Después de cerciorarse de que ese hombre no portaba armas, Mónica González lo condujo a una oficina de la revista. Cerró la puerta por dentro y preguntó:
–¿Qué me quiere contar usted?
–Sobre mi trabajo actual, nada. Yo quiero hablar sobre detenidos desaparecidos.
–¿Recuerda nombres?
–Sí. Los hermanos Weibel Navarrete, por ejemplo...
–Explíquese. Usted está muy nervioso y la carga emocional que ambos tenemos es grande. No será fácil este trabajo, pero es necesario que explique con detalles. Grabaremos todo y después veremos qué se publica. ¿Está de acuerdo?
–Me da lo mismo.
–Lo van a matar.
–Va a suceder, pero al menos hablé.
Lo que siguió fue una entrevista de varias horas en la que el agente Papudo, alias de Andrés Valenzuela Morales, contó todo lo que sabía de un organismo de inteligencia militar hasta entonces desconocido. Formado por funcionarios de la Fuerza Aérea, la Armada y Carabineros, el Comando Conjunto era una organización clandestina que rivalizaba con la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) en la persecución de opositores, no obstante usaba las mismas técnicas: detenciones ilegales, tortura, muerte y desaparición de personas.
Frente al relato de ese hombre que “olía a muerte”, la periodista no terminaba de convencerse. Temía ser objeto de una operación de los servicios de Inteligencia, que la tenían en la mira y la habían amenazado por sus publicaciones. Pero a la vez, el relato de Papudo era tan exacto, poblado de detalles y nombres que ella conocía, que la llevaban a confiar en que la historia del agente arrepentido era cierta, por muy inverosímil que pareciera el modo en que había surgido. Un hombre que dice ser agente se presenta un día en las oficinas de Cauce –calle Huérfanos, entre Morandé y Banderas– y pregunta por una tal Mónica González. En su mano trae el último ejemplar de la revista, cuyo tema de portada –el caso del robo de un banco por parte de agentes de la CNI en Calama– había sido escrito por ella. Para no creérselo. Para sospechar, sobre todo. Nunca antes un agente arrepentido había confesado los crímenes.
Papudo entregó nombres de agentes y víctimas, de lugares y circunstancias en los que ocurrieron las detenciones y posteriores crímenes. Algunas de las víctimas habían sido amigos o conocidos de la periodista, que tuvo que hacer un gran esfuerzo para sobreponerse a las emociones –incluso náuseas– que le provocaba el relato.
–¿Estaba usted realmente consciente del trabajo que hacía?
–Sí.
–¿Cómo pudo hacerlo?
–Es una máquina que lo va envolviendo a uno hasta el punto de la desesperación, como me ha ocurrido a mí ahora. Sé que en este momento me estoy jugando la vida. Yo sé que quizás mi familia no me va a acompañar. Ni siquiera están de acuerdo con lo que he hecho, pero tenía que contarlo. Me sentía mal, estaba asqueado. Como le decía, quiero volver a ser civil.
El testimonio de Papudo era un misil de alto impacto para la dictadura, que se había empeñado en negar sistemáticamente las denuncias de violaciones a los derechos humanos. Pero no era cosa de llegar y publicar ese testimonio. Además de verificarlo, había que alertar a los familiares de las víctimas, hacer las denuncias a la Justicia y resguardar la vida de Papudo, que había decidido desertar de la Fuerza Aérea, de la que era suboficial.
Lo que siguió fue una carrera contra el tiempo. Mientras la Vicaría de la Solidaridad iniciaba una operación para sacar del país a Papudo, la periodista trabajó en la verificación de los datos con el sociólogo José Manuel Parada, jefe de Documentación y Archivo de la misma Vicaría. También ayudó el profesor Manuel Guerrero, que ocho años antes había sido torturado por agentes del Comando Conjunto. En ese proceso surgió la constatación de que muchos de los militantes de izquierda que habían sido detenidos delataban a sus compañeros, incapaces de resistir las torturas prolongadas. Y no sólo eso: dos de ellos –Miguel Estay Reyno y René Bazoa, de militancia comunista al momento de su detención– habían terminado como agentes de la dictadura.
Aunque esto último era un asunto conocido por la dirigencia del Partido Comunista, nunca se había hecho público. Y menos aún, que lo hiciese un ex agente. Los máximos dirigentes del partido pidieron excluir ese capítulo del testimonio, pero la periodista –que seguía militando– se negó. Fue un quiebre definitivo. Abandonó el partido y tomó distancia de la dirigencia, encabezada por Gladys Marín.
Los tres meses que antecedieron a la publicación de la entrevista fueron de máxima tensión. La decisión de Papudo de hablar con una periodista demoró unos pocos días en llegar a conocimiento del gobierno y de quienes hacían el trabajo sucio. La periodista recibió múltiples amenazas y su casa fue allanada. Sus dos hijas ya habían regresado a Francia. Por seguridad, Mónica González deambulaba por casas de amigos. Además, había un problema adicional: para evitar que el testimonio de Papudo se diera a conocer, a comienzos de noviembre el gobierno decretó Estado de Sitio y ordenó la clausura de los medios de oposición, entre ellos Cauce, que despidió a todos sus periodistas.
La idea original era publicar la entrevista en The Washington Post, pero unos días antes, por un equívoco, llegó a manos de un periodista chileno residente en Venezuela que gestionó su publicación en un diario de ese país, sin la autorización de la autora. La entrevista a Papudo apareció en El Diario a comienzos de diciembre de 1984, como una saga de tres entregas. La publicación comenzaba con una advertencia: “Hay fundado temor por la vida de Mónica González. Es de esperar que esa entrevista convenza a la CNI de que ya no vale la pena asesinarla”.
La venganza no tardaría en llegar de un modo inesperado: en marzo, tres profesionales comunistas eran degollados por un comando de Carabineros. Entre las víctimas estaban Manuel Guerrero y José Manuel Parada, quienes habían colaborado en la corroboración del testimonio de Papudo. En el comando asesino participó Miguel Estay Reyno, el Fanta, mencionado por Papudo como uno de los militantes comunistas que había pasado a colaborar activamente con la persecución y muerte de opositores de izquierda.
Devastada por el degollamiento de los tres militantes comunistas, a dos de los cuales conocía de cerca, sin trabajo, con la muerte pisándole los talones, Mónica González partió a Francia en abril de 1985. Estaba a salvo, pero no bien llegó a París, donde se reencontró con sus hijas, comenzó a planear el regreso.
A José Carrasco lo conocía desde sus tiempos de estudiante de periodismo. Ella asistía a clases en la escuela de la Universidad de Chile, ubicada en la calle Doctor Johow, y solía dejar a su hija Andrea con la secretaria de Mario Planet, que era pareja de Carrasco. En la práctica, algunas veces era Carrasco quien cuidaba a la niña mientras su mamá estaba en clases. Desde entonces surgió una amistad que quedó interrumpida por el exilio. Se reencontraron hacia 1984: él llegaba a Chile cuando ella volvía al periodismo. A mediados del año siguiente, apenas regresó de París, él la recomendó como periodista en Análisis, la revista donde era editor internacional. Aceptó con la condición de que pudiera trabajar con Edwin Harrington, que también había sido despedido de Cauce tras su clausura.
En Análisis, que dirigía Juan Pablo Cárdenas, se convirtió en entrevistadora política. Y no pasó mucho tiempo antes de que volviera a golpear al corazón de la dictadura.
En diciembre de 1985, Mónica Madariaga, ex ministra de Justicia y de Educación, prima de Pinochet, la buscó para hacer un mea culpa de su papel como “autora intelectual de gran parte del aparato jurídico que sostiene al régimen”. De paso, la ex ministra criticó al general Pinochet y la “obsecuencia indescriptible” de quienes lo rodeaban, incluidos los gremialistas, responsables del debilitamiento absoluto del Estado mediante la degradación de las organizaciones sociales y las entidades en que se desarrollaba la vida en común. La revista agotó su edición y, al mes siguiente, “ante los insistentes pedidos del público” –según se lee en la edición del 14 de enero de 1986–, volvió a publicar el texto.
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