—Coronel Colinas, me temo que estos alemanes son insensibles y rudos. Entienda que los militares que les han enseñado aquí son todos muy prusianos y poco dados a la delicadeza…
—No, por favor, señora. No se trata de eso. También soy poco dado a...
La manos de Eva se dirigieron de inmediato a la corbata de Gorgonio y llevaron a cabo una maniobra de atusamiento y acomodación, innecesaria pero muy elocuente. Allí comprendió al hechicero hechizado.
—Coronel Colinas, no se vaya. Le ruego que se quede a almorzar con nosotros. O que vuelva usted otro día, si hoy no le resulta conveniente.
Las sirenas de Ulises acababan de caer a la mera condición de tristes aficionadas.
Gorgonio pudo entonces percibir la fuerza que manaba de aquellas manos. Observó que Eva Duarte se conducía con una seguridad nada usual. Su mirada hacía recorridos precisos, nunca se desviaban innecesariamente, como si obedecieran fiel y ciegamente al plan trazado por su cerebro con antelación. Como cuando en plena navegación se ve aflorar la cabeza de un periscopio en el océano, una mancha leve dejando un rastro blanco de espuma casi imperceptible, pero al mismo tiempo el anuncio de la potente masa destructora; de toneladas ocultas bajo el agua, aún invisibles, amenazando tu línea de flotación; aterrorizando a cualquier cosa por encima del nivel del mar.
—Perón estará encantado de que se siente con nosotros a la mesa hoy, coronel—. Volcó Eva la petición hacia el lado de Perón con la esperanza de inclinar la balanza a favor de su perentoria necesidad.
El coronel Colinas, batiéndose entre la caballerosidad en la que le habían educado y la premura por alejarse de allí cuanto antes, suspiró y murmuró casi al borde de sus fuerzas:
—Si observa usted hacia la arboleda de la esquina, señora, verá que ya he sido invitado a otra mesa hoy… En ese coche me van a llevar a comer a algún sitio… Seguramente pagará el señor Braden.[1]
—Ya veo —suspiró Eva, confirmando sus sospechas al ver el coche en la distancia. Se rehizo de inmediato y le añadió—. Los norteamericanos no saben nada de buena cocina. No les deje elegir a ellos, coronel.
—¿Qué me recomienda usted, señora Duarte?
—Perón. Señora de Perón, coronel. Le ruego…
—¿Le parece mañana, al mediodía? ¿A la una estará bien?
—A la una le esperamos, coronel —acordó la señora dándose la vuelta.
Gorgonio alcanzó con alivio las sombras de la arboleda, dejando atrás la aterradora mano que repta en silencio en tu persecución hasta darte caza y engullirte. Como el que espera el disparo que te va a alcanzar de un momento a otro por la espalda. Unos metros más adelante, cuando casi llegaba a la avenida, sintió al Dodge verde petróleo, siseando como un repil frenando a su lado. Se abrió la puerta trasera, con la que casi le barren.
— ¿Le podemos llevar a algún sitio, coronel Colinas?
—Hola, señor Darryl. Le echaba de menos. —Suspiró Colinas con mayor cansancio.
—¿Viene a ver a viejos amigos al palacio de Ludwig Freude?
Gorgonio se acercó a un hermoso jacarandá que estaba junto al coche para apoyarse y metió los pulgares en los bolsillos del chaleco, dando señales de que estaba dejándose querer por Joyce Darryl, funcionario de seguridad de la embajada de los Estados Unidos, con varias condecoraciones en forma de bala. Dos de ellas recibidas en el frente del Ebro, Brigadas Internacionales.
—Para ver a los amigos no ando en horas de oficina, Darryl.
—Ya lo imaginaba. Trabajo entonces, Colinas.
—Pues, no lo sé. Me han pedido que venga a ver a la señora de Perón. Todavía no sé por qué.
Gorgonio se agachó un poco para mirar dentro del coche y ver la cara al conductor. Inmediatamente, Darryl, sentado en el coche con las piernas fuera, le hizo un gesto negativo, oculta la mano tras el respaldo de su asiento. Gorgonio comprendió.
—Pero sí le acepto que me deje en el centro, Darryl, si eso le pilla de camino.
Se acomodó en el asiento de atrás, como quien se dispone —malditas las ganas— a escuchar a un amigo con penas o una confesión ni pedida ni deseada.
Vaya día. Vaya dos encuentros los de hoy. ¿Fortuitos? A saber. A veces la vida hace sentir, a fuerza de casualidades que patean el corazón, que uno es víctima del choteo de algún santo borracho. El segundo encuentro, consecuencia del primero, impregnaba la jornada de un olor a miseria y pólvora que Gorgonio se había propuesto evitar hacía tiempo.
[1]Spruille Braden fue embajador de los Estados Unidos de América en Buenos Aires durante los gobiernos de Perón.
GRAN PREMIO
BUENOS AIRES-LIMA
18 de julio de 1947
Tramo: Buenos Aires-Tucumán (1.363 Km)
Frente al estadio de River Plate, en Buenos Aires.
00:32h
Hace calor bajo el capote militar. Tiene ese olor a brea, uso y humedades mal espantadas. La gasolina de avión hace el resto del paisaje oloroso, ya que el polizón no tiene ahora otras sensaciones. Por vez primera desde que huyó de la celda tiene un respiro. Si no fuera por el ruido y la incomodidad de ir tirado en el suelo del Plymouth cerraría los ojos un instante para dormir un poco.
—¿Qué hora es, Naves?
—Son las doce y treinta y dos minutos, Jorge.
—¿Te acordaste de pedirle a tu hermano la cartuchera?
Naves señala hacia el polizón advirtiendo a Daly sobre la pregunta.
—No te preocupés por este. Si lo manda Colinas, tiene el cielo ganado. ¿Dónde has puesto el revólver?
El copiloto abre la guantera frontal y enseña la culata a su conductor. Cierra con cuidado.
Hay un ruido enorme frente a la cancha de River. El público vitorea cada vez que un auto arranca para iniciar el Gran Premio. Perón ríe como un actor de cine. Realmente no sabe si le vitorean a él o a los pilotos. El público tampoco. La fiesta es tan grande que la música se parece a un murmullo que se apaga con los gritos de cada salida y se confunde con el sonido de los mensajes publicitarios. El que todo el mundo distingue con claridad es el de Fernet Branca.
El coronel Perón y su señora se turnan para dar el banderazo de salida a cada coche. Ellos habían venido para hacerlo solamente con el primer competidor, pero les ha gustado y se han quedado.
Cuando llegan Daly y su copiloto Naves, el presidente Juan Domingo Perón les estrecha la mano:
—¡Que tenga un hermoso Gran Premio, mi amigo. Vaya haciendo patria por esos campos, señor!.
Perón quiere hacer un chiste con la multitud que aclama a Daly y aprovecha que el Plymouth tiene cuatro puertas. Abre la puerta trasera para hacer ademán de subirse al asiento e irse con ellos al Gran Premio. El momento de horror de Daly y su copiloto es memorable. Eva contiene a su marido ante la risa general del respetable y deja la puerta abierta.
El comisario ha iniciado la cuenta atrás de Daly. En el momento que arrancan, Perón y nadie más, desde su cercanía al coche, alcanza a ver una mano que sujeta la puerta por el tirador y la cierra, para esconderse después bajo el capote.
Martes, 5 de agosto de 1947
Comisaría de Policía de Cruz del Eje
(Córdoba-Rep. Argentina)
—Dígame, don Florián. ¿Quién era este Colinas?
—Era la demostración de que la buena semilla no crece en terrenos malos, amigo comisario.
La definición desconcierta al comisario. Quiere una respuesta más simple. Más folletinesca... De buenos y malos en camisa y sombrero.
... Desde la escuela de la Marina de San Fernando, habían pasado cuarenta y cinco años de servicios; de silencios abnegados; de obediencia debida y conductos reglamentarios que se le habían recompensado con malas noches insomnes. Traiciones por deber patrio, maniobras ocultas a uno solo de los lados —a veces a los dos— cuyos resultados le prohibían conocer incluso a él, que había sido el propio conductor, organizador y protagonista; acciones todas ellas de cumplimiento debido. Unas veces, alta cocina. Otras, las más, baja estofa. En algún momento de su larga carrera, el viento había llegado a ser tan fuerte que había roto, irremediablemente, cabos importantes y la navegación se le había vuelto más compleja. Algo que nunca tiene en cuenta ni importa a quien te manda a una singladura en solitario. Pero aún así, había que llegar a puerto, y a ser posible con el botín a salvo, por supuesto.
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