleitaría con sus escarceos cinematográficos como protagonista de la película Peppino y Violeta , que narra la historia de un cristianísimo muchacho que acude con su burra enferma, Violeta, al Vaticano, para que el santo padre sane a la cuadrúpeda.

Mi primera paliza llegó como resultado de mi afán experimentador; por aquellos días consumíamos con fruición un tipo de golosinas que se presentaban en forma de avión, de tren, de coche… No sé qué ingredientes misteriosos incorporarían en su composición, pero lo cierto es que pronto descubrimos las posibilidades de montar con aquellos caramelos un espectáculo pirotécnico en toda regla: cuando les acercabas una cerilla encendida, prendían que daba gusto y al cabo de unos segundos estallaban como pequeños petardos.

En Ladycross tuvieron siempre clara la necesidad de evitar las peleas entre los alumnos más pequeños; quizá con tan sana intención nos entregaban unos muñecos de apariencia siniestra, que siempre tenían la piel oscura, los labios muy rojos y los ojos muy blancos, para que, organizando batallas campales entre ellos, diéramos rienda suelta a la agresividad y eludiéramos así él enfrentamiento entre nosotros. Sabia estrategia —de evidentes reminiscencias coloniales— que nos enseñó a descargar ya desde niños la adrenalina.

En todo caso, yo asumí sin problemas la disciplina inglesa, a menudo porque me la saltaba, lo que se traducía, lógicamente, en castigos, y otras veces porque la aceptaba sin mayor cuestionamiento. En definitiva, no supuso ningún trauma para mí.

A las siete de la mañana nos levantaban y media hora más tarde debíamos estar aseados y vestidos frente a nuestras camas, perfectamente hechas, cuadrados como pequeños cadetes dispuestos para la batalla y ataviados con el uniforme del colegio, gorra incluida. Recuerdo que, cuando en las vacaciones navideñas regresé a Madrid, la primera mañana después de mi llegada fue así como me encontró mi abuela cuando entró en mi cuarto; tieso, limpio, las sábanas perfectamente estiradas y la gorra calada. «Good morning, grand mother», le dije. «¿Pero qué te han hecho, criatura…?», preguntó a sus dioses lívida.

Después del desayuno, en fila y tras ingerir una cucharada de sirope, todos los niños de Ladycross acudíamos a los cuartos de baño comunitarios y en orden prusiano, uno por uno, con puntualidad extraordinaria y provisto cada cual de su número, nos dirigíamos al retrete que estuviera libre en ese momento y vaciábamos el vientre. La precisión para según qué funciones fisiológicas es una conducta que se aprende. Doy fe. Mis intestinos fueron educados al británico modo. Hoy continúo deponiendo nada más desayunar.

Cumplida la evacuación, pasábamos a las aulas. Las clases solían durar una media hora, nunca más de cuarenta y cinco minutos. Y un dato curioso que siempre me pareció una aberración: en los exámenes no era necesaria vigilancia por parte del profesor porque, si a alguien se le ocurría copiar, siempre había algún chivato que después se lo contaba. A media mañana, hacia las diez y media, nos daban un tentempié, un botellín de leche con nata y una tostada untada con una especie de grasa de beicon o de salchichas — dripping se llamaba— que quizá no fuera lo más recomendable para nuestro colesterol, pero, ¡qué carajo!, estaba deliciosa; a continuación, algo de deporte y más clases —ciencias, letras—, y a comer, alrededor de las doce y media. Todavía hoy, al recordar los días de colegio, soy capaz de hacer una encendida defensa de la cocina británica, y eso que soy consciente de la escasa valoración que le concede en general el respetable: el porridge , que tomábamos con leche y azúcar moreno, me parecía un manjar; los arenques ahumados, una maravilla; el rice pudding con ruibarbo, hasta las humildes sausages with mashed potatoes … Por las tardes, hasta la hora de la cena, siempre ligera tras el preceptivo tentempié, ya todo era deporte. Y al final del día, un cacao caliente.

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