Mónica González - Apuntes de una época feroz

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Después de su exilio y tras once años sin ejercer el periodismo, Mónica González volvió a sentarse ante una máquina de escribir para publicar el reportaje «La mansión de Lo Curro». Su regreso fue una declaración de principios: a la urgencia de denunciar las violaciones a los derechos humanos se sumaba la audacia de mostrar la corrupción al interior de la familia Pinochet.
Este libro es el reflejo de una voluntad incansable por encontrar la verdad en un contexto en que hacer periodismo podía significar la cárcel, cuando no la muerte. La propia Mónica González recibió múltiples amenazas y su auto explotó después de publicar una investigación sobre los bienes de Pinochet.
Como en el coro de las tragedias griegas, aquí escuchamos las voces de Gladys Marín, Sola Sierra, Raúl Pellegrin, Carmen Gloria Quintana, Isabel Allende, Patricio Aylwin, Mónica Madariaga, Gustavo Leigh y Arturo Fontaine Aldunate, entre muchas otras. Además, está la entrevista al primer agente que confesó cómo se torturaba y hacía desaparecer en Chile; el relato de la Flaca Alejandra, que pasó del MIR a la DINA, entregando a muchos compañeros; la historia del impresionante enriquecimiento de Julio Ponce Lerou, el yerno de Pinochet y controlador de Soquimich.
Recorrer las páginas de este volumen es adentrarse en una época feroz. Mónica González transmite el miedo y la violencia que se respiraba en las calles, logra develar los niveles de descomponsición que alcanzaron nuestras instituciones y demuestra que el mejor periodismo no está supeditado a la actualidad. Muy por el contrario, adquiere categoría de documento histórico.

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Llegó a vivir a Sarcelles, en las afueras del norte de París, y trabajaba en la imprenta del mismo municipio, a cargo de la limpieza de las máquinas. Era obrera, como su padre, pero lo de ella tenía más el sentido de la urgencia. De las imprentas pasó a la administración del municipio. Pertenecía al Departamento de Compras y Mercado, veía cuentas y licitaciones, y siguió un curso de derecho comercial. Lo suyo ahora eran los números y, aunque entonces no lo sabía, sentó las bases de lo que necesitará saber años después para desentrañar las cuentas y escrituras enrevesadas de la dictadura.

Pese a que sus compañeros de L’Humanité la animaban a publicar, no se sentía en condiciones de escribir en una lengua que no era la suya. El periodismo estaba sepultado para ella.

Lo que sí hacía, y también servirá para lo que viene, era recoger el testimonio de chilenos que llegaban a París y habían vivido o escuchado del horror que ocurría en Chile. Recopilaba testimonios y los enviaba a Radio Moscú, donde estaba su amigo José Miguel Varas. Algunos de esos testimonios hablaban de sus propios amigos o compañeros de partido. Como el del profesor Fernando Ortiz, a quien se le perdió el rastro a plena luz del día en Santiago. Como el del periodista Carlos Berger, su compañero de escritorio en El Siglo, sacado de una cárcel en Calama y hecho desaparecer en el desierto. Como Fernando Barraza, director de la revista Ahora, torturado brutalmente hasta dejarlo sin ganas ni opción de hacer periodismo.

En Chile estaba en marcha una masacre y ella sentía que no podía quedarse de brazos cruzados en Francia, donde no había mucho que hacer por la causa chilena. Quería volver y volvió, con sus dos hijas, recién separada, sin un plan, sin muchos vínculos políticos, aun contraviniendo la opinión del partido. La dictadura se preparaba para perpetuarse mediante un plebiscito de fachada legal. La resistencia era mínima, para qué hablar de libertad de prensa. Dos años antes, la última dirigencia del Partido Comunista había sido exterminada, lo que significó un duro golpe a la lucha clandestina.

Era 1978, quizás el peor momento para volver.

Una de las primeras cosas que hizo fue visitar a Mario Planet. Su maestro, que también había partido al exilio y estaba de vuelta, la animó a ejercer el periodismo. Ella decía que no podía, que cómo, se preguntaba, “si tengo los dedos crespos”. Es cierto que en ese tiempo casi no había prensa de oposición, y la poca que había estaba bajo estricto control. Pero Planet insistía en que no la veía haciendo otra cosa. Ella, en cambio, se veía en cualquier ocupación menos en el periodismo.

Por un aviso en el diario consiguió trabajo en Falabella, como subgerenta de crédito. Era algo parecido a lo que hacía en el municipio de Sarcelles. Cuentas, balances, facturas. Trabajaba a la par con los gerentes y tenía la confianza de ellos. Pero como militaba de manera clandestina, que era la única forma de militar en esos días, y como la dictadura tenía redes de espionaje en todos lados, la información no tardó en llegar a los gerentes. La despidieron.

Algo similar ocurrirá en el Colegio de Constructores Civiles, donde ofició de gerenta por dos años. Y luego en el Instituto Chileno Norteamericano de Cultura, donde fue directora de comunicaciones por otros dos. Donde sea que estuviera, la dictadura, de tentáculos amplios y profundos, se encargaba de alertar de su militancia.

No le quedaban muchas opciones. Estaba sin trabajo y el país vivía una aguda crisis económica, que derivó en revuelta social. El descontento se expresó en radios y revistas de oposición que rozaban los límites de la censura. Mario Planet ya no estaba en este mundo para decirle que volviera al periodismo. Pero estaba Edwin Harrington, su otro maestro, que había vuelto del exilio en México y trabajaba en un proyecto de revista llamado Cauce. Le propuso integrarse y ella dudó. No se tenía confianza, pero necesitaba trabajar y, además, hacer lo que había venido a hacer a Chile: combatir una dictadura. Entonces, apremiada por las circunstancias, se decidió.

Eran los primeros días de 1984, días de noticias flojas, aun para un país en dictadura, y Mónica González volvía al periodismo con un reportaje sobre la mansión de Lo Curro que remecería las entrañas del régimen. Es justamente el texto que abre este volumen.

Fue tal el suceso, que Cauce tuvo que imprimir una segunda edición de la revista, algo inédito para la época. Destacado en portada, donde se anunciaban “increíbles antecedentes sobre la faraónica mansión de Lo Curro de costo incalculable”, el reportaje echó por tierra la versión del gobierno, que poco antes había anunciado la suspensión de las obras, producto de la crisis económica. La construcción seguía viento en popa, y no sólo eso: por primera vez se revelaban detalles sabrosísimos de la decoración –lámparas de lágrimas de anticuario para los baños, escaleras de mármol rojo, tinas de hidromasajes, tapices finísimos–, que a la vez perfilaban lo que la autora llamó “el difícil gusto de la señora Pinochet”.

A partir de entonces, Mónica González publicó un reportaje tras otro sobre la ambición de esa familia por incrementar su patrimonio. También escribió sobre violaciones a los derechos humanos, pero al menos en esta primera etapa en Cauce, que sería intensa y breve, las piezas de mayor impacto político trataron de corrupción. Una dimensión poco explorada de la dictadura, cuyos partidarios levantaban como gran reserva moral.

Como se ve en estas páginas, a la mansión de Lo Curro le siguió un reportaje sobre los negocios a costa del Estado de Julio Ponce Lerou, el yerno de Pinochet; otro sobre el patrimonio de la hija del general y un tercero sobre el origen de la casa de descanso que la familia había construido en El Melocotón, en las cercanías de Santiago. Desde ese verano no hubo respiro. Ni para ella ni para el régimen. Por primera vez la Justicia admitió una querella contra el mismísimo Augusto Pinochet por fraude al Fisco. Unos días antes, el general había acusado “una campaña difamatoria contra mi persona y mi familia”.

No sólo fueron palabras, por cierto. Cauce consignó seguimientos y amenazas contra sus periodistas. También hubo burdos actos de censura. En los días previos a la aparición del reportaje de la casa de El Melocotón, el gobierno suspendió la circulación de todas las revistas que no le eran favorables. Luego permitió que volvieran a circular, pero no pasó mucho tiempo para que aparecieran con fotos censuradas, en un espacio encuadrado en blanco, por orden del jefe de zona en Estado de Emergencia.

La tolerancia del régimen se colmó con la entrevista a Gustavo Leigh, defenestrado general golpista, quien criticó duramente a Pinochet y lo acusó de tener “una ambición ilimitada”, de “eliminar sistemáticamente” a personas a quienes “considera peligrosas” y de que “sólo se mantiene (en el poder) por la fuerza”. Publicada en junio de 1984, la entrevista provocó tal revuelo que su autora, Mónica González, fue detenida por orden de la jueza Marta Ossa, por negarse a entregar los audios.

Al día siguiente, después de pasar la noche en la cárcel de San Miguel, la quinta sala de la Corte de Apelaciones reconocía el derecho de la periodista al secreto profesional y ordenaba su liberación, la que se dilató por otros cuatro días.

En esos tiempos el periodismo era una profesión al límite, de un cigarrillo tras otro, de trasnoches martillando una máquina de escribir y teléfonos que suenan de madrugada para lanzar insultos y amenazas anónimas. En ese contexto la censura era lo de menos. También la cárcel. La vida pendía de un hilo con cada publicación. Cada publicación podía ser la última. Esa sensación de vulnerabilidad y temor se acrecentó a partir de ese día de fines de agosto, en que un hombre de bigotes y aspecto desaliñado entró a la revista y preguntó por Mónica González. Decía ser un agente de la dictadura que quería contar todo lo que sabía y había hecho, que era mucho.

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