Juanjo Álvarez Carro - Habanera para un condecito

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El coronel Gorgonio Colinas, ya protagonista en Cruz del Eje, sirve en Buenos Aires, donde es convocado por el presidente Perón. Le encarga buscar una lista de nazis huidos a Argentina desde 1945. Para forzarle en el cometido, Perón, y sobre todo su mujer Evita, lo sitúan ante una antigua amante, amor viejo pero vivo.La huida de uno de los personajes de la historia distribuye por la narración escenas a bordo de los coches que participan en el Gran Premio de Sudamérica de 1947, que parten desde Buenos Aires y deben terminar en Caracas.La política argentina de la época, la guerra mundial recién terminada, la guerra civil española y el automovilismo son los escenarios, ampliamente descritos, con la precisión y rigor de un maquetista. La carrera sirve de huida de uno de los personajes, que reparte sus escenas, cortas y casi fotográficas, contadas en presente a lo largo de la narración."Habanera para un condecito" no solo está ambientada en los cuarenta, con los gustos y costumbres de la época. Está concebida como las películas de los cuarenta. Hay tres líneas temporales en la novela: la del Gran Premio de América del Sur, escenas breves e intensas durante dos jornadas del durísimo rallye desde Buenos Aires hasta Lima, Perú y a Caracas. Por otra parte, el segundo de los tiempos: la narración del antiguo jefe político de Cruz del Eje a un comisario de policía. El viejo nos desplaza, en flash back, a hechos y episodios del pasado para que el lector pueda construir al personaje principal en sus tres dimensiones, poniendo el tercero de los tiempos (el pasado) en juego.

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Jueves, 7 de agosto de 1947

Comisaría de Policía de Cruz del Eje

(Córdoba-Rep. Argentina)

—Buenos días, don Florián. Le agradezco la hora y la puntualidad.

—Se la tiene que agradecer a este joven tan amable que me ha ido a buscar a mi casa, comisario. Sin su ayuda este viejo ya no puede correr.

—Siéntese, por favor, don Florián. ¿Sabe que el padre del cabo debía de estar en la comisaría en la época suya? Es hijo del cabo Bianchini.

—¡Bianchini! ¡Cómo no recordarlo!

—Y le ha estado contando sobre Gorgonio y los ferroviarios en el año diecisiete.

—Él y Lezama montaron una buena, ¿verdad, comisario? Tuvo que venir el ejército —decía conteniendo una risa que le movía el vientre rítmicamente… ¡Qué par de cabrones, aquellos dos!

—Bueno. Déjeme que vea las notas... Ayer me contaba que Gorgonio se encuadra con los republicanos al llegar a Madrid…

—¿Eso le contaba yo? Bueno, el caso es que…

…Colinas, recién llegado desde Gibraltar, ya percibe las desavenencias que hay entre los defensores de Madrid. Son como un agujero por el que la ciudad romperá su aguante. Y si Madrid cae, se acabó la guerra —le decía todo el mundo, incluidos los reporteros de medio mundo, tan atentos a la guerra española. Pero había dos americanos, con los que Gorgonio simpatizó casi de inmediato.

Gorgonio dijo sí. En medio del hall del hotel Florida. Aceptó organizar el asalto a condición de que los reporteros no vinieran con ellos. Los periodistas concibieron para sí la idea de que, aún sin noción de su graduación o del lugar de procedencia, sí entendían que aquel tipo mayor, de algo más de cincuenta, tenía o había tenido encima un uniforme alguna vez en su vida.

Esa noche, John Dos Passos quiso describir a aquel miliciano y escribió para su periódico que su forma de hablar y de organizar a los milicianos no podía tener otra explicación. El hecho de que llevara un arma corta y que también supiera manejarla con mucha soltura, y la destreza de enseñar a los hombres, casi muchachos, a usar las armas, la manera rápida de rechazar ideas por inviables o simplemente estúpidas. O por suicidas.

La operación a la que Gorgonio había dicho sí empezaba esa misma noche. Esta vez, había que entrar en el Hotel Palace y en el Ritz que, desde hacía pocos días, se habían convertido en hospitales de sangre. Los milicianos tenían noticias de que un tal Cachaldora se escondía en uno de los dos. De que entraba y salía con toda libertad. Lo sabían porque le habían visto los niños que se aventuraban por la ciudad a buscar leña o comida. Para poder salir, trepaban a una pequeña ventana y de allí a otra, y luego otra. Los niños iban de un edificio al otro lado de la Almudena. Niños de calle, reinsertados en viviendas del centro, abandonadas por sus dueños. A la que saltan a la busca, deben exponerse lo menos posible a los disparos desde el otro lado del Manzanares. Niños que interrumpen la rutina escolar saliendo con sus padres o hermanos mayores por llevarse algo a la boca o leña con qué calentarse. Esos son los niños que dicen haber visto a aquel hombre saliendo y entrando a cualquier hora del hotel. Debe de estar allí. Las noticias van y vienen en aquel pequeño Madrid del estruendo y el derrumbe. Las noticias grandes y también las pequeñas.

Al poner a Colinas al día de todo, le cuentan que aquel hombre se responsabiliza de los traslados de presos o refugiados de las embajadas hacia destinos seguros, y que muchos no llegan. Muchos de sus traslados terminan en zanjas. Hace tiempo que le tienen el ojo echado. Los comunistas y los socialistas, los anarquistas, todos en lucha por hacerse con el poder en la ciudad asediada por los ejércitos africanistas. Culpándose unos a otros por las matanzas incontroladas, dando razones a los atacantes nacionales. Y, siempre que hay matanza, aquel Cachaldora anda cerca. Cachaldora es una coincidencia sangrienta, de quintacolumnismo.

El militar cincuentón —escribe a la noche siguiente Dos Passos— organiza una partida de diez hombres. Uno de ellos, Plácido Calonge, soriano, al parecer viejo amigo de la Marina, es la única voz silenciosa de todos. Pero el que más sabe. Conoce a Cachaldora por las reuniones del sindicato. Afirma que ha salido absuelto de un tribunal popular hace poco, de una acusación grave. Actúa con impunidad, dicen. Tiene la protección de alguien, que le permite estar informado de lo que sucede dentro y fuera. Así que van a ir a buscarlo al Ritz o al Palace para ponerlo a disposición de los comisarios.

La entrada al hotel sigue siendo difícil, a pesar de sus funciones como hospital de sangre. Son los niños los que guían a Colinas hasta la puerta de servicio por la que dicen ver a Cachaldora entrar y salir. La acusación de trabajar para la quinta columna, la resistencia nacional de dentro, ya es un hecho. Colinas sabe que el aguante de Madrid es frágil, pero también sabe que es la única ciudad que hasta ahora ha resistido, por el contrario a Roma o Berlín, que han abierto sus puertas a los camisas negras o pardas. Hasta conseguir el apoyo internacional, Madrid tiene que resistir.

Aquella noche, el oso rubio Hemingway dicta al teléfono:

El militar que se hace llamar Hills dice que el quintacolumnismo está llenando la resistencia de agujeros y habrá que taparlos. Finalmente más hombres se les quieren unir para ir a buscar a Cachaldora. La partida tiene ya más de treinta hombres, algo que el mando rechaza. El militar y Plácido Calonge optan por diez hombres. El grupo se prepara y parten hacia allá desde el Hotel Florida. Salen a las diez, y se pierden de nuestra vista en un Madrid nublado y frío de fin de enero. A estas horas las bombas del Manzanares y de Aravaca han callado. Pero no lo han hecho las voces de los rechazados, enardecidos, que se quedan en el Hall del hotel.

Gorgonio llega ante la fuente de Neptuno. Se detiene y pide a los hombres que se separen cubriendo todas las fachadas y las escapatorias, mientras confirma algo con los empleados del hotel. Hay fidelidades sagradas. José Antonio Primo de Rivera fue directivo de la empresa, y dentro de los hoteles se hallan personas ligadas a la quinta columna. Esa es la protección de Cachaldora.

Colinas reúne al director del hotel y a sus principales colaboradores en la oficina del bajo. Viene a buscar a Cachaldora y mejor será se lo entreguen antes de que empiece una búsqueda más decidida y quizá violenta. Acceden y salen al hall, donde el grupo de hombres no ha podido resistirse a mostrar su autoridad y, a voz en cuello, gritan el nombre de Cachaldora.

El primer disparo fue para el encargado de la recepción. Por negarse a volver a su sitio, mientras reconvenía a los hombres armados. Plácido, que se había perdido del grupo, venía con Cachaldora atado de manos. Un muerto y todos los presentes en el hall del Ritz tumbados en el suelo. Dos más con rostros sangrantes, golpes de último momento, —o de primer momento—, Gorgonio nunca lo sabrá. Salen con el hombre a la calle y enfilan el Paseo de Recoletos arriba.

Al llegar a la Cibeles, un coche se detiene junto a ellos y, sin mediar palabra, se lleva a Cachaldora.

Dos Passos nunca escribió para su periódico que se lo habían llevado para siempre.

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