Savory no fue el único en comprender la importancia de la compactación para una vegetación sana. A principios de los setenta, los institutos agrícolas de Texas y Arizona diseñaron dispositivos para simular los efectos físicos de lo que una vez fueron las grandes manadas de herbívoros, los millones de bisontes que vagaban por América del Norte. Máquinas con nombres como Dixon Impriter se utilizaban en miles de hectáreas en el oeste de los Estados Unidos para romper la corteza superior y provocar depresiones e irregularidades mientras disponían material vegetal vital para su salud a modo de basura que cubría el suelo. Hoy día aún se practica la impronta, que era como llamaban a esa técnica; los laboratorios agrícolas de varios países han desarrollado rodillos que imitan las huellas de los búfalos al pisotear abono verde y tallos viejos. (52) La dificultad reside en que estos planteamientos no contribuyen a sanar el suelo. Son máquinas demasiado pesadas. Aunque un gran búfalo pudiera alcanzar casi una tonelada de peso, los monstruosos tractores utilizados en esta mega-agricultura podían llegar hasta las 45 toneladas. Máquinas así hacen un daño terrible al subsuelo con cada pasada.
Para Allan Savory, las pezuñas, la boca y los sistemas digestivos de los animales hacen esta misma tarea con mayor eficacia en un proceso que no consume combustibles fósiles y que puede repetirse de forma continua, sin coste alguno. Los grandes herbívoros rompen la corteza del suelo, pero sin dañar el subsuelo, y eso permite que la tierra absorba agua, respire y que germinen y sobrevivan más plantas. El efecto es más intenso cuando los animales se concentran en grandes manadas, que es como se comportan cuando están bajo la amenaza de los depredadores. En ese sentido, la Operation Hope gestiona el ganado, según Savory, de “forma depredadora amigable. No matamos leones, leopardos, hienas, perros salvajes ni guepardos porque su presencia es crucial para mantener activa la vida salvaje y en consecuencia para la salud de la tierra”. El ganado se guarda cada noche en cijas portátiles a prueba de leones (conocidas como kraals en el sur de África). Los animales grandes también compactan lo que encuentran bajo sus pezuñas, “cualquiera que haya tenido un caballo encima de sus botas sabe a qué me refiero”, bromea Savory, pero lo que aumenta la germinación es la correcta intensidad de esa compactación que permita a la semilla entrar en contacto con el suelo. Esa necesidad es la razón por la que los jardineros pisan la tierra alrededor de los brotes o de las semillas.
Los rumiantes también devuelven material herbóreo a la superficie del suelo antes de que ese mismo material hubiera vuelto a donde los animales ya no estaban. Basta ver a una vaca o a un búfalo cómo pisotean el suelo o dejan estiércol para saberlo. En pocas palabras, la conversión de material vegetal en basura o estiércol es esencial para mantener la descomposición biológica. Las máquinas diseñadas para imitar a los animales no pueden hacer eso.
Lo que importa es el paso del tiempo, no el número de animales
Aquellos pastizales que dependen de las precipitaciones de temporada requieren una perturbación periódica para su existencia, pero que no sea ni poca ni mucha. El exceso de pastoreo depende también del tiempo, no solo del número de animales. Cuando se pisa en demasía el suelo termina convertido en polvo y aumenta la erosión provocada por el viento y el agua; y, como sucede con la mayoría de las cosas, cuando los animales están allí mucho tiempo, el estiércol y la orina se vuelven contaminantes, una lección que aprenden pronto los ganaderos que engordan animales de forma industrial. No es tan importante si hay una vaca o mil vacas, explica Savory, lo que importa es el tiempo que pasan allí. Los momentos de elevado impacto físico (pisar, defecar y orinar) se intercalan en cortos períodos frente a otros mucho más largos, para que puedan recuperarse las plantas y la vida del suelo. Como orientación, puede afirmarse a tres o menos días de pastoreo sigue un periodo de tres a nueve meses de recuperación; pero, debido a esa gestión holística, los pastores de la Operation Hope no siguen regímenes temporales abstractos. Cada pedazo de tierra y cada porción de tiempo, son únicos.
Este uso que Savory hace de la ganadería para revertir la desertificación supone un profundo desafío a los enfoques convencionales sobre el uso del suelo y el desarrollo agrícola. Aunque la Revolución Verde (53) aumente la producción mundial de alimentos de una forma llamativa, su dependencia de los fertilizantes, del riego intensivo y de la maquinaria pesada, degrada su base ecológica y los sistemas sociales asociados a ese proceso. En esa búsqueda de eficiencia y aumento de la producción, la agricultura industrial, con sus aportaciones masivas de productos petroquímicos y herbicidas, tiende a centrarse en un solo cultivo y a confinar gran número de animales en sombrías “salas de engorde”. Lo bueno, según Savory, es que todo ese daño puede revertirse con lo que él llama una “revolución marrón” basada en la regeneración de un suelo biológicamente próspero, orgánicamente rico y con la satisfacción de millones de seres humanos que vuelven a la tierra y a la producción de alimentos. “Visto de manera integral la pérdida de biodiversidad, la desertificación y el cambio climático no son cosas distintas, son lo mismo”, dice Savory. “Sin revertir la desertificación, no es posible tratar el cambio climático de manera adecuada”. Las regiones más húmedas y biológicamente productivas del mundo necesitan modelos agrícolas con pequeñas granjas biodiversas que imiten las estructuras naturales de vegetación en los distintos niveles de su entorno. Ahí será donde se cultiven muchos de los cereales, frutas, verduras y frutos secos, así como la mayoría de los productos más frecuentes y parte de la carne del futuro. El enfoque de Savory supone también grandes beneficios sociales. A nivel mundial, la producción ganadera a pequeña escala emplea a 1,3 millones de personas y constituye el medio de subsistencia de 900 millones de los más pobres del planeta, la mayoría mujeres, que tendrán un papel vital en la restauración de los suelos degradados.
Aunque Savory describe estos puntos de vista como una muestra de sentido común, lleva cincuenta años luchando para que este enfoque reciba apoyo científico. Durante la mayor parte de su vida, ha tenido que lidiar con la intensa oposición de los investigadores agrícolas decididos a “demostrar” que su planteamiento no funcionaba. La aceptación tardía, por parte de esa tendencia dominante, de las ideas de Savory representa un cambio profundo en la manera en que la ciencia entiende las transferencias de energía y nutrientes en la ecología de los ecosistemas. Lo que Savory aprendió sobre el terreno se ve confirmado por los estudios biológicos de plantas, animales terrestres y acuáticos, los ecosistemas marinos y por la forma en que interactúan entre sí. Los sistemas en su conjunto pueden tener propiedades que son inexplicables en los términos que utilizan los científicos cuando los estudian de forma aislada. El impulso para aumentar la producción de alimentos sirvió de incentivo para eludir la complejidad, pero un tipo de gestión que funciona bien en las fábricas de automóviles o de software, ha resultado contraproducente cuando se aplica a la tierra.
Pensar como un bosque
Si el mantenimiento de la fertilidad del suelo es un principio básico de la agricultura ecológica, lo es también el compromiso con plazos que no sean los de los mercados, o que vayan más allá de la esperanza de vida de cada uno de nosotros. Tenemos que pensar menos como una máquina y más como un bosque. En Windhorse Farm en Nueva Escocia, James W. Drescher es el último custodio de un experimento llamado “fertilización forestal”, en marcha desde hace cuatro generaciones, un abrir y cerrar de ojos en la vida de un bosque. Para Drescher, “Windhorse está en la vanguardia de algo muy antiguo; la riqueza, desde el punto de vista del bosque, es el material biológico”. La clave de la salud a largo plazo de un bosque lleno de biodiversidad y de carbono es la retención de la riqueza una vez creada. La conservación de esa riqueza, señala Drescher, depende de la lenta descomposición de los grandes volúmenes de madera muerta que constituyen la vida del bosque. Drescher explica que casi la mitad de los animales del bosque no solo viven en él, sino de él. Los guardas forestales que actúan como administradores de la tierra, más que como directores de una fábrica, son selectivos a la hora de decidir qué árboles hay que cosechar y cuáles hay que quitar. La mayoría de los árboles muertos o que se han caído de forma natural se quedan allí donde están. Al cosechar solamente los árboles de crecimiento más lento, se incrementa la vitalidad general del bosque. Con un espíritu similar, nunca se cortan los más altos lo que contribuye a aumentar la altura del dosel. Se mantienen las especies que se encuentran subrepresentadas en un sitio en concreto para conservar la diversidad. Los senderos en el bosque se llenan de serrín y corteza, no de hormigón; los animales y las plantas viajan y se dispersan a lo largo de estos corredores de conectividad. Cabe destacar que esta idea de poner la “salud de los bosques en primer lugar” es más viable económicamente que la tala, la tendencia principal de la silvicultura comercial. Si un área de 40 hectáreas en el Acadian Forest hubiera sido talada en 1840, y de nuevo en 1890, 1940, y 1990, explica Drescher, la cosecha total habría sido mucho más baja que la madera cosechada por métodos anuales de selección; y, por supuesto, no habría hoy madera ninguna que comercializar.
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