Bajo esas condiciones, lo que se gestó en el estado fue una concentración de la riqueza —que hoy nos equipara con las regiones más atrasadas del planeta— y es que las estructuras del régimen de la Revolución no hicieron sino inmovilizar el atraso social y económico del estado al imponer controles corporativos a la demanda campesina y afianzar así el centralismo del régimen. En este caso, el corporativismo resultó eficaz no para resolver las demandas sociales, sino para contenerlas y bloquear la acción organizada y autónoma de los propios ciudadanos, como se manifestó abiertamente en los años sesenta que aquí reseñamos.
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De lo anterior que tengamos que insistir que la democracia efectiva, incluso en sus contenidos más radicales, desde el punto de vista social solamente puede conseguirse cuando se organiza políticamente bajo los presupuestos de la idea misma de la ley que den lugar a la autodeterminación del ciudadano. Sólo entonces parece posible la configuración de una ciudadanía efectiva comprometida con las prácticas e instituciones en las que se reconoce en cuanto resultado de su libre y autónoma decisión para afrontar los pormenores, las disputas y el conflicto de la vida pública y social. Cuando los retos del orden social y político se afrontan desde una ciudadanía que se reconoce en la legitimidad de las instituciones políticas y del derecho, entonces la ciudadanía no solamente se afirma en su propia condición, sino que da lugar también al impulso y desarrollo de la vida social. Lo que ha pasado en el estado de Guerrero —y en todo el país— es exactamente lo contrario: tenemos una sociedad que no solamente no se reconoce en sus prácticas e instituciones, sino que frente a los excesos y la corrupción del poder asume que la normatividad en su conjunto se encuentra viciada por los intereses de esa burocracia política. Es una sociedad desorganizada políticamente la que hoy ha sido sometida por la violencia criminal.
La trasgresión de cualquier forma de legalidad se ha convertido en parte de nuestra cotidianidad, lo que explica la penuria y los desequilibrios de la sociedad guerrerense. De allí también la extrema fragilidad del orden público actual. Cuando se reconoce, por el contrario, que las prácticas e instituciones políticas y el derecho mismo tienen un carácter civilizador en tanto la normatividad constitucional asegura formas de relación social con las que no solamente se identifica el ciudadano, sino que se reconoce en los hechos políticos a los que dan lugar esas normas, entonces el ciudadano puede afirmarse también en un conjunto de libertades que son el resultado de la vinculación de todos a la ley (y desde luego en primer término la subordinación a la ley de los propios poderes políticos), por cuanto todo ello significa la autónoma adhesión a una ley que es el resultado, como dice Jean-Jacques Rousseau, de la voluntad general.
Lo anterior no constituye una simplificación de la realidad política de Guerrero y del país en su conjunto. Por el contrario, reivindicar hoy la legitimidad del orden político como condición misma para afrontarlo es, desde nuestro punto de vista, situar el problema en sus verdaderas dimensiones. Con ello lo que hacemos es reconocer la gravedad de nuestro actual estado de cosas: un sistema educativo en crisis y heredero del corporativismo afianzado hoy por los gobiernos que tendrían que haber llevado a cabo la transición; el agotamiento de los programas sociales del gobierno por la corrupción a que han dado lugar y la inexistencia de instituciones y de un proyecto cultural en gran escala. Todo ello da lugar a la exacerbación de la crisis que vive la sociedad mexicana y en la que ya sólo parece quedar margen para las iniciativas de la misma sociedad.
El resultado —hasta ahora— de una transición circunscrita a la distribución del poder ha sido a lo sumo una nueva repartición del mismo entre los grupos políticos. Estos grupos y partidos políticos, sin el sustento de la legalidad constitucional, no sólo no han propiciado la participación política ampliada de los ciudadanos, sino que han hecho imposible también una nueva práctica del poder donde tengan justificación y cabida las libertades y los derechos ciudadanos: las campañas políticas que hoy tienen lugar en Guerrero, completamente vacuas y ajenas a los problemas de los guerrerenses, son fiel testimonio de lo que decimos.
Para romper con las herencias del pasado es entonces ahora indispensable un gobierno de leyes e instituciones, pues solamente una política constitucional democrática puede dar pie y cabida a la participación ampliada de la ciudadanía conforme a sus libertades y derechos en el ámbito de la vida política del país. Lo que podemos sostener en suma a propósito de la violencia y de un desarrollo social y político fallido en Guerrero, en el último medio siglo, es que ha sido la ausencia de un orden político propiamente constitucional en cuanto al ejercicio legítimo del poder lo que ha dado lugar a la leyenda negra de ese estado. Se trataría ahora, por todo lo anterior, de dar lugar al redescubrimiento ciudadano en la política, condición indispensable de la vida política constitucional. Abrir la democracia a la participación del ciudadano para hacer valer así sus derechos frente a lo que ha sido un orden político cerrado y autoritario es pues, hoy, el reto de Guerrero y de México. El reclamo democrático consiste, por todo ello, en un orden social y político mediado por la legitimidad de la ley y por instituciones fundadas constitucionalmente para acceder —sólo así— a un ejercicio de gobierno y de realización de la sociedad civil fincados en un auténtico Estado de derecho.
En este sentido, la democratización del país solamente puede llevarse a cabo a través del protagonismo de los ciudadanos y de sus derechos, pues es el contenido y normatividad de los derechos fundamentales el que permite a los ciudadanos una nueva comprensión de su vida política y de cuándo esos derechos establecidos por la Constitución se transgreden. El ejercicio faccioso de los mismos resulta así a todas luces incompatible con el pacto de convivencia constitucional. El referente de los derechos garantizados constitucionalmente puede entonces permitirnos una nueva lectura y comprensión de nuestra historia política y de la crisis social y política recurrente inherente a las sociedades subdesarrolladas, donde la selectividad y la aplicación unilateral de esos derechos ha sido del todo incompatible con el sentido de esas mismas normas y su fundamento constitucional. Como concepto de gobierno, el Estado democrático de derecho tiene que partir, para la ciudadanía, de la lectura del contenido normativo de los derechos consagrados en la Constitución, pues ella misma es ya un concepto resultado de la modernidad política y, como tal, resultado en principio de un gobierno civil. De ahí que el ejercicio faccioso de los derechos, como lo que en la práctica hemos tenido, lo contravenga pues desvirtúa la idea del pacto constitucional y de la prioridad, racionalidad y legitimidad de la ley que le da origen.
Finalmente, debiéramos decir que la discusión sobre el Estado democrático de derecho conlleva, de manera ineludible, responder a la pregunta de orden filosófico-jurídica en torno al problema de la legitimidad de ese hipotético Estado de derecho, misma que no puede ser respondida sino desde el proceso de constitución del Estado moderno en el marco de la emancipación de la modernidad política y la exigencia de un orden propiamente civil más allá de su concepción liberal y, precisamente por ello, no circunscrita a la visión más estrecha como simple demanda de salvaguarda de los derechos privados frente al ejercicio despótico del poder inherente al absolutismo monárquico.
Por el contrario, en su contenido democrático el Estado de derecho tiene que partir del claro deslinde con esa concepción liberal del poder como salvaguarda de los derechos privados para situarse, más bien, en una concepción de la racionalidad y validez de la ley como condición de posibilidad de la realización del ciudadano. En este caso, es con la primacía de los derechos políticos que el Estado de derecho alcanza con Rousseau el impulso de su contenido propiamente democrático —y que es el que aquí reivindicamos. Así, el problema se centra en un sujeto político reivindicativo capaz de reconocerse como tal en la validez del orden que se impone por lo que no admite ya otro principio de validez que el que se da en cuanto sujeto políticamente emancipado: Hegel habrá de decir en cuanto sujeto en sí y para sí de conformidad con su propia y radical autonomía.
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