El coronel Gorgonio Colinas se limitó a agradecer y comentar la gracieta con un leve gesto de sus manos francas abiertas y una reverencia apenas sugerida. Conocía de la sensibilidad de la señora del coronel Perón a los gestos no receptivos y había que andar con especial cuidado. Aquella sonrisa, aquella belleza rubia de retrato con la que se acostaba el presidente a diario, hecha carne en metro setenta y cinco ante él con aquella boca hermosa y letal, podía igualmente mover un tren con su verbo, arrastrar a la masa de descamisados hasta el lugar más recóndito del país o también —decían— hacer que despachen tus huesos en cualquier charco del Tigre, sin que se le moviera un pelo del moño.
—Otto —ordenaba Eva con amor—, le he hecho venir para que ponga al coronel Colinas en antecedentes de lo que queremos. En la embajada española no hay recoveco que no conozca ni despacho que se le resista, según me han informado.
Gorgonio se lanzó al remolino de aquella sonrisa para intentar deducir quién la podía haber puesto al corriente de su currículo y de sus posibilidades. Cayó casi de inmediato en el General Lucero, al que había conocido cuando apenas era teniente en los disturbios del ferrocarril de Cruz del Eje, al mando de las tropas del apaciguamiento. Años idos y viejos, como las manos arrugadas que tenía ante sus ojos, y que, a pesar de la vejez, aún le sujetaban con firmeza a la vida. Esa que él había querido darse y no otra.
Su memoria —diestra en jugarle malas pasadas— le llevó por las carreteras de la ciudad cordobesa de treinta años antes, recordando a Ochandiano y al coronel Lezama en sus paredones.
Volvió en sí con la voz clara y rotunda del capitán Skorzeny, el gigante de las SS, quien lo había llevado del brazo a un saloncito de té anejo al gran recibidor de la casona y le había empezado a hablar. Ahora —pensaba Gorgonio— que estaba a punto de jubilarse y regresar a Madrid, dispuesto a dejar atrás las luces y las sombras de Buenos Aires, treinta y tantos años después de haberlas visto por vez primera, cayó en la cuenta de que las sombras y luces habían venido todas juntas a visitarlo, como para despedirse, allí en el palacio que Eva Perón tenía en la calle Teodoro García, en la persona de aquel alemán enorme clavando sus erres por todo el saloncito. Si el palacio había sido un regalo— o no, aún tenía que averiguarlo— del alemán Ludwig Freude, no le incumbía. Lo que temía de verdad era el encargo de Eva. Ese sí que era un regalo. Con aquella escenografía y los actores, la película le daba miedo.
Gorgonio había convenido con ellos en que lo mejor era no prolongar en demasía la visita, pues sabía de sobra que lo seguían, que lo vigilaban a él y a muchos de sus compañeros desde las elecciones que Perón había ganado con permiso de Estados Unidos. Le vigilaban a él así como a muchos miembros de la delegación española del gobierno del fascista Franco.
—Diga, corronel Colinas, ¿cuánto tiempo lleva usted en Buenos Airres? —lanzó Skorzeny sus erres austríacas, inconsciente de que el perfecto alemán de su interlocutor se lo podría haber ahorrado.
—Disculpe, capitán —dijo Colinas volviendo a levantarse— pero le suponía informado de estos pormenores y debe entender que no me puedo permitir estar sentado con usted aquí tomando el té.
—Ya lo sé, corronel, pero se trata de saber o no saber algunas cosas …nesesarrias para lo que vamos a pedirle.
—Mein Hauptmann Skorzeny, —quiso abreviar Colinas, y siguió en alemán— llevo más tiempo aquí que todas las personas que puede usted ver —levantó la cabeza Gorgonio y señaló al azar—. Recuerdo a esos dos generales de ahí desde cuando aún no estaban seguros de qué mano usar para el saludo…
Skorzeny pareció no querer reparar en la prisa de Gorgonio ni dar la menor importancia a la comparación y se mostraba nervioso, desviando la mirada o cruzando los dedos y volviendo a mirar de frente a Colinas. Resultaba evidente que intentaba calibrar las fidelidades de aquel veterano español que tenía ante sí, en cuyo historial se decía que había escoltado a Von Faupel desde Hendaya hasta Burgos a comienzos de la guerra civil española, cuando el Führer lo destinara como observador del III Reich en la España reventada.
—Si le sirve de algo, Skoreny —añadió Colinas con cierta vergüenza ajena—, aún se oye a Perón y a sus compañeros añorar los años en la Escuela Militar donde von Faupel y muchos militares alemanes invitados formaban a los oficiales argentinos.
Skorzeny se retrepó en su silla, en plena inflación de orgullo.
—Y muchos de sus colegas han vuelto a Argentina al terminar la guerra —le añade—. Otros, sabe usted, no se han ido nunca, Skorzeny.
—Bien, corronel, —dijo volviendo al español— pero hablemos de usted, desde que el general Frranco gobierna en su país. Pero veo que está usted aquí desde mucho antes.
Gorgonio alcanzó a vislumbrar un asomo de acusación en la mirada azul del gigante austríaco, o tal vez —pensó—, un destello de jugador de póker. La mirada ahora era fija y sin fisuras. Nada amenazador, pero sí nuevo e inquietante. Era una firmeza rara, viniendo de un derrotado por los aliados. Aquel interrogatorio tan seguro venía —era evidente— de alguien derrotado en Alemania. Y, sin embargo parecía tener ocultas responsabilidades a la espalda. Parecía que, a pesar de haberse quedado sin país hacía poco, se hallaba en medio de una campaña nueva, con esa extraña calma de quien se sabe pisando territorio amigo.
—Usted debe saber perfectamente, Skorzeny, que somos como monjes. Tenemos votos. Y los cumplimos hasta la muerte.
—Yo me refiero a otras cosas, corronel Colinas. Menos lírricas, Gorgonio.
El español esperó en silencio hasta incomodar al alemán con su espera. Al fin, siguió:
—Tiene usted fama de jugador inteligente. Y paciente
—matizó Skorzeny para no exasperar a Gorgonio.
Sin saber en qué medida lo dicho era un jaboneo comercial o una línea en su currículo, que indiscutiblemente obraba en su poder, Colinas seguía en silencio a la espera de la petición que iba a llegar, tratando de abreviar aquel encuentro y, de paso, calmar su impaciencia.
—Necesitamos de sus amistades en España, corronel Colinas.
—Capitán Skorzeny, acabo de decirle que llevo mucho tiempo en Argentina. Unos treinta años. Eso es más de lo recomendable en cualquier carrera. Y la mía jamás fue una carrera de pretensiones. En fin. Encantado de conocerle, sinceramente, capitán.
Gorgonio se levantó y se dirigió de inmediato al enorme recibidor donde Eva Duarte de Perón reinaba ante un amplio comité de secretarios, de uniforme y de paisano, asistentes masculinos y femeninos, todos ellos a la espera de instrucciones repartidas con autoridad.
Eva vio al visitante español dirigirse a la puerta y se volvió hacia Skorzeny para consultar el resultado de la entrevista. El capitán austríaco lanzó un gesto negativo que alcanzó a Eva a la velocidad de la luz:
—¡Coronel! —gritó la Señora, dándose cuenta de que el tono de la llamada incorporaba un gallo, que reveló la contundencia de una orden, al tiempo que traslucía una cierta frustración. Fueron tres los coroneles que se giraron en aquel momento, menos el cuarto: aquel a quien iba dirigida la voz. Pero Colinas seguía su marcha hacia el exterior del palacio de Eva.
—¡Coronel Colinas! —volvió a gritar, sin dar crédito. No era mujer acostumbrada a ser ignorada. Ni tampoco a la desautorización pública.
Gorgonio se detuvo en el inmenso zaguán de mármoles blancos y laja. Eva se abrió camino entre los que la rodeaban y salió al encuentro de aquel militar, inconsciente de rozar la tragedia, según se veía en los ojos horrorizados de los que le miraban desde el salón.
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