—Cuando Rohwein se fue a Alemania otra vez, llevó consigo esa correspondencia y alguna otra cosa. Cuando llegaba el final de la guerra, nuestra colaboración supuso permitir a muchos de aquellas personas fieles a Hitler venir a Argentina.
—Sabemos que muchos lo hicieron.
—En su momento —dijo Perón entre dientes y pasando la mano sobre su rostro—, nosotros entregamos al embajador Von Therman unos pasaportes para esa gente. Pero habíamos decidido dar instrucciones claras sobre el criterio, amigo Colinas, porque pensábamos que se debía hacer algo con los científicos o profesionales de Alemania. Esa perfección, Colinas, ese grado técnico no podía perderse entre intereses de vencidos o vencedores, así que les dimos esa posibilidad…
—¿Pasaportes? —preguntó Colinas.
—Ocho mil, para ser precisos.
Eva apareció en el despacho del presidente, seguida de Walda, quien viajó desde la entrada guiada por la señora como una invidente, sin quitar los ojos de Colinas durante un tibiamente sabroso eón. Mientras les servían a las señoras sus copas de licor y se entretenían en su propia charla, Perón continuó exponiendo su encargo:
—El asunto, Gorgonio, es que sabemos que Von Therman encargó a una persona de su confianza para hacer la entrega y la distribución de los pasaportes.
Eva se incorporó abiertamente a la exposición de su marido, bajo la atenta mirada de Walda, algo retirada de la conversación.
—Y la persona que se encargó de la distribución lo hizo con gran diligencia. Tanto, que dejó hecha una lista completa con los nombres de los receptores y de sus nombres... nuevos en Argentina —Perón maldecía con los ojos mientras pronunciaba la oración entrecortada por cuchillas de hielo.
Gorgonio no daba crédito, con un gesto de sorpresa en el rostro por la tremenda ineptitud o quizá celosa previsión de aquella persona tan diligente.
—Esa lista viajó a España en un maletín con destino a Von Faupel. Pero sabemos que cuando Faupel murió cerca de Berlín, ya en el cuarenta y cinco, no estaba en poder de los papeles que tenía en Madrid. Había decidido dejarlos en España a buen recaudo en la embajada alemana. Esos papeles aún siguen allí.
—¿Cómo sabe que están en Madrid, señor presidente?
Perón se detuvo unos instantes a pensar, retrepándose en el sillón y tomando un trago de su copa. Posó el vaso sobre la mesa con toda la ceremonia que pudo, mirándolo con atención sin cambiar un rictus de asco en la boca y sin soltarlo, miró a Colinas para preguntar:
—Por favor, Colinas. Llámeme Juan. ¿Ha oído hablar del Libro Azul, Colinas?
—Debo decir que se oyen tantas cosas que uno no sabe a qué atenerse, y más en los dos últimos años, general.
—A decir de Spruille Braden, embajador norteamericano, es la Biblia.
—Como le dije ayer, coronel Colinas, los norteamericanos no saben nada de cocina… —interpuso Eva su entrada con voz convencida.
—Dice Braden al gobierno norteamericano que ahí se halla toda información relevante y contrastada sobre nosotros y el Reich. En fin, como comprenderá, una exageración y una mentira vulgar —siguió Perón—. Me ha dicho el mismísimo Spruille Braden que ellos tuvieron acceso a esa lista en Madrid. Que la vieron.
—Y lo que ustedes quieren es que yo recupere esa lista.
—No, coronel Colinas. No queremos esa lista. Ya sabemos que la tienen los norteamericanos y no me sería muy difícil pedírsela.
—Luego no entiendo…
Perón se levantó de su sillón e invitó a Colinas a hacer lo mismo. Llegados al ventanal, el general terminó:
—Lo que pasa, coronel Colinas, es que la lista que tienen no está completa. Faltan un centenar de nombres, entre los ocho mil originales. Habrá intuido que son los cien nombres… más importantes. Noventa y tres nombres, para ser exactos, coronel Colinas. En algún lugar de la embajada en Madrid está la lista completa. Esa es la que queremos.
—Diculpe mi cuestionamiento, Juan... Pero imagino que es mi deformación profesional.
—Pregunte. Pregunte, coronel. Eso me indica que hemos pensado en el hombre adecuado.
—¿Cómo sabe que faltan nombres? Lo que quiero decir es que, sin ser grosero, general, noventa y tres pasaportes entre ocho mil pueden faltar debido a pérdidas o extravíos, o simples errores…
—Comprendo y agradezco sus preguntas, Gorgonio. Es bastante factible lo que me dice. Verá: en la lista que Braden me dejó ver al hablar de este asunto, antes de las elecciones, pude observar —y así me lo hizo notar el mismo Braden— que cuando había un error en el pasaporte, se añadía al lado la anotación “Error y Destrucción” y justo debajo, se volvía a escribir el mismo nombre de la línea de arriba con los datos correctos. Es decir, que ese pasaporte arruinado por tachones o equivocaciones se destruía. Hay varios casos, pocos, según recuerdo. Quizá siete u ocho entre los ocho mil.
—¿Y no han pensado que es posible que Von Therman se reservara para sí algunos pasaportes?
—Claro que lo hizo. Dieciséis, exactamente. Aparecen los primeros en la lista, consignados sin errores. Para él y su familia. Hay otros funcionarios cercanos a él que también aparecen escrupulosamente en la lista. No son ellos, Gorgonio.
—¿Pero Von Therman repartió los pasaportes personalmente?
—Al principio, había pensado entregar los documentos a los principales mandos y Obergruppenführers. Pensaba en Goering, Himmler, Goebbels, pero por una cuestión de seguridad general —es decir, su propia salvaguardia—, decidió encargarse personalmente. Ahí es a donde quiero llamar su atención, Colinas.
—Dígame, señor presidente... Juan, por favor.
—En la lista que me dejó ver Braden había nombres tachados, sencillamente borrados con tinta y una breve anotación al margen: “A Discreción Von Therman”. Y él no recuerda haber visto tachones en la lista que, a su vez, le habían dejado ver en Madrid.
—¿Y por qué no la robaron ellos mismos, Juan?
—La tenían. La tenían en su poder, Colinas. Hubo una fuga de información, un funcionario y unas muertes… La perdieron…
—¿Y en los tachones no se ve nada? ¿No hay nada, otro dato que pueda ayudar a identificar al nombre de esa línea?
—Sí, lo hay. Después de cada tachadura aparece un número y una letra.
—Y el número va ascendiendo hasta el noventa y tres…
—Correcto.
—¿Y las letras?
—A veces una, a veces dos.
—¿Podrían ser las iniciales de los nombres, Juan?
—Podría ser. La clave la tiene quien confeccionó la lista.
Gorgonio se detuvo. Se decidió por fin a elevar la taza de café —la tercera que le servían— hasta sus labios, por primera vez desde el parco almuerzo, y que había dejado enfriar.
—No le voy a preguntar para qué quiere la lista, general. Pero sí le voy a preguntar por qué yo.
—Porque quiero darle la razón a ese yanqui de mierda, coronel —pateó la mesa Eva sin querer—. Y porque creo que es lo que le corresponde a un digno funcionario del Generalísimo.
El añadido salió de su boca después de haber recibido en su interior la última cucharada de un postre de bizcocho, dulce de leche y melocotones. Walda mientras tanto parecía permanecer ajena a la charla del matrimonio Perón y su invitado. Sentada en un sofá frente a la chimenea, se dejaba la mirada perdida en las llamas levantando la taza de café con lentitud y torturando el corazón de Gorgonio con los labios a cada sorbo.
Se produjo un silencio largo en el que cada uno pareció tener buenas razones para no quebrar.
La reunión se extendió poco más allá de las cuatro y media de la tarde. El conductor de uniforme que había recogido a Colinas en Plaza Italia apareció por el salón, discretamente, esperando alguna orden. Su entrada daba la sesión por cerrada.
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