—Bueno, veo que no va a ser necesario malgastar los momentos del aperitivo con encontrar temas comunes. Les puedo asegurar que las empanaditas de Marta y el vino tinto son un pequeño milagro, coronel. Walda —dijo el encantador—, no sé si prefiere quizá un caldo más suave que este Malbec.
—Coronel, le aseguro que tengo bien adiestrada a mi parte argentina. El Malbec estará perfecto, seguro.
—Como la tenemos recién vuelta de Alemania, … —comentó Eva.
—No les puedo decir que haya visto una Alemania muy en condiciones de ofrecerme sus encantos…
Perón enarcó las cejas y se dispuso a escuchar la narración de Walda con un rostro más severo.
—Es cierto. Cuente, Walda, cuente.
—Me va a tener que disculpar, coronel. Creo no estar en condiciones de hacer un relato divertido. Más de lo que ya saben o imaginan ustedes.
—Una desgracia, la guerra. Los militares pensamos que la guerra tiene una parte que se queda en los cuadros y es la que nos gusta que nos cuenten. Le pido disculpas, Walda.
Gorgonio mantenía su guerra particular con sus ojos, para evitar que viajaran directos a los de ella y se le solidificaran. Walda era la misma que había visto en el treinta y dos. Y en 1917. Por supuesto, parecía que el tiempo no había pasado por ella. Salvo por aquella pequeña cicatriz que mostraba en su labio inferior y el tono perla brillante en el pelo. Walda se había puesto encima los años con una dignidad idéntica a la que llevaba cuando la viera por primera vez, moza, en Cruz del Eje, siglos atrás. Aquella morenez de piel y su cabellera rubia, ahora domeñada en un rodete, se empeñaban todavía en declararse mutuamente la guerra. Otra vez, Jekyll y Hyde.
Contenta Eva de observar que sus estratagemas seguían siendo letalmente certeras, hizo transcurrir el almuerzo por derroteros próximos a la actualidad porteña, para poner a la recién llegada Walda, al día y al corriente de lo mundano y lo no divino. Respecto a lo celestial, ya se encargaría Colinas, seguramente, después.
—Coronel. Quiero pedirle un favor —comenzó Eva a recitar su discurso.
Colinas agradeció la conversación que Eva iniciaba para abandonar el cuchillo y el tenedor, inútiles desde hacía media hora.
—Creo que sabe, coronel, que la semana que viene empiezo un viaje por Europa.
—No. No sabía nada, señora. Imagino que le supondrá un importante empuje para la política nacional en el extranjero.
—Dicho así, coronel, lo describe usted como algo estrictamente nacional. Y debo decir que nosotros lo vemos como algo más allá de lo puramente doméstico —matizó Perón.
—Tenemos pensado que el viaje nos lleve por varios países de Europa, pero fundamentalmente, será por Italia y España.
Gorgonio había asistido a las reuniones con Agustín de Foxá para preparar el viaje, en realidad para el coronel Perón, no para la señora solamente. Estaba al tanto de la poca alegría del Generalísimo Franco por recibir únicamente a la señora. Pero era lo que había. Y albergaba secretamente la idea de hacer algo por convencer a Perón de que fuera a la península con ella.
—¿Y cuándo ha dicho que comienzan el viaje, coronel? —preguntó directamente a Perón.
—No, Gorgonio, será Evita quien vaya en mi nombre a saludar a Pacelli y a Franco. A mí me retienen los asuntos de este país mío, tan lioso, coronel.
No había dicho el Papa. Había dicho Pacelli. Gorgonio entreveía las amistades que el nuncio papal en Buenos Aires había hecho en Argentina, antes de que el cardenal Pacelli se convirtiera en Pío XII.
—Quiero ir a Europa a llevar un mensaje de paz y de unión, de progreso a favor de los necesitados países de la guerra, Gorgonio —Evita parecía ensayar uno de los discursos que le escribía Muñoz Azpiri.
—¿Y además de España, qué otros países visitará la señora?
Eva lanzó una mirada a Gorgonio con un deje claro de a-vos-qué-te-importa. Rectificó de inmediato con los ojos de Walda sobre ella.
—De eso quería que conversáramos, coronel Colinas. Voy a ir a España para mostrar nuestro apoyo a la madre patria, porque ese es el deseo del coronel Perón. A Italia por las mismas razones que afectan a tantos de nuestros conciudadanos.
—Y a Portugal, Gorgonio. Nos gustaría ver a Don Juan de Borbón —añadió Perón con cierta impaciencia—. Y quisiéramos preparar ese encuentro con discreción. Ahí empieza la razón de su presencia aquí, Gorgonio. Y por otro asunto del que necesito su opinión antes de comentar nada. Evita, si nos perdonás, el coronel y yo vamos a tomar un café al saloncito. Así podés charlar con Walda de lo que querías.
Apenas veinte pasos y un minuto después, sentados en la salita junto al despacho del presidente, Perón había pasado de desplegar su encanto de galán para ponerse el uniforme de coronel presidente.
—Usted sabe, coronel Colinas, que ahora, después de la guerra, los aliados vencedores no me tienen en alta estima. Y que, a tenor de esa situación, uno tiene que hacer lo posible por que el país prospere… Que se haga grande.
—¿Por qué necesita de mis amistades en España, coronel? —quiso abreviar Colinas.
—Vamos a ver, Gorgonio. En las buenas relaciones que hemos mantenido con Alemania, no siempre ha habido cosas buenas. Ha habido algunos aciertos, pero seguro, también errores. Y dejarlos por escrito es el mayor de todos ellos.
—¿A qué se refiere, coronel?
—A principios de los cuarenta —seguro que se acuerda, Gorgonio—, todos opinábamos en general que Hitler ganaría la guerra. Y, al contrario de lo que piensan muchos en mi propio país, los alemanes acá siempre han sido personas muy influyentes.
Perón dejó su mano vagar unos instantes por su pechera en busca de alguna inelegante miga de la comida. Quizá solamente quería allanar el terreno para lo siguiente, como el algodón previo al pinchazo.
—Eva tuvo sus contactos con ellos. No hay más que mirar a Walda, amiga de Eva desde fines de los treinta. Ella era la secretaria del comité ejecutivo del partido nazi argentino. Se habían conocido en La Rioja, cerca de Cruz del Eje, donde Walda tiene su finca. Empezó a frecuentarlos y en alguna ocasión colaboró con ellos… —Perón inclinó la cabeza con la mirada fija en Colinas, como un labrador honesto y cabal, lamentando la mala cosecha que los cielos le había deparado—. ¿Le han hablado del incidente con Stanstede, Gorgonio?
Perón se dejó ir por la historia reciente de Argentina durante el rato que se enfriaron los dos cafés de Gorgonio.
—El caso es que el capitán Dietrich Rohwein, que era el agregado naval y de aviación de la embajada alemana en Buenos Aires…
—Sé quién era Rohwein, presidente, no se preocupe.
—¡Ah! Por supuesto, disculpe Gorgonio. Rohwein mantenía correspondencia frecuente con el general Von Faupel, a quien reportaba como embajador del Reich en España…
—Sí, ya sé, señor presidente…
—Bien, en esa frecuente correspondencia se hablaba de Eva, se la citaba como colaboradora de ellos. Cuando Rohwein regresó a Europa, llevó consigo la correspondencia habida con Von Faupel. Sobre todo aquella en la que citaba Eva o a mí personalmente. Se la mencionaba como encargada de los asuntos de Sudamérica y Pacífico Sur para el Reich.
El coronel Perón se extendió con información que no resultaba novedosa para un Colinas francamente en funciones, pues su obnubilado magín viajaba cada minuto al comedor donde aún se oía a Eva, de vez en cuando, dar órdenes a Lilian. Ya había tenido una aproximación a la tesitura y el calado de la Señora, por informaciones siempre ajenas y provenientes de Darryl. Pero hoy estaba asistiendo en primera persona a su despliegue de talento político. Por si Gorgonio tenía pensado negarse a sus deseos, le había enviado a su hermano Juancito como cabeza de puente a su escondite, ya descubierto, y ahora le convocaba a Walda. El submarino asomaba inexorable, enseñando las bocas de torpedos a las claras.
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